El chico debía estar escuchando en lo alto de la escalera, escondido. Bajó poco a poco, con el cuerpo desplomado, los hombros encorvados y la cabeza ladeada.
No estableció contacto visual con nadie. Arrastró los pies hasta el sofá y se derrumbó sobre él. Apoyó la barbilla sobre el pecho y estiró las piernas. La postura proporcionó a Lynley la oportunidad de examinar sus pies. Llevaba botas. El dibujo de las suelas era idéntico al del molde que la inspectora Ardery había hecho en Kent, incluida la cornisa de diente de perro deforme.
Lynley se presentó, y también a la sargento Havers. Escogió una butaca del tresillo. Havers se sentó en la otra. Jean Cooper se acomodó al lado de su hijo. Cogió un cenicero metálico de la mesita auxiliar y lo colocó sobre sus rodillas.
– ¿Quieres un cigarrillo? -preguntó a su hijo en voz baja.
– No -contestó el muchacho, y se apartó el pelo de los hombros. Ella extendió la mano como para ayudarle, pero se lo pensó mejor y la retiró.
– Hablaste con tu padre el miércoles -dijo Lynley.
Jimmy asintió, con los ojos concentrados en un punto intermedio entre sus rodillas y el suelo.
– ¿A qué hora fue?
– No me acuerdo.
– ¿Por la mañana? ¿Por la tarde? Teníais que volar a Grecia por la noche. Debió telefonear antes.
– Por la tarde, supongo.
– ¿A la hora de comer? ¿A la hora del té?
– Llevé a Stan al dentista -dijo su madre-. Papá debió telefonear entonces, Jim. Alrededor de las cuatro o cuatro y media.
– ¿Te parece correcto? -preguntó Lynley al chico, que movió los hombros a modo de respuesta. Lynley lo tomó como una afirmación-. ¿Qué dijo tu padre?
Jimmy tiró del hilo que estaba deshaciendo el borde de su camiseta.
– Solucionar algo -contestó.
– ¿Qué?
– Papá dijo que debía solucionar algo -contestó el chico con impaciencia. Su tono implicaba «cerdos estúpidos».
– ¿Aquel día?
– Sí.
– ¿Y el viaje?
– ¿Qué pasa con él?
Lynley preguntó qué había pasado con sus planes para el crucero. ¿Lo habían aplazado? ¿Lo habían cancelado de mutuo acuerdo?
Jimmy pareció reflexionar sobre la pregunta. Al menos, eso dedujo Lynley del movimiento de sus ojos. Por fin, dijo que su padre confesó que deberían aplazar unos días el viaje. Le telefonearía por la mañana, dijo. Harían planes nuevos.
– Y cuando no telefoneó por la mañana, ¿qué pensaste? -preguntó Lynley.
– No pensé nada. Era típico de papá. Decía que iba a hacer montones de cosas que nunca hacía. El crucero fue una de ellas. Me dio igual. Tampoco tenía ganas de ir, ¿verdad?
Para dar énfasis a su última pregunta, hundió el tacón de la bota en la alfombra beige. Debía hacerlo a menudo, porque la alfombra estaba desgastada y manchada en aquel sitio.
– ¿Y Kent? -preguntó Lynley.
El chico tiró del hilo. Se rompió. Sus dedos buscaron otro.
– Fuiste a la casa el miércoles por la noche -siguió Lynley-. Sabemos que estuviste en el jardín. ¿También estuviste en la casa?
Jean Cooper levantó la cabeza con brusquedad. Iba a tirar la ceniza del cigarrillo, pero se detuvo y extendió la mano hacia el brazo de su hijo. Este se apartó sin decir nada.
– ¿Fumas Embassy como tu madre, o las colillas que encontramos al final del jardín eran de otra marca?
– ¿Qué significa esto? -preguntó Jean Cooper.
– La llave del cobertizo de las macetas también ha desaparecido -dijo Lynley-. Si registramos tu cuarto, o te ordenamos que vacíes los bolsillos, ¿la encontraremos, Jimmy?
El pelo del muchacho había empezado a deslizarse sobre sus hombros, como si poseyera vida propia. Permitió que ocultara su cara.
– ¿Seguiste a tu padre hasta Kent, o te dijo él que iba allí? Dijo que debía solucionar algo. ¿Te dijo que estaba relacionado con Gabriella Patten, o lo diste por sentado?
– ¡Basta! -Jean aplastó el cigarrillo y dejó el cenicero metálico sobre la mesita auxiliar con violencia-. ¿Qué se ha creído? No tiene derecho a entrar en mi casa y hablar así a Jimmy. Carece de pruebas. Carece de testigos. Carece de…
– Al contrario -dijo Lynley. Jean cerró la boca. El detective se inclinó hacia delante-. ¿Quieres un abogado, Jimmy? Tu madre puede telefonear a uno, si quieres.
El chico se encogió de hombros.
– Señora Cooper -dijo Havers-, puede llamar a un abogado. Quizá tenga ganas de hacerlo.
La cólera parecía haber atenuado su amenaza anterior en ese sentido.
– No necesitamos un jodido abogado -siseó-. Mi Jim no ha hecho nada. Nada. Nada. Tiene dieciséis años. Es el hombre de esta familia. Cuida de sus hermanos. Kent no le interesa para nada. Estuvo aquí el miércoles por la noche. Estaba en la cama. Yo le vi.
– Jimmy -dijo Lynley-, hemos tomado moldes de dos huellas de pisadas que van a coincidir con las botas que llevas. Son Doc Martens, ¿verdad? -El chico no contestó-. Una huella estaba al fondo del jardín, donde saltaste la valla desde la dehesa contigua.
– Eso es absurdo -dijo Jeannie.
– La otra estaba en el camino peatonal que sale de Lesser Springburn. En la base de aquel portillo con escalones, cerca de las vías de tren.
Lynley contó el resto: las fibras de dril de algodón que coincidirían con las rodilleras desgarradas de los tejanos que llevaba, el aceite que manchaba las fibras, el aceite descubierto en los arbustos cercanos al ejido de Lesser Springburn. Esperaba que el chico reaccionara de alguna manera. Que rechazara las acusaciones, que intentara negarlas, que les proporcionara algo, por tenue que fuera, con qué trabajar. Pero Jimmy no dijo nada.
– ¿Qué estabas haciendo en Kent? -preguntó Lynley.
– ¡No le hable así! -gritó Jean-. ¡No estuvo en Kent! ¡Nunca estuvo!
– Eso no es cierto, señora Cooper. Me atrevería a decir que usted lo sabe.
– Fuera de esta casa. -Jean se puso en pie de un salto. Se interpuso entre Lynley y su hijo-. Fuera. Los dos. Ya han dicho bastante. Ya han hecho sus preguntas. Ya han visto al chico. Largo.
Lynley suspiró. Sentía un doble peso, por lo que sabía, por lo que necesitaba saber.
– Hemos de obtener respuestas, señora Cooper. Jimmy nos las puede dar ahora, o puede venir con nosotros y dárnoslas más tarde. En cualquier caso, va a tener que hablar con nosotros. ¿Quiere llamar a su abogado ahora?
– ¿Para quién trabaja usted, señor Sabelotodo? Dígame su nombre. Es a él a quién llamaré.
– Webberly -dijo Lynley-. Malcolm Webberly.
La mujer pareció sorprenderse por la colaboración de Lynley. Entornó los ojos y le escudriñó, debatiéndose entre mantenerse firme y coger el teléfono. Un truco, decía su expresión. Si salía de la sala para llamar, dejaría solo a su hijo, y lo sabía.
– ¿Su hijo tiene una moto? -preguntó Lynley.
– Una moto no demuestra nada.
– ¿Podemos verla, por favor?
– Es un trozo de herrumbre. No podría llegar ni a la Torre de Londres. No podría ir a Kent en esa moto. No podría.
– No estaba delante de la casa -dijo Lynley-. ¿Está detrás?
– He dicho…
Lynley se levantó.
– ¿Pierde aceite, señora Cooper?
Jeannie enlazó las manos ante ella, como en una actitud de súplica. Empezó a retorcerlas. Cuando Havers también se levantó de la silla, Jean paseó la mirada entre ellos, como si considerara la posibilidad de huir. Detrás, su hijo se levantó.
Entró en la cocina. Oyeron que abría una puerta de goznes mal engrasados.
– ¡Jim! -gritó Jean, pero no contestó.
Lynley y Havers le siguieron, con su madre pisándoles los talones. Cuando alcanzaron al chico, estaba abriendo la puerta de un pequeño cobertizo situado al final del jardín. Al lado, un portal daba a lo que parecía un paseo que corría entre las casas de Cárdale Street y las de la calle de detrás.
Mientras miraban, Jimmy Cooper sacó la moto del cobertizo. Se sentó, puso en marcha el motor, dejó que marchara en vacío, lo apagó. Lo hizo todo sin mirarles. Después, se apartó a un lado, con la mano derecha aferrando el codo izquierdo, el peso apoyado sobre la cadera izquierda, mientras Lynley se agachaba para examinar la máquina.