– Sí. Pensé que podíamos hacer algo para animarnos.
– ¿Jimmy va a bajar?
– No lo sé. Ya veremos.
Stan apartó la silla de la mesa y se dejó caer sobre ella. Eligió un flan, una rebanada de pan con mantequilla y un bocadillo de paté. Lo abrió y sostuvo una mitad en cada mano.
– Jimmy estaba llorando anoche, mamá -dijo.
El interés de Jeannie se acrecentó, pero fue cauta.
– Llorar es natural. No culpes a tu hermano por eso.
Stan lamió el paté.
– Creía que yo no le oía, porque no dije nada, pero le oí. Tenía la cabeza hundida en la almohada, golpeaba el colchón y decía, que te jodan, que te jodan. -Stan se encogió cuando Jeannie levantó una mano admonitoria-. Eso fue lo que oí, mamá. Solo lo estoy repitiendo.
– Eso espero. -Jeannie llenó las demás tazas-. ¿Qué más?
Stan empezó a mordisquear el pan, después de acabar con el paté.
– Más palabrotas.
– ¿Por ejemplo?
– Bastardo. Que te jodan, que te jodan, bastardo. Eso decía. Mientras lloraba. -Stan lamió el paté de la otra rebanada-. Supongo que estaba llorando por papá. Supongo que también estaba hablando de papá. ¿Sabías que rompió los veleros?
– Lo vi, Stan.
– Y decía que te jodan, que te jodan, que te jodan, mientras lo hacía.
Jeannie se sentó delante de su hijo menor. Cerró el índice y el pulgar alrededor de su delgada muñeca.
– No estarás diciendo mentiras, ¿verdad, Stan? Es un vicio muy feo.
– Yo no…
– Estupendo. Porque Jimmy es tu hermano y has de quererle. Está pasando una mala temporada, pero se repondrá.
Antes de terminar la frase, Jeannie sintió la lanza apoyada bajo su seno izquierdo, que en ningún momento había penetrado la piel. Kenny también estaba pasando una mala temporada, una temporada que empezó mal y terminó peor.
– Jimmy dice que no quiere su maldito té. Solo que no ha dicho maldito. Ha dicho otra cosa.
Shar entró en la cocina como una de sus aves, con hojas de papel dibujadas a modo de alas. Empujó el plato, la taza y el platillo de Jimmy a un lado y alisó el papel sobre el mantel. Cogió un emparedado con delicadeza y lo mordió con idéntica finura mientras inspeccionaba su trabajo, un águila calva que sobrevolaba unos pinos, tan pequeños que el águila parecía prima segunda de King Kong.
– Ha dicho jodido, ¿verdad?
Stan pellizcó los bordes de la rebanada de pan con mantequilla, que se onduló.
– Basta de palabrotas -dijo Jeannie-. Y sécate la boca. Shar, procura que tu hermano coma como una persona, por favor. Voy a ver a Jim.
Rebuscó en un aparador contiguo al fregadero y extrajo una bandeja de plástico astillada. Era un regalo de bodas, de color verde lima y decorada con ramitas de nomeolvides. Muy apropiada para pasar panecillos y emparedados a la hora del té. Sin embargo, solo la había utilizado para subir comidas a los niños cuando estaban enfermos. Depositó sobre ella la taza de té de Jimmy, a la que añadió leche y azúcar, como a él le gustaba. Seleccionó un emparedado, una rebanada de pan con mantequilla y un flan.
– ¿No debería bajar, mamá? -preguntó Stan cuando Jeannie se encaminó hacia la escalera.
– Debería -le corrigió Shar, mientras añadía más color a las alas de su águila.
– Porque siempre dices que si no estamos de mal humor, hemos de comer aquí -insistió Stan.
– Sí -contestó Jeannie-. Bueno, Jim está de mal humor. Tú mismo lo acabas de decir.
Shar no había cerrado del todo la puerta de Jimmy. Jeannie la abrió con el culo.
– Te traigo el té, Jimmy.
Estaba sentado en la cama, con la cabeza apoyada contra la cabecera, y cuando ella entró con la bandeja escondió a toda prisa algo debajo de la almohada, y a continuación cerró el cajón de la mesita de noche. Jeannie fingió no ver ambos movimientos. Había registrado más de una vez aquel cajón durante los últimos meses. Sabía lo que guardaba allí. Había hablado con Kenny acerca de las fotografías, y él se había preocupado lo bastante para acercarse a la casa cuando Jimmy estaba en el colegio. Las había examinado, con cuidado de no desordenarlas, sentado en la cama de su hijo mayor, con sus largas piernas estiradas sobre la desgastada alfombra cuadrada. Había lanzado una risita al ver a las mujeres, su elección o ausencia de indumentaria, sus posiciones, sus mohines, sus piernas abiertas, las espaldas arqueadas y el tamaño de sus pechos, tan perfectos como desproporcionados.
– No hay nada de qué preocuparse, Jean -dijo. Ella le preguntó qué cono quería decir. Su hijo guardaba un puñado de fotos sucias, y si eso no era como para preocuparse, entonces ¿qué lo sería?-. No son sucias. No son pornográficas. Tiene curiosidad, eso es todo. Si quieres preocuparte por algo, ya te conseguiré algo serio. -Lo serio, explicó, reproducía a más de un modelo: hombre y mujer, hombre y hombre, adulto y niño, niño y niño, mujer y mujer, mujer y animal, hombre y animal-. No es como esto, nena. Esto es lo que los adolescentes miran mientras aún se preguntan cómo es tener a una mujer debajo. Es natural. Es típico de esta edad. -Jeannie preguntó si él había tenido fotos de esas, fotos que escondía a su familia como un secreto espantoso, ya que era típico de la edad. Kenny devolvió las fotos al cajón y lo cerró-. No -dijo al cabo de un momento, sin mirarla-. Te tenía a ti, ¿no? No tuve que preguntarme cómo sería cuando sucediera por fin. Siempre lo supe.
Después, volvió la cabeza, sonrió, y Jeannie sintió que su corazón se expandía. Lo que el tal Kenny Fleming le había hecho sentir. Siempre.
– Te he preparado un bocadillo de paté -dijo, pese al nudo que obstruía su garganta-. Mueve las piernas, Jim, para que pueda dejar la bandeja.
– Ya se lo dije a Shar. No tengo hambre.
Su voz era desafiante, pero su mirada expresaba cautela. De todos modos, movió las piernas como su madre había pedido, y Jeannie consideró que era una señal esperanzadora. Dejó la bandeja sobre la cama, cerca de sus rodillas. Jimmy llevaba unos tejanos mugrientos. No se había quitado la chupa ni los zapatos, como si aún confiara en salir cuando la policía se cansara de vigilar la casa. Jeannie quiso decirle que la posibilidad era remota. Había docenas, cientos, tal vez miles, y solo debían turnarse en la vigilancia.
– Olvidé darte las gracias por lo de ayer -dijo.
Jimmy se pasó los dedos por el pelo. Contempló la bandeja sin reaccionar al ver que había elegido el servicio especial. La miró.
– Stan y Shar -dijo Jeannie-. Les distrajiste. Fue muy amable por tu parte, Jim. Tu padre…
– Que le den por el culo.
Jeannie respiró hondo y continuó.
– Tu padre se habría sentido orgulloso de ti al ver que te portabas tan bien con tus hermanos.
– ¿Sí? ¿Qué sabía papá de portarse bien?
– Stan y Shar estarán pendientes de ti a partir de ahora. Has de ser como un padre para ellos, sobre todo para Stan.
– Sería mejor que Stan cuidara de sí mismo. Depende de todo el mundo y se va a pegar una hostia.
– Si depende de ti, no.
Jimmy se acercó más a la cabecera, para descansar la espalda o para alejarse de ella. Sacó un paquete de cigarrillos arrugado y encajó uno en la boca. Lo encendió y exhaló humo por la nariz, un chorro rápido e iracundo.
– No me necesita -dijo.
– Sí, Jimmy, sí.
– Mientras su mamá le cuide, no. ¿Verdad?
Habló con un amargo desafío en la voz, como si existiera un mensaje oculto en la afirmación y la pregunta posterior. Jeannie intentó captar el mensaje, pero fracasó.
– Los niños pequeños necesitan los cuidados de un hombre.
– ¿Sí? Bien, pues no creo que vaya a quedarme mucho tiempo aquí, de manera que si Stan necesita a alguien que le suene la nariz y mantenga sus manos alejadas de su polla cuando se apagan las luces, no voy a ser yo. ¿Entendido?
Jimmy se inclinó hacia delante y sacudió la ceniza en el platillo.