Jimmy bajó las patas de la silla.
– Hacía poco que se había reunido con un abogado. Para divorciarse de tu madre. Ella debió disgustarse. Puede que la hayas visto llorar y preguntado por qué. Puede que hablara contigo. Puede que te dijera…
– Yo lo hice. -Jimmy levantó por fin la vista. Sus ojos de color avellana estaban inyectados en sangre, pero miró a Lynley sin pestañear-. Yo lo hice. Me cargué a ese jodido bastardo. Merecía morir.
Lynley oyó que la sargento Havers se removía. Jimmy sacó la mano del bolsillo y dejó una llave sobre la mesa. Como Lynley no hizo comentarios, preguntó:
– Esto era lo que quería, ¿no?
Sacó cigarrillos del otro bolsillo, un paquete aplastado de JPS, del cual logró extraer uno, roto en parte. Lo encendió con las cerillas de la sargento Havers. Tuvo que repetir la operación cuatro veces para conseguirlo.
– Hablame de ello -dijo Lynley.
Jimmy aspiró una profunda bocanada de humo, sosteniendo el cigarrillo entre el índice y el pulgar.
– Papá pensaba que era Dios. Pensaba que podía hacer lo que le diera la gana.
– ¿Le seguiste hasta Kent?
– Le seguía a todas partes. Cuando me pasaba por las pelotas.
– ¿En la moto? ¿Aquella noche?
– Sabía dónde vivía. Ya había estado antes. El muy cabrón pensaba que podía arreglarlo todo con buenas palabras, aunque nos estuviera dando por el culo.
– ¿Qué pasó aquella noche, Jimmy?
Fue a Lesser Springburn, dijo Jimmy, porque su padre le había mentido y quería pillarle con las manos en la masa y restregarle la mentira por su cara de bastardo. Dijo que debían aplazar sus vacaciones porque había un asunto relacionado con el criquet que no podía desatender, un asunto urgente. Algo relacionado con los partidos internacionales, las Cenizas, un lanzador inglés, un partido amistoso en algún sitio… Jimmy no se acordaba y le daba igual, porque no había creído la mentira ni un momento.
– Fue por ella. Estaba en Kent. Le había telefoneado para decirle que se lo quería follar a base de bien, como nunca antes, quería darle algo que recordaría mientras estuviera en Grecia conmigo, y él no pudo esperar. Por eso fue a verla. Salido como un perro.
No fue directamente a Celandine Cottage, dijo Jimmy, porque quería sorprenderles. No quería correr el riesgo de que oyeran la moto. No quería que le vieran en el camino particular. Dejó atrás el desvío de Springburn. Road y siguió hasta el pueblo. Aparcó detrás del pub y escondió la moto entre los arbustos que bordeaban el ejido. Fue a pie por el camino.
– ¿Cómo conocías el camino peatonal? -preguntó Lynley.
Habían ido allí de niños, ¿no? Cuando su padre se mudó mientras jugaba en el equipo de Kent. Iban los fines de semana. Shar y él iban a explorar. Los dos conocían el camino. Todo el mundo conocía el camino.
– ¿Qué pasó aquella noche en la casa? -preguntó Lynley.
Saltó el muro contiguo a la casa, explicó, el que daba a la dehesa perteneciente al granjero de la parte este. Lo siguió hasta llegar a la esquina de la propiedad que pertenecía a Celandine Cottage. Trepó a la verja, saltó el seto y cayó al final del jardín.
– ¿Qué hora era?
No lo sabía. Fue después de que cerrara el pub de Lesser Springburn, porque no había coches en el aparcamiento cuando llegó. Se quedó al fondo del jardín y pensó en ellos.
– ¿En quiénes?
En ella, dijo. En la rubia. Y en su padre. Confió en que estuvieran disfrutando del polvo. Confió en que estuvieran sudando como energúmenos, porque decidió en aquel momento que iba a ser el último.
Sabía dónde guardaba la copia de la llave, en el cobertizo de las macetas, debajo del pato de barro. Fue a buscarla. Abrió la puerta de la cocina. Prendió fuego a la butaca. Corrió a buscar la moto y volvió a casa.
– Quería que murieran los dos. -Aplastó el cigarrillo en el cenicero y escupió una hebra de tabaco sobre la mesa-. Ya me encargaré de esa vaca después. Ya lo verá.
– ¿Cómo sabías que tu padre estaba allí? ¿Le seguiste cuando marchó de Kensington?
– No fue necesario, ¿vale? Bien que le encontré.
– ¿Viste su coche? ¿Estaba aparcado delante de la casa, o en el camino particular?
Jimmy le miró con incredulidad. El coche era más precioso para su padre que su santa polla. No lo dejaría fuera, con un garaje a mano. El chico rebuscó en su paquete de cigarrillos y logró extraer otro arrugado. Lo encendió sin la menor dificultad. Vio a su padre a través de la ventana de la cocina, dijo, antes de que apagara las luces y subiera a tirársela.
– Cuéntame lo del fuego -dijo Lynley-. El de la butaca.
¿Qué quería saber?, preguntó Jimmy.
– Dime cómo lo encendiste.
Utilizó un cigarrillo. Lo encendió. Lo encajó en la jodida butaca. Salió por la cocina y volvió a casa.
– Vayamos paso por paso, si te parece. ¿Estabas fumando un cigarrillo en aquel momento?
No, claro que no. ¿Qué se creía la bofia? ¿Que era un panoli?
– ¿Era uno de esos, un JPS?
– Sí, exacto. Un JPS.
– ¿Lo encendiste? ¿Quieres enseñarme cómo, por favor?
Jimmy separó un poco la silla de la mesa.
– ¿Qué quiere que le enseñe? -preguntó con brusquedad.
– Cómo encendiste el cigarrillo.
– ¿Por qué? ¿Nunca ha encendido uno?
– Me gustaría ver cómo lo hiciste.
– ¿Cómo cono supone que lo encendí?
– No lo sé. ¿Utilizaste un encendedor?
– Claro que no. Cerillas.
– ¿Como esas?
Jimmy apuntó con la barbilla a Havers. Su expresión proclamaba «no me pillarás».
– Esas son de ella.
– Ya lo sé. Pregunto si utilizaste una carterita de cerillas, ya que no utilizaste encendedor.
El chico bajó la cabeza. Concentró su atención en el cenicero.
– ¿Eran las cerillas como estas? -insistió Lynley.
– Que le den por el culo -murmuró Jimmy.
– ¿Las llevabas encima, o eran cerillas de la casa?
– Se lo merecía -dijo Jimmy, como si hablara solo-. Ya lo creo que se lo merecía, y ella será la siguiente. Ya lo verá.
Alguien llamó a la puerta de la sala de interrogatorios. La sargento Havers fue a abrirla. Siguió un murmullo de conversaciones. Lynley observó a Jimmy Cooper en silencio. La cara del muchacho, lo que Lynley podía ver de ella, había adoptado una expresión de indiferencia, como moldeada en hormigón. Lynley se preguntó qué gradó de dolor, culpabilidad y pena eran necesarios para fingir tanta indiferencia.
– Señor -llamó Havers desde la puerta. Lynley se acercó. Nkata estaba en el pasillo-. Informes de la Isla de los Perros y Little Venice. Están en la sala de incidencias. ¿Voy a ver qué hay?
Lynley negó con la cabeza.
– Dale al chico algo de comer -dijo a Nkata-. Tómale las huellas. Mira a ver si entrega los zapatos voluntariamente. Supongo que sí. También necesitaremos una muestra de ADN.
– Será complicado -dijo Nkata.
– ¿Ha llegado ya su abogado?
– Aún no.
– Entonces, intenta que lo haga voluntariamente antes de soltarle.
– ¿Soltarle? -exclamó Havers-. Pero, señor, acaba de decirnos…
– En cuanto llegue su abogado -continuó Lynley, como si Havers no hubiera hablado.
Nkata concluyó el pensamiento.
– Tenemos problemas.
– Actúa con rapidez -dijo Lynley antes de que Nkata entrara-, pero procura que el chico ncrpierda la calma.
– De acuerdo.
Nkata entró en la sala de interrogatorios. Lynley y Havers se encaminaron a la sala de incidencias. La habían dispuesto cerca del despacho de Lynley. Mapas, fotografías y planos colgaban de las paredes. Había expedientes diseminados sobre los escritorios. Seis agentes detectives (cuatro hombres, dos mujeres) trabajaban en los teléfonos, en los archivos y en una mesa circular cubierta de periódicos.
– Isla de los Perros -dijo Lynley cuando entró en la sala, y tiró su chaqueta sobre el respaldo de una silla.