La moto estaba como Jean Cooper había dicho, oxidada en gran parte. Había sido roja en una época lejana, pero el color se había oxidado con el tiempo y había dejado manchas oscuras que, al mezclarse con la herrumbre, parecían costras. Sin embargo, el motor aún funcionaba. Cuando Lynley la puso en marcha, lo hizo a la primera. Apagó el motor y dejó la moto apoyada sobre el pedal.
– Ya se lo he dicho -repitió Jean-. Es un montón de herrumbre. La utiliza por Cubitt Town. Sabe que no puede ir más lejos. Me hace recados. Va a ver a su abuela, que vive en Millwall Park, y…
– Señor. -La sargento Havers estaba agachada al otro lado de la moto para examinarla. Levantó un dedo y Lynley vio que tenía el extremo manchado de aceite, como una ampolla de sangre-. Tiene un escape -añadió innecesariamente, mientras otra gota de aceite caía sobre el hormigón del camino, donde Jimmy la había aparcado.
Habría debido sentirse reivindicado, pero Lynley solo experimentó pesar. Al principio, no entendió por qué. El chico era hosco, poco comunicativo y sucio, un gamberro que debía llevar años buscando problemas. Ya los había encontrado, quedaría fuera de juego, pero Lynley no se sentía nada complacido. Un momento de reflexión le explicó el motivo. Tenía la edad de Jimmy cuando se enemistó con uno de sus padres. Sabía lo que era odiar y querer con igual fuerza a un adulto incomprensible.
– Sargento, por favor -dijo. Se acercó al portal y estudió su madera mientras Havers leía sus derechos a Jimmy Cooper.
Capítulo 16
Le sacaron por delante, lo cual proporcionó a periodistas y fotógrafos cantidad de material para los periódicos del día siguiente, que sería manipulado con todo cuidado para revelar lo máximo posible mediante insinuaciones, sin dejar de proteger los derechos de todos los implicados. En cuanto Lynley abrió la puerta e indicó a Jimmy Cooper que le precediera, con la cabeza del muchacho colgando hacia delante como si fuera una marioneta y las manos enlazadas delante de él, como si ya fuera esposado, gritos exaltados surgieron del pequeño ejército de periodistas. Se abrieron paso entre los coches aparcados a lo largo del bordillo, grabadoras y libretas en ristre. Los fotógrafos empezaron a tirar fotos, mientras los periodistas ladraban preguntas.
– ¿Una detención, inspector?
– ¿Este es el hijo mayor?
– ¡Jimmy! ¡Tú, Jim! ¿Alguna declaración, muchacho?
– ¿Cuál fue la causa? ¿Celos, dinero?
Jimmy agachó la cabeza a un lado.
– Que os den por el culo a todos -murmuró, y se tambaleó cuando la punta de una bota tropezó con una parte irregular de la acera. Lynley le cogió del brazo para enderezarle. Las cámaras se esforzaron por inmortalizar el momento.
– ¡Largúense todos!
El grito procedía de la puerta, donde estaba Jean Cooper con sus demás hijos, que miraban por debajo de sus brazos. Las cámaras destellaron en su dirección. Empujó a Stan y Sharon hacia la sala de estar. Salió corriendo de la casa y agarró el brazo de Lynley. Las cámaras dispararon y zumbaron.
– Déjele en paz -gritó.
– No puedo -contestó Lynley en voz baja-. Si no quiere hablar con nosotros, no nos queda otra alternativa. ¿Quiere venir usted también? Está en su derecho, señora Cooper. Es menor de edad.
La mujer se pasó las manos por los costados de su camiseta, demasiado grande para ella. Desvió la vista hacia la casa, donde los dos niños les miraban desde la ventana de la sala de estar. Debió pensar sin duda en lo que pasaría si les dejaba solos, al alcance de la prensa.
– Antes he de telefonear a mi hermano -dijo.
– No quiero que ella venga -dijo Jimmy.
– ¡Jim!
– Ya está dicho.
Se echó el pelo hacia atrás, comprendió su error cuando los fotógrafos capturaron su cara desprotegida, y volvió a bajar la cabeza.
– Tienes que dejarme…
– No.
Lynley era consciente de la carnaza que estaban proporcionando a los periodistas, los cuales escuchaban con tanta avidez como tomaban notas. Era demasiado pronto para que los periódicos confeccionaran un artículo que incluyera el nombre de Jimmy, y sus directores, gobernados por el Acta del Desacato al Tribunal, se cuidarían mucho de publicar una fotografía identificable que pudiera perjudicar un juicio y llevarles a todos al trullo durante dos años. De todos modos, los periódicos utilizarían lo que pudieran y cuando pudieran.
– Telefonee a su abogado si quiere, señora Cooper -dijo en voz baja-. Que se reúna con nosotros en el Yard.
– ¿Quién se cree que soy? ¿Una jovencita de Knightsbridge? Yo no tengo un jodido… ¡Jim! ¡Jim! Déjame venir.
Jimmy miró a Lynley por primera vez.
– No quiero que venga. Si ella viene, no hablaré.
– ¡Jimmy! -aulló su madre. Giró en redondo y volvió dando tumbos a la casa.
Los periodistas interpretaron de nuevo el papel de coro griego.
– ¿Un abogado? Entonces, se trata de un sospechoso definitivo.
– ¿Desea confirmarlo, inspector? ¿Podemos asumir…?
– ¿La policía de Maidstone ha colaborado por completo?
– ¿Han recibido ya el informe de la autopsia?
– Vamos, inspector, díganos algo, por el amor de Dios.
Lynley no les hizo caso. Havers abrió el portal. Se abrió paso entre ellos y practicó un camino para Lynley y el chico. Los periodistas y fotógrafos les siguieron hasta el Bentley. Cuando sus preguntas siguieron sin obtener respuesta, alzaron el tono de voz y alternaron los temas, desde «¿Ha obtenido una declaración?» hasta «¿Mataste a tu padre, muchacho?». El alboroto provocó que los vecinos salieran a sus jardines. Los perros empezaron a ladrar.
– Jesús -masculló Havers-. Cuidado con la cabeza -advirtió a Jimmy cuando Lynley abrió la puerta trasera del coche. Cuando el muchacho entró y los periodistas se apretujaron alrededor de la ventanilla para plasmar cualquier expresión de su cara, Jean Cooper se abrió paso entre ellos. Agitaba una bolsa de los almacenes Tesco en la mano. Lynley se puso rígido.
– ¡Cuidado, señor! -gritó Havers, y avanzó como para interponerse.
Jean apartó de un empujón a un periodista.
– Cabrón -gritó a otro. Tiró la bolsa a Lynley-. Escúcheme. Si hace daño a mi hijo… Si se atreve a tocarle… -Su voz se quebró. Apretó los nudillos contra la boca-. Conozco mis derechos. Tiene dieciséis años. No le haga ni una pregunta sin un abogado delante. Ni siquiera le pida que deletree su nombre. -Se inclinó hacia delante y chilló por la ventanilla subida del Bentley-. Jimmy, no hables con nadie hasta que llegue el abogado. ¿Me has oído, Jim? No hables con nadie.
Su hijo clavó la vista en el frente. Jean gritó su nombre.
– Nosotros podemos encargarnos de encontrar un abogado, señora Cooper -dijo Lynley-. Si eso le sirve de ayuda.
La mujer se enderezó y echó la cabeza hacia atrás, en un movimiento parecido al de su hijo.
– No me gusta su clase de ayuda.
Retrocedió entre los fotógrafos y periodistas. Se puso a correr cuando la siguieron.
Lynley tendió la bolsa de Tesco a Havers. Iban en dirección a Manchester Road cuando ella la abrió. Investigó su contenido.
– Una muda. Dos trozos de pan con mantequilla. Un libro de navegación a vela. Unas gafas. -Se removió en su asiento cuando pasó la bolsa a Jimmy-. ¿Quieres las gafas?
El chico la miró con una expresión que decía «olvídame» y desvió la vista.
Havers dejó caer las gafas en la bolsa, la puso en el suelo.
– Muy bien -dijo, mientras Lynley cogía el teléfono del coche y marcaba el número de New Scotland Yard. Localizó al agente Nkata en la sala de incidentes, donde el ruido de fondo de teléfonos y conversaciones le reveló que algunos oficiales, al menos, habían vuelto de investigar los movimientos de los principales sospechosos el miércoles por la noche.