– Hemos interrogado a todo el pueblo -dijo Ardery-. Nadie vio nada anormal el miércoles por la noche, pero debían estar dentro de casa cuando el hombre pasó.
– Ha decidido que era un hombre -observó Lynley.
– La marca del zapato. El tamaño. La profundidad de la huella encontrada en Celandine Cottage. Sí. Yo diría que estamos buscando a un hombre.
Salieron a Springburn Road, al final del pueblo. A su derecha, la estrecha calle principal ascendía una modesta cuesta entre una hilera de casitas antiguas con techo de paja y otra de tiendas. Frente a ellos, una pista secundaria ocupada por una fila de casas de madera conducía a una iglesia. A su izquierda, un camino pavimentado con guijas desembocaba en el aparcamiento del pub El Zorro y los Sabuesos. Desde donde estaban, Lynley vio que un ejido se extendía detrás del pub, con robles y fresnos que proyectaban largas sombras sobre la hierba. Una profusión de arbustos espesos y mal cuidados crecía a lo largo del borde. Lynley decidió acercarse a la iglesia.
Los arbustos no formaban una barrera infranqueable. De vez en cuando, aparecían huecos que comunicaban el aparcamiento con el borde del ejido, y los detectives pasaron por uno de ellos, bajo un arco natural que crecía de un roble.
Otro partido de criquet se estaba jugando en el extremo sur del césped. A juzgar por su aspecto, era un partido entre equipos de pueblos. Los jugadores eran adultos ataviados con el blanco tradicional, aunque no del mismo tono en todos los casos, y los espectadores estaban sentados en sillas de cubierta, rodeados de niños que chillaban y correteaban.
– Donna, por el amor de Dios -gritó uno de los árbitros-, saca a esos monstruos del campo.
Lynley y sus acompañantes no atrajeron la atención, puesto que los arbustos crecían a lo largo del límite nordeste del ejido. La tierra era dura y accidentada en aquel punto, sembrada de parches irregulares de hiedra. Sus zarcillos no solo reptaban sobre el suelo, sino que trepaban por una valla de madera. A lo largo de la valla florecían rododendros, cuyas ramas se inclinaban bajo el peso excesivo de enormes brotes de he-liotropo. Un arbusto de acebo extendía ramas espinosas entre los rododendros, y la sargento Havers se encaminó en su dirección, mientras Lynley inspeccionaba el suelo y Ardery miraba.
– Uno de nuestros muchachos habló con Connor O'Neill -dijo la inspectora-. Es el dueño del pub. Estaba trabajando el miércoles por la noche con su hijo.
– ¿Dijo algo? -preguntó Lynley.
– Dijo que habían terminado alrededor de las doce y media. Ninguno de los dos vio un coche extraño en el aparcamiento cuando cerraron. No había más coches que el suyo, de hecho.
– No es sorprendente, ¿verdad?
– También investigamos este lugar -prosiguió con firmeza Ardery-. Como puede ver, inspector, la tierra está pisoteada. Carece de la consistencia apropiada para tomar huellas.
Lynley observó que tenía razón. Los lugares en que no crecía la hiedra estaban sembrados de las hojas desintegradas del año anterior. Debajo, la tierra era sólida, como cemento. Sería imposible tomar la huella de algo, fuera una pisada, la marca de un neumático o la firma del asesino.
Se incorporó. Miró el camino por donde habían venido. Los arbustos eran el lugar más lógico para esconder un vehículo, si es que se había utilizado uno en alguna fase del crimen. Desembocaban en el aparcamiento, que a su vez desembocaba en la pista que conducía al camino peatonal. Este conducía al paseante a cincuenta metros de Celandine Cottage. Todo cuanto necesitaba el asesino era conocer bien los alrededores.
Por otra parte, esconder un vehículo no era del todo necesario si el asesino actuaba en complicidad con otra persona. Un conductor habría podido parar un rato en El Zorro y los Sabuesos, mientras el asesino se internaba por el sendero, y conducido una hora o más por la campiña hasta que su cómplice regresara después de provocar el incendio. Esto no solo significaría una confabulación que venía de lejos, sino también un conocimiento íntimo de los movimientos de Fleming el día de su muerte. Dos personas, en lugar de una, estarían muy interesadas en su fallecimiento.
– Señor -dijo Havers-, venga a echar un vistazo.
Lynley vio que Havers se había internado entre los rododendros y el acebo. Estaba agachada en el punto donde los arbustos se encontraban con el aparcamiento del pub. Había apartado a un lado algunas hojas caídas, y tenía levantado un zarcillo de hiedra de entre la docena que se hundían en un cuadrado de tierra.
Lynley y Ardery se reunieron con ella. Lynley vio por encima de su hombro lo que había descubierto, un tosco círculo de tierra apretada de unos ocho centímetros de diámetro. Era más oscura que el resto, de color café, en contraste con el color avellana que la rodeaba.
Havers utilizó los dedos para cortar el zarcillo que sujetaba. Se puso en pie, apartó el pelo de la frente y extendió el zarcillo para que Lynley lo inspeccionara.
– Me parece que es una especie de aceite -dijo-. Goteó en tres de esas hojas. ¿Lo ve? Aquí hay un poco. Y allí. Y allí.
– Aceite de motor -murmuró Lynley.
– Eso diría yo. Como el aceite de los tejanos. -Havers indicó Springburn Road-. Debió venir por ahí, apagó el motor y las luces, y siguió por el borde del césped. Aparcó aquí. Se deslizó entre los arbustos y el aparcamiento, en dirección al camino peatonal. Continuó hasta la casa. Saltó el muro de la dehesa contigua. Esperó al final del jardín hasta que no hubiera moros en la costa.
– Es imposible que no encontráramos huellas de neumáticos, sargento -se apresuró a intervenir Ardery-, porque si un coche hubiera cruzado el césped…
– Un coche no -replicó Havers-. Una moto. Dos neumáticos, en lugar de cuatro. Menos pesada que un coche. Menos susceptible de dejar una pista. Fácil de maniobrar. Más fácil de esconder.
La explicación no acababa de convencer a Lynley.
– ¿Un motorista que luego fumó seis u ocho cigarrillos para señalar el lugar donde se había ocultado? ¿Cómo se come eso, sargento? ¿Qué clase de asesino deja una tarjeta?
– La clase de asesino que no espera ser detenido.
– Pero cualquiera que sepa mínimamente algo de la ciencia forense sabrá la importancia de no dejar pruebas. Cualquier prueba. De cualquier tipo.
– Exacto. Por lo tanto, estamos buscando a un asesino que, en primer lugar, dio por sentado que el asesinato no parecería un asesinato. Estamos buscando a alguien que solo pensaba en una cosa: la muerte de Fleming. Cómo provocarla y sus ventajas posteriores, no cómo iba a ser investigada a continuación. Estamos buscando a alguien convencido de que esta casa, atestada de leña antigua, inspector, ardería como una tea en cuanto el cigarrillo quemara lo suficiente la butaca. En su mente, no había pruebas. Ni colillas de cigarrillos. Ni restos de cerillas. Nada, excepto escombros. ¿Qué iba a hacer la policía con un montón de escombros?, pensó, si es que se detuvo a pensar.
Los espectadores del partido de criquet lanzaron gritos de júbilo. Los tres detectives se volvieron. El bateador había golpeado la bola y corría hacia el otro grupo de estacas. Dos servidores cruzaban el jardín. El lanzador gritaba. El guardameta tiró un guante al suelo, disgustado. Era evidente que alguien había olvidado una regla básica del criquet: pase lo que pase, intenta coger siempre la pelota.
– Hemos de hablar con ese chico, inspector -dijo Havers-. Usted quería pruebas. La inspectora nos las ha proporcionado. Colillas de cigarrillos…
– Que aún han de identificar.
– Fibras de dril de algodón manchadas de aceite.
– Que el cromatógrafo ha de definir.
– Huellas de pisadas que ya han sido identificadas. Una suela de zapato con una marca distintiva. Y ahora, esto. -Señaló la hiedra que Lynley sostenía-. ¿Qué más quiere?