– ¿Adonde piensas ir?
– No lo sé. Donde sea. Da igual, mientras no sea aquí. Odio esta casa. Estoy harta de ella.
– ¿Y tu familia?
– ¿Qué pasa con ella, eh?
– Ahora que tu padre no está…
– No hables de él. ¿Qué más da dónde esté ese cabrón? Ya se había marchado, antes de estirar la pata. No iba a volver. ¿Crees que Stan y Shar esperaban que algún día aparecería en el porche, para preguntar si podía volver? -ladró, y se llevó el cigarrillo a la boca. Tenía los dedos manchados de nicotina-. Tú eras la única que prefería pensar así, mamá. Los demás sabíamos que papá nunca iba a volver. Y sabíamos que había otra mujer. Desde el primer momento. Hasta llegamos a conocerla, pero todos decidimos callarlo, porque no queríamos que te sintieras peor.
– ¿Conociste a la…?
– Sí. Ya lo creo que la conocimos. Estuvimos dos o tres veces con ella. Cuatro. No lo sé. Papá la miraba y ella le miraba, con aire de inocencia los dos, y se llamaban señor Fleming y señora Patten, como si no fueran a revolcarse como puercos en cuanto desapareciéramos.
Fumó furiosamente. Jeannie vio que el cigarrillo temblaba.
– No lo sabía -dijo. Se acercó a la ventana. Miró hacia el jardín. Tocó las cortinas. Había que lavarlas, pensó-. Tendrías que habérmelo dicho.
– ¿Para qué? ¿Habrías actuado de manera diferente?
– ¿Diferente?
– Sí. Ya sabes a qué me refiero.
Jeannie se volvió a regañadientes de la ventana.
– ¿Diferente en qué?
– Podrías haberte divorciado de él. Podrías haberlo hecho por Stan.
– ¿Por Stan?
– Tenía cuatro años cuando papá se marchó, ¿no? Lo habría superado, y después aún habría tenido a su mamá. ¿Por qué no lo piensas? -Tiró más ceniza al platillo-. Pensabas que todo iba bien antes de esto, mamá, pero resulta que aún está peor.
En la asfixiante habitación, Jeannie sintió que una oleada de aire gélido la traspasaba, como si alguien hubiera abierto una ventana.
– Será mejor que hables conmigo -dijo a su hijo-. Será mejor que me digas la verdad.
Jimmy sacudió la cabeza y fumó.
– ¿Mamá?
Sharon se había parado en la puerta de la habitación.
– Ahora no -replicó Jeannie-. Estoy hablando con tu hermano, ¿no lo ves?
La niña retrocedió medio paso. Detrás de las gafas, sus ojos recordaban a los de una rana, de un tamaño exagerado y saltones como si fuera a perderlos. Al ver que no se marchaba, Jeannie estalló.
– ¿Me has oído, Shar? ¿Te has vuelto sorda, además de ciega? Vuelve con tu té.
– Yo… -Miró en dirección a la escalera-. Hay…
– Escúpelo ya, Shar -dijo su hermano.
– La policía. En la puerta. Preguntan por Jimmy.
En cuanto Lynley y Havers salieron del Bentley, los periodistas semirrecostados sobre un Ford Escort se incorporaron de un brinco. Esperaron lo suficiente para comprobar que Lynley y Havers se encaminaban a casa de los Cooper Fleming. Empezaron a disparar preguntas como autómatas. Daba la impresión de que no esperaban respuestas, sino que era una mera necesidad de preguntar, de intervenir, de hacer notar la presencia del cuarto poder.
– ¿Algún sospechoso? -gritó uno.
– ¿… localizado ya a la señora Patten?
– … en Mayfair con las llaves en el asiento. ¿Pueden confirmarlo?
Las cámaras zumbaban y cliqueteaban.
Lynley no les hizo caso y tocó el timbre de la puerta. Havers reparó en el Nova aparcado al otro lado de la calle.
– Nuestros muchachos están allí -dijo en voz baja-, en plan de intimidación, por lo visto.
Lynley desvió la vista un momento.
– No cabe duda de que habrán crispado algunos nervios -comentó.
La puerta se abrió y apareció una niña con gafas de cristales gruesos, migas de pan en las comisuras de la boca y granos en la barbilla. Lynley exhibió su identificación y dijo que quería hablar con Jimmy Fleming.
– Cooper, querrá decir -dijo la niña-. ¿Quiere hablar con Jimmy?
Sin esperar respuesta, les dejó en la puerta y subió corriendo la escalera.
Entraron en una sala de estar donde una televisión mostraba a un gigantesco tiburón blanco que aplastaba su hocico contra los barrotes de una jaula, dentro de la cual flotaba, gesticulaba y fotografiaba al monstruo un desafortunado buceador. Habían bajado el volumen.
– Ese pez es como el de Tiburón -dijo una voz de niño mientras contemplaban la escena-. La vi en vídeo una vez, en casa de un amigo.
Lynley vio que el niño hablaba desde la cocina. Había apartado la silla de la mesa para alinearla con la puerta de la sala de estar. Estaba tomando té, daba gol-pecitos con los pies en las patas de la silla y comía una especie de galleta.
– ¿Es usted detective, como Spender? -preguntó. Lo veía en la tele.
– Sí -contestó Lynley-. Algo así como Spender. ¿Tú eres Stan?
Los ojos del niño se dilataron, como si Lynley hubiera dado prueba de conocimientos preternaturales.
– ¿Cómo lo sabe?
– Vi una fotografía tuya. En el cuarto de tu padre.
– ¿En casa de la señora Whitelaw? He estado allí muchas veces. Me deja dar cuerda a sus relojes, excepto el del saloncito. ¿Lo sabía? Dijo que su abuelo lo paró la noche que murió la reina Victoria y nunca más volvió a ponerlo en marcha.
– ¿Te gustan los relojes?
– No especialmente, pero tiene toda clase de cosas raras en su casa. Por todas partes. Cuando voy, me deja…
– Ya basta, Stan.
Una mujer había aparecido en la escalera.
– Señora Cooper -dijo Havers-, le presento al inspector detective…
– Me da igual cómo se llame. -Jeannie bajó a la sala de estar-. Stan, ve a tomarte el té a tu habitación -dijo, sin mirar en su dirección.
– Pero si no me encuentro mal.
– Haz lo que yo te diga. Ya. Y cierra la puerta.
El niño bajó de lá silla. Se llenó las manos de bocadillos y galletas. Corrió escaleras arriba. Una puerta se cerró.
Jean Cooper cruzó la sala y apagó la televisión, donde el gran tiburón blanco exhibía lo que parecía media docena de hileras de dientes en forma de sierra. Cogió un paquete de Embassy que había encima del aparato, encendió un cigarrillo y se volvió hacia ellos.
– ¿Qué significa esto? -preguntó.
– Nos gustaría hablar con su hijo.
– Ya lo estaban haciendo, ¿no?
– Con su hijo mayor, señora Cooper.
– ¿Y si no está en casa?
– Sabemos que está.
– Conozco mis derechos. No permitiré que le vean. Si quiero, puedo llamar a un abogado.
– No nos importa que lo haga.
Jeannie cabeceó en dirección a Havers.
– Ya se lo conté todo, ¿no? Ayer.
– Jimmy no estaba en casa ayer -replicó Havers-. Es una formalidad, señora Cooper. Eso es todo.
– No han pedido hablar con Shar, o con Stan. ¿Por qué solo quieren ver a Jimmy?
– Tenía que irse en un crucero con su padre -dijo Lynley-. Tenía que irse con su padre el miércoles por la noche. Si el viaje fue cancelado o aplazado, tal vez habló con su padre. Nos gustaría hablar con él al respecto. -Vio que la mujer daba vueltas al cigarrillo entre los dedos antes de dar otra calada-. Como la sargento Havers ha dicho, es una formalidad. Estamos hablando con todas las personas que puedan saber algo sobre las últimas horas de su marido.
Jean Cooper dio un respingo al oír las últimas palabras, pero solo fue un parpadeo, un leve encogimiento.
– Es más que una formalidad -dijo.
– Puede quedarse mientras hablamos con él -dijo Havers-, o puede llamar a un abogado. En cualquier caso, está en su derecho, porque es menor de edad.
– No lo olviden. Tiene dieciséis años. Dieciséis. Es un crío.
– Lo sabemos -dijo Lynley-. ¿Quiere hacer el favor de ir a buscarle?
– Jimmy -dijo Jean sin volverse-. Será mejor que hables con ellos, cariño. Acabemos de una vez.