– ¿Qué tenemos? -preguntó.
– Kensington ha llamado. Ningún cambio, tío. Su señora Whitelaw continúa limpia.
– ¿Cuál es el informe?
– Staffordshire Terrace está lleno de edificios reconvertidos. ¿Lo sabía, inspector?
– He estado en la calle, Nkata.
– Cada edificio tiene seis, siete pisos. Cada piso tiene tres, cuatro ocupantes.
– Esto empieza a parecer el lamento del agente detective.
– Lo único que quiero decir, tío, es que esa mujer está limpia. Hablamos con todo bicho viviente que pudimos encontrar en cada piso. Nadie de Staffordshire Terrace pudo decir que había salido la semana pasada.
– Lo cual no dice mucho sobre su sentido de la observación, ¿verdad? Teniendo en cuenta que ayer por la mañana salió con nosotros.
– Pero si se marcha a Kent a medianoche o así, utilizará el coche, ¿vale? No pedirá un taxi y le dirá que espere mientras provoca el incendio. No tomará un autobús. No tomará el tren. A esa hora no. Por eso está limpia.
– Continúa.
– Tiene el coche aparcado en un garaje detrás de la casa, en un callejón llamado…, aquí está, Phillips Walk. Bien, según los chicos que han estado allí esta mañana, nueve décimas partes de Phillips Walk son edificios remozados.
– ¿Casas individuales?
– Exacto. Amontonadas como putas en King's Cross. Con ventanas arriba y ventanas abajo. Todas abiertas el miércoles por la noche, porque hace buen tiempo.
– ¿Debo suponer que nadie vio salir a la señora Whitelaw? ¿Que nadie oyó ponerse en marcha su coche?
– Y el miércoles por la noche, el bebé de la casa que hay frente al garaje estuvo despierto hasta las cuatro de la mañana, enfermito sobre el hombro de mamá. Mamá habría oído el coche, puesto que pasó la noche paseando frente a las ventanas, intentando calmar al monstruo. Nada de nada. A menos que la señora Whitelaw saliera levitando por el tejado, está limpia, inspector. Lo siento si eso representa otro callejón sin salida.
– Da igual. La noticia no me sorprende. Otro de los implicados ya le ha proporcionado una coartada.
– ¿La había elegido como culpable?
– No particularmente, pero nunca me ha gustado dejar cabos sueltos.
Antes de terminar la llamada dijo a Nkata que tuviera preparada una sala de interrogatorios e informara a la oficina de prensa de que un chico de dieciséis años del East End iba a colaborar con la policía en sus investigaciones. Colgó el teléfono y el resto del trayecto hasta New Scotland Yard se realizó en silencio.
Los periodistas de la Isla de los Perros habían llamado a los colegas que acechaban en Victoria Street, porque cuando Lynley dirigió el coche a la entrada que tenía New Scotland Yard en Broadway, el Bentley quedó rodeado de inmediato. Entre la multitud apretujada que gritaba preguntas y empujaba cámaras hacia el asiento trasero, los telediarios estaban representados por cámaras agresivos que se abrían paso a codazos entre los demás.
– Mierda -masculló Lynley-. Baja la cabeza, Jim -dijo, y avanzó centímetro a centímetro hacia el quiosco y la entrada del aparcamiento subterráneo. Llegaron al quiosco a costa de cien o más fotógrafos e incontables metros de cinta de vídeo, que sin duda aparecerían en todas las cadenas de televisión antes de que terminara el día.
Durante todo el rato, la única reacción de Jimmy Cooper fue ocultar la cara a las cámaras. No demostró interés ni nerviosismo mientras Lynley y Havers le escoltaban hasta el ascensor, y después por un pasillo tras otro. Una oficial de prensa les acompañó durante un minuto, libreta en mano.
– Hemos comunicado la noticia, inspector -dijo innecesariamente, teniendo en cuenta el tumulto-. Un muchacho. Dieciséis años de edad. Del East End. -Dirigió una rápida mirada a Jimmy-. ¿Algo que añadir? ¿El colegio del chico? ¿Número de hermanos y hermanas? ¿Alusiones veladas a la familia? ¿Algo de Kent?
Lynley negó con la cabeza.
– De acuerdo -dijo el oficial-. Nuestros teléfonos suenan como alarmas de incendio. Me dirá algo más cuando pueda, ¿verdad?
Se esfumó sin aguardar la respuesta.
El agente Nkata se reunió con ellos en la sala de interrogatorios, donde ya habían dispuesto la grabadora y las sillas, dos a cada lado de una mesa con patas metálicas, dos más apoyadas contra las paredes.
– ¿Quiere que le tomemos las huellas? -preguntó.
– Aún no -contestó Lynley. Indicó la silla en que el chico debía sentarse-. ¿Quieres que charlemos un momento, Jimmy, o prefieres esperar a que tu madre envíe un abogado?
Jimmy se derrumbó en la silla, con las manos aferradas al extremo de la camiseta.
– Da igual.
– Avísanos cuando llegue -dijo Lynley a Nkata-. Charlaremos hasta entonces.
La expresión de Nkata comunicó a Lynley que había recibido el mensaje. Obtendrían todo lo posible del muchacho antes de que el abogado llegara para amordazarle indefinidamente.
Lynley conectó la grabadora, dijo la fecha y la hora, y recitó la lista de las personas presentes en la sala: él, la sargento Havers y James Cooper, hijo de Kenneth Fleming.
– ¿Quieres que esté presente un abogado, Jimmy? -repitió-. ¿Quieres que esperemos? -El muchacho se encogió de hombros-. Has de contestar.
– No necesito ningún jodido abogado, ¿vale? No quiero ninguno.
Lynley se sentó delante del chico. La sargento Havers se encaminó hacia una de las sillas pegadas a la pared. Lynley oyó que rascaba una cerilla y olió el humo del cigarrillo un segundo más tarde. Los ojos de Jimmy se posaron un momento en Havers con ansiedad, y luego se desviaron. Lynley saludó mentalmente a su sargento. A veces, su vicio era muy útil.
– Fuma si quieres -dijo al chico. La sargento Havers tiró las cerillas sobre la mesa.
– ¿Quieres un cigarrillo? -preguntó Barbara a Jimmy. Este negó con la cabeza, pero sus pies se agitaron inquietos sobre el suelo, y sus dedos continuaron pellizcando la camiseta.
– Es difícil hablar delante de tu madre -dijo Lynley-. Su intención es buena, pero es una madre, ¿verdad? Les gusta estar presentes en las conversaciones. Les gusta estar siempre por en medio.
Jimmy se pasó un dedo por debajo de la nariz. Su mirada se desvió hacia la caja de cerillas, y luego se apartó.
– Tampoco suelen respetar la intimidad -siguió Lynley-. La mía no lo hacía, al menos. Les cuesta mucho reconocer que un niño se ha convertido en hombre.
Jimmy levantó la cabeza lo suficiente para apartarse el pelo de la cara. Aprovechó el movimiento para mirar subrepticiamente a Lynley.
– Es lógico que no quisieras hablar delante de ella. Tendría que haberlo comprendido, porque bien sabe Dios que yo no quería hablar delante de mi madre. No te concede mucha amplitud de movimientos, ¿verdad?
Jimmy se rascó el brazo. Se rascó el hombro. Volvió a tironear de la camiseta.
– Espero que nos ayudes a aclarar algunos detalles. No estás detenido. Has venido para ayudarnos. Sabemos que estuviste en Kent, en la casa. Suponemos que estuviste el miércoles por la noche. Nos gustaría saber por qué. Nos gustaría saber cómo llegaste allí. Nos gustaría saber a qué hora llegaste y a qué hora te marchaste. ¿Puedes ayudarnos?
Lynley oyó que Havers inhalaba, y después el humo de su cigarrillo flotó hacia ellos. Una vez más, Lynley explicó con precisión las pruebas que apoyaban la presencia del chico en Kent.
– ¿Seguiste a tu padre? -concluyó.
Jimmy tosió. Levantó las patas delanteras de la silla un par de centímetros.
– ¿Intuíste que había ido allí? Dijo que debía solucionar algo. ¿Parecía disgustado? ¿Angustiado? ¿Te dijo que iba a encontrarse con Gabriella Patten?