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Contestó una de las agentes, con un teléfono apoyado sobre el hombro, mientras esperaba a que alguien contestara al otro extremo.

– El chico entra y sale toda la noche, casi todos los días de la semana. Tiene una moto. Sale por atrás y arma un cirio en el camino que separa las casas, acelera, toca la bocina, todo eso. Los vecinos no pueden jurar que salió el miércoles por la noche, porque sale casi todas las noches y una noche se parece mucho a otra. Tal vez estaba, tal vez no, con más posibilidades a favor del sí.

Su compañero, un agente vestido con tejanos descoloridos y sudadera, añadió:

– Es una auténtica pesadilla. Peleas con los vecinos.

Chulea a chicos más pequeños. Contesta con insolencia a su madre.

– ¿Qué hay de su madre?

– Trabaja en el mercado de Billingsgate. Va a trabajar a eso de las cuatro menos cuarto de la mañana. Vuelve alrededor de mediodía.

– ¿El miércoles por la noche? ¿El jueves por la mañana?

– El único ruido que hace es encender el motor del coche -dijo la agente-. Los vecinos no pudieron decirnos gran cosa sobre ella cuando preguntamos acerca del miércoles. Fleming la visitaba con regularidad. Todas las personas con quienes hablamos lo confirmaron.

– ¿Para ver a los niños?

– No. Aparecía a eso de la una de la tarde, cuando los crios no estaban en casa. Sé quedaba unas dos horas o más. Estuvo a principios de semana, por cierto. El lunes o el martes.

– ¿Trabajó Jean el jueves?

La agente hizo un gesto con el teléfono.

– Estoy en ello. Hasta el momento, no he podido localizar a alguien que nos lo pudiera decir. Billingsgate está cerrado hasta mañana.

– Dijo que el miércoles por la noche estaba en casa -dijo Havers a Lynley-, pero no hay nadie que pueda confirmarlo, porque estaba sola con los chicos. Y estaban dormidos.

– ¿Qué hay de Little Venice? -preguntó Lynley.

– Bingo -dijo otro de los agentes. Estaba sentado ante la mesa con su compañero, los dos vestidos de domingueros para no destacar en la zona-. Faraday se fue de la barcaza alrededor de las diez y media del miércoles por la noche.

– Ya lo admitió ayer.

– Pero hay algo más, señor. Olivia Whitelaw iba con él. Dos vecinos diferentes se fijaron porque es todo un número sacar a la Whitelaw de la barcaza.

– ¿Hablaron con alguien?

– No, pero la salida fue peculiar por dos motivos. -Utilizó el pulgar para el primero, el índice para el segundo-. Uno, no se llevaron a los perros, lo cual es anormal según han reconocido todos los testigos. Dos… -el hombre sonrió, exhibiendo un amplio hueco en los dientes delanteros-, según un tío llamado Bidwell, no volvieron a casa hasta pasadas las cinco de la mañana. Es cuando él llegó de una exposición de arte en Windsor, que acabó en una fiesta que se transformó en lo que Bidwell llamó «una bacanal como la copa de un pino, pero no se lo digan a mi mujer, por favor».

– Un giro de los acontecimientos muy interesante -dijo Havers a Lynley-. Por una parte, una confesión. Por otra, una serie de mentiras cuando no son necesarias. ¿Qué deduce usted, señor?

– Vamos a preguntárselo.

Nkata y un segundo agente se quedaron para ocuparse de los teléfonos, con la orden de que Jimmy Cooper fuera entregado a su abogado en cuanto llegara. El muchacho se había despojado de sus Doc Martens a petición de Nkata, y había pasado el mal trago de que le tomaran las huellas dactilares y fotografías. Cuando le pidieron como si tal cosa unos pocos cabellos, alzó un hombro sin palabras. O no comprendió la implicación de lo que le estaba pasando, o le daba igual. Recogieron sus cabellos, los guardaron en una bolsa y la etiquetaron.

Pasaban de las siete cuando Lynley y Havers cruzaron el puente de "Warwick Avenue y doblaron por Blomfield Road. Encontraron un hueco para aparcar al pie de una de las elegantes villas victorianas que dominaban el canal, y caminaron a buen paso por la acera.

Descendieron los peldaños que conducían a Browning's Pool.

No había nadie en la cubierta de la barcaza de Faraday, aunque la puerta de la cabina estaba abierta y el sonido de una radio o una televisión, combinado con ruidos de cocina, se oía abajo. Lynley repiqueteó con los dedos sobre el mirador de madera y llamó a Faraday. Apagaron la radio o la televisión a toda prisa, interrumpiendo la frase:

«…a Grecia con su hijo, que cumplía dieciséis años el viernes…».

Un momento después, la cara de Chris Faraday apareció en la cabina. Su cuerpo bloqueó la escalera. Entornó los ojos cuando vio que era Lynley.

– ¿Qué pasa? -preguntó-. Estoy preparando la cena.

– Hemos de aclarar algunos puntos -contestó Lynley, y bajó de la cubierta a la escalera.

Faraday levantó una mano cuando Lynley empezó a bajar.

– Eh, ¿no puede esperar?

– Será breve.

Faraday exhaló un suspiro y se apartó.

– Veo que han estado decorando -dijo Lynley, en referencia a la colección de carteles que colgaban al azar de las paredes de pino de la cabina-. Ayer no estaban, ¿verdad? Por cierto, le presentó a mi sargento, Barbara Havers.

Examinó los carteles, y se fijó especialmente en un curioso mapa de Gran Bretaña, dividido en sectores muy poco habituales.

– ¿Qué pasa? -preguntó Faraday-. Tengo la cena en el fuego. Se va a quemar.

– En ese caso, debería bajar un poco el fuego. ¿Está la señorita Whitelaw? Nos gustaría hablar con ella también.

Dio la impresión de que Faraday iba a protestar, pero volvió la cabeza y desapareció en la cocina. Oyeron que una puerta se abría al otro lado y el murmullo de su voz.

– ¡Chris! -contestó ella-. ¿Qué dices? ¡Chris!

El joven dijo algo más. El ladrido de los perros ahogó la respuesta de su compañera. Se oyeron más ruidos: tintineos metálicos, un cuerpo al arrastrarse, el roce de uñas caninas sobre el suelo de linóleo.

Al cabo de dos minutos, Olivia Whitelaw salió a su encuentro, medio arrastrándose, con el peso apoyado en el andador y la cara demacrada. Faraday se movía en la cocina, manipulando ollas y tapas de ollas, cerrando alacenas y ordenando a los perros que se apartaran.

– ¡Fuera! ¡Malditos sean!

– Tranquilo, Chris -dijo Olivia, sin apartar la mirada de Havers, que estaba leyendo los carteles.

– Me había acostado un poco -dijo Olivia a Lynley-. ¿Qué desea que no puede esperar?

– Su historia del miércoles por la noche no está clara. Por lo visto, han olvidado algunos detalles.

– ¿Qué coño…?

Faraday salió de la cocina, seguido por los perros y con un paño en las manos, que estaba secando. Lo tiró sobre la mesa de comer y aterrizó sobre uno de los platos ya dispuestos. Se colocó al lado de Olivia y quiso ayudarla a sentarse.

– Puedo hacerlo yo -replicó ella con brusquedad, y se acomodó. Empujó el andador a un lado. El pachón lo esquivó con un ladrido. El otro y él se enfrascaron en investigar los zapatos de la sargento Havers.

– ¿El miércoles por la noche? -dijo Faraday.

– Sí. El miércoles por la noche.

Faraday y Olivia intercambiaron una mirada.

– Ya se lo dije. Fui a una fiesta en Clapham.

– Sí. Hábleme más de esa fiesta.

Lynley apoyó su peso sobre el brazo de la silla opuesta a la de Olivia. Havers escogió el taburete contiguo al banco de trabajo. Abrió su libreta y buscó una página en blanco.

– ¿Qué quiere saber?

– ¿Para quién era la fiesta?

– Para nadie. Un grupo de tíos reunidos para desfogarse un poco.

– ¿Quiénes son esos tíos?

– ¿Quiere saber sus nombres? -Faraday se masajeó la nuca, como si la tuviera rígida-. De acuerdo. -Frunció el entrecejo y empezó a recitar poco a poco los nombres. De vez en cuando vacilaba y añadía algo como-: Ah, sí. También había un tío llamado Geoff. No le conocía.