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Lynley no contestó. Sabía cómo reaccionaría Havers a su respuesta. No quería más. Quería menos, mucho menos.

Vio que la inspectora Ardery seguía mirando al suelo, a la mancha circular de aceite. Su expresión era de irritación.

– Les dije que buscaran huellas -dijo en voz baja, más para ella que para los demás-. Aún no sabíamos nada sobre el aceite de las fibras.

– Da igual -dijo Lynley.

– No da igual. Si usted no hubiera insistido…

La mirada resignada de Havers preguntó a Lynley si debía esfumarse por segunda vez. Lynley levantó una mano para indicarle que se quedara donde estaba.

– No es posible anticipar pruebas.

– Es mi trabajo.

– Puede que este aceite no signifique nada. Puede que no sea el mismo de las fibras.

– Maldita sea -masculló Ardery.

Dedicó casi un minuto a contemplar el partido de criquet (los mismos dos bateadores seguían tratando de poner a prueba las escasas habilidades del equipo contrario), hasta que sus facciones compusieron de nuevo una expresión de desapasionamiento profesional.

– Cuando todo esto haya terminado -dijo Lynley con una sonrisa, cuando sus ojos volvieron a encontrarse-, le diré a la sargento Havers que le cuente algunas de mis equivocaciones más interesantes.

Ardery levantó apenas la cabeza. Su respuesta fue fría.

– Todos cometemos errores, inspector. Me gusta aprender de los míos. Una cosa así no volverá a suceder.

Se alejó de ellos, en dirección al aparcamiento.

– ¿Quieren ver algo más en el pueblo?

No esperó a oír su respuesta.

Havers recuperó el zarcillo de hiedra. Guardó en una bolsa las hojas.

– Hablando de equivocaciones… -dijo en tono significativo, y siguió a Ardery hasta el aparcamiento.

Capítulo 15

Jeannie Cooper vertió agua hirviendo en la tetera y vio que las bolsas de té ascendían a la superficie como boyas. Cogió una cuchara, revolvió y tapó la tetera. Había elegido a propósito el servicio de té especial para aquella tarde, el de la tetera en forma de conejo, tazas como zanahorias y platillos como hojas de lechuga. Era la tetera que siempre utilizaba cuando los chicos estaban enfermos, para animarles y ayudarles a pensar en algo que no fuera el dolor de oído o el estómago revuelto.

Puso la tetera sobre la mesa de la cocina, de la que había sacado antes el hule rojo para sustituirlo por un mantel de algodón verde, decorado con violetas. Además, había dispuesto el resto del servicio de té: platos en forma de hojas de lechuga y la jarra de leche en forma de conejo, con el azucarero a juego. En la bandeja que ocupaba el centro de la mesa había amontonado los emparedados de paté. Había quitado las cortezas y alternado los emparedados con tostadas de pan con mantequilla, todo ello rodeado por flanecitos.

Stan y Sharon habían ido a la sala de estar. Stan miraba la tele, en cuya pantalla una anguila gigante oscilaba hipnóticamente al ritmo de una voz de fondo, que decía: «el habitat de las morenas…», mientras Sharon estaba inclinada sobre su cuaderno de aves, y utilizaba lápices de colores para llenar el contorno de una gaviota que había bosquejado ayer por la tarde. Sus gafas habían resbalado hasta el extremo de la nariz, y su respiración era laboriosa y fuerte, como si hubiera pillado un buen resfriado.

– El té está preparado -dijo Jeannie-. Shar, ve a buscar a Jimmy.

Sharon levantó la cabeza y resolló. Utilizó el dorso de la mano para subirse las gafas.

– No bajará -contestó.

– ¿Tú qué sabes? Hazme caso y ve a buscarle.

Jimmy se había tirado todo el día en su cuarto. Había querido salir a eso de las once y media de la mañana. Entró en la cocina con su chupa y arrastrando los pies, abrió la nevera y sacó los restos de una pizza a domicilio. La dobló, envuelta en papel de aluminio, y la embutió en el bolsillo. Jeannie le miró desde el fregadero, donde estaba lavando los platos del desayuno.

– ¿Qué vas a hacer, Jimmy? -preguntó.

«Nada», se limitó a contestar su hijo mayor. Le parecía que iba a salir, dijo Jeannie. ¿Y qué?, replicó Jimmy. No iba a quedarse en casa todo el día como un niño de dos años. Además, había quedado con un amigo en Millwall Outer Dock. ¿Qué amigo es ese?, quiso saber Jeannie. Un amigo, eso es todo, dijo Jimmy. Ella no le conocía y no hacía ninguna falta que le conociera. ¿Era Brian Jones?, preguntó Jeannie a continuación. ¿Brian Jones?, dijo Jimmy. ¿Quién cojones…? No conocía a ningún Bri… Entonces, comprendió que había caído en la trampa. Jeannie comentó con inocencia que se acordaba, ¿no?, de Brian Jones…, de Deptford, ¿verdad? El chico con el que Jimmy había pasado todo el viernes, en lugar de ir al colegio.

Jimmy cerró la puerta de la nevera de un empujón. Se dirigió a la puerta de atrás, diciendo que se iba. Mira antes por la ventana, advirtió Jeannie. Lo decía en serio, afirmó, y si sabía lo que le convenía, debía hacerle caso.

Jimmy se quedó inmóvil con la mano en el pomo de la puerta y la mirada indecisa. Acércate, dijo ella. Quería que lo comprobara con sus propios ojos. ¿Qué?, preguntó Jimmy con aquel fruncimiento de labios que a Jeannie siempre le daba ganas de borrarlo a bofetadas. Ven aquí, Jim, dijo. Echa un vistazo fuera.

El muchacho pensaba que era un truco, adivinó, y se apartó de la ventana para dejarle sitio. Jimmy avanzó poco a poco, como si esperara que ella le fuera a pegar, y miró por la ventana.

Vio a los periodistas. Era difícil pasarlos por alto. Estaban apoyados en su Escort, al otro lado de la calle. ¿Y qué?, dijo, ya estaban ayer, a lo que ella contestó, ahí no, Jim. Mira frente a la casa de los Cooper. ¿Quién pensaba que eran aquellos tíos, sentados en el Nova negro? Jimmy se encogió de hombros, indiferente. La policía, dijo su madre. Sal si quieres, pero no esperes ir solo. La policía te seguirá.

Asimiló la información tanto física como mentalmente, porque cerró los puños. Preguntó qué quería la policía. Ella dijo que estaban investigando lo sucedido a su padre. Quién estaba con él el miércoles por la noche. Por qué le habían matado.

Esperó. Le observó mientras él observaba a los policías y a los periodistas. Intentó aparentar indiferencia, pero no pudo engañarla. Ciertas señales sutiles le delataron: el rápido desplazamiento de su peso de un pie al otro, el puño hundido en el bolsillo de los tejanos. Echó la cabeza hacia atrás, alzó la barbilla y preguntó que a quién le importaba una mierda, pero se removió inquieto una vez más, y Jeannie imaginó que le sudaban las palmas y que su estómago se agitaba como jalea.

Quiso proclamarse la vencedora del envite, quiso preguntarle con indiferencia si aún pensaba salir a pasear en aquella estupenda mañana de domingo. Quiso azuzarle, abrir la puerta, animarle a marcharse, solo para obligarle a admitir su dolor, su miedo, su necesidad de ayuda, la verdad, fuera cual fuera, cualquier cosa. Pero guardó silencio y recordó en el último momento (con una claridad escalofriante) lo que era tener dieciséis años y hacer frente a una crisis. Dejó que abandonara la cocina y subiera la escalera, y no había invadido su intimidad desde entonces.

– Entra en la cocina -dijo a Stan, mientras Sharon iba a buscarle-. Con cuidado, ¿vale? Es la hora del té. -Stan no contestó. Jeannie vio que se estaba hurgando la nariz con el meñique-. ¡Stan! ¡Eso es asqueroso! ¡Para ya! -Stan sacó el dedo al instante. Agachó la cabeza y escondió las manos bajo el trasero-. Vamos, cariño. He preparado té para todos -dijo Jeannie, en tono más cariñoso.

Le ordenó que se lavara las manos en el fregadero, mientras servía el té.

– Hoy has puesto el servicio especial, mamá -musitó el niño, y deslizó la mano todavía mojada en la suya.