– ¿Cuál es la dirección de Clapham?
Orlando Road, dijo. Se acercó al banco de trabajo y extrajo un listín de entre una colección de volúmenes manoseados. Pasó las páginas y leyó las direcciones.
– Un tío llamado David Prior vive ahí. ¿Quiere su número?
– Por favor.
Faraday lo recitó. Havers lo apuntó. Faraday tiró el listín junto con los demás volúmenes y volvió al lado de Olivia. Se sentó en la silla contigua.
– ¿Había mujeres en esa fiesta? -preguntó Lynley.
– Era solo para hombres. Las mujeres no se habrían divertido mucho. Era una fiesta de esa clase, ya sabe.
– ¿De qué clase?
Faraday miró con inquietud a Olivia.
– Vimos algunas películas. Eso, unos cuantos tíos que se reúnen para beber, armar barullo, echar una cana al aire. Nada importante.
– ¿No había mujeres presentes? ¿Ninguna?
– No. No les habría gustado ver esas cosas.
– ¿Pornografía?
– Yo no diría tanto. Era más artístico que todo eso, en realidad. -Olivia le miró sin pestañear. Faraday sonrió-. Livie, ya sabes que no fue nada. La niñera traviesa. La niñita de papá. El Buda de Bangkok.
– ¿Fueron esas las películas? -aclaró Havers, con el lápiz inclinado.
Al ver que estaba tomando nota, Faraday recitó el resto, aunque sus mejillas se ruborizaron un poco más.
– Las conseguimos en Soho -dijo cuando terminó-. Hay un videoclub en Berwick Street.
– Y no había mujeres -dijo Lynley-. ¿Está seguro? ¿En ningún momento de la noche?
– Pues claro que estoy seguro. ¿Por qué insiste en preguntarlo?
– ¿A qué hora llegó a casa?
– ¿A casa? -Faraday dirigió a Olivia una mirada interrogativa-. Ya se lo dije. Tarde. No lo sé. Pasadas las cuatro.
– ¿Y usted se quedó aquí sola? -preguntó Lynley a Olivia-. No salió. No oyó volver al señor Faraday.
– Exacto, inspector. Si no le importa, ¿podemos cenar ya?
Lynley abandonó su silla y se acercó a la ventana, donde ajustó las persianas para dedicar un largo escrutinio a Browning's Island, al otro lado del estanque.
– No había mujeres en la fiesta -dijo.
– ¿Qué pasa? -dijo Faraday-. Ya se lo he dicho.
– ¿La señorita Whitelaw no fue?
– Creo que aún se me puede considerar una mujer, inspector -dijo Olivia.
– Entonces, ¿dónde fueron usted y el señor Faraday a las diez y media del miércoles por la noche? Más importante aún, ¿de dónde venían cuando regresaron alrededor de las cinco de la madrugada? Si no estuvo en… ¿Dijo que era una fiesta solo para hombres?
Ninguno de los dos habló. Uno de los perros, el de tres patas, se puso en pie y cojeó en dirección a Olivia. Apoyó su cabeza deforme en la rodilla de la joven. Olivia bajó la mano y la apoyó con flaccidez.
Faraday no miró ni a la policía ni a Olivia. Extendió la mano hacia el andador que Olivia había empujado a un lado. Lo enderezó, recorrió con la mano el marco de aluminio. Por fin, dirigió una mirada a Olivia, como indicando que la decisión de aclarar la situación o seguir mintiendo dependía de ella.
– Bidwell -masculló Olivia-. Ese metomentodo. -Volvió la cabeza hacia Faraday-. Me he dejado los cigarrillos en la cama. ¿Quieres…?
– Sí.
Dio la impresión de que Faraday se alegraba de salir de la habitación, siquiera por el breve tiempo que tardaría en ir a buscar los cigarrillos. Volvió con un paquete de Marlboro, un encendedor y una lata de tomate con la etiqueta arrancada. La dejó entre las rodillas de Olivia. Sacó un cigarrillo y se lo encendió. Olivia habló sin quitárselo de la boca. Dejó que la ceniza cayera sobre su jersey negro.
– Chris me sacó -dijo-. Él se fue a la fiesta. Me vino a buscar cuando la fiesta terminó.
– ¿Estuvo ausente desde las diez de la noche hasta las cinco de la mañana? -preguntó Lynley.
– Exacto. Desde las diez de la noche a las cinco de la mañana. De hecho, hasta pasadas las cinco y media, lo cual le habría dicho Bidwell con mucho gusto si hubiera estado lo bastante sobrio para ver bien la hora.
– ¿Estuvo también en una fiesta?
Olivia lanzó una carcajada nasal.
– ¿Mientras los hombres sudaban viendo porno, las mujeres nos dedicábamos a comer pasteles de chocolate? No, no fui a una fiesta.
– ¿Dónde estuvo, por favor?
– No estuve en Kent, si va por ahí.
– ¿Puede confirmar alguien dónde estuvo?
Olivia inhaló y le miró a través del humo. La velaba con igual eficacia que el día anterior, tal vez más, porque no se quitaba el cigarrillo de la boca.
– Señorita Whitelaw -dijo Lynley. Estaba cansado. Estaba hambriento. Se estaba haciendo tarde. Ya estaba harto de dar vueltas en torno a la verdad-. Quizá nos sentiríamos todos más cómodos si sostuviéramos esta conversación en otra parte.
Havers cerró la libreta.
– Livie -dijo Faraday.
– De acuerdo. -Olivia apagó el cigarrillo y manoseó con torpeza el paquete, que resbaló de sus dedos y cayó al suelo-. Déjalo -dijo cuando Faraday quiso recogerlo-. Estaba con mi madre.
Lynley no estaba seguro de lo que esperaba escuchar, pero no era eso.
– Su madre.
– Exacto. Sin duda ya la conoce. Miriam Whitelaw, mujer de escasas pero siempre correctas palabras. Staffordshire Terrace número 18. La vieja y mohosa reliquia victoriana. Me refiero a la casa, no a mi madre, por cierto. Aunque ella viene en segundo lugar en el departamento de mohos y antiguallas. Fui a verla a las diez y media del miércoles por la noche, cuando Chris fue a la fiesta. Me vino a buscar de madrugada, camino de casa.
Havers volvió a abrir la libreta. Lynley oyó que su lápiz se deslizaba con furia sobre el papel.
– ¿Por qué no me lo dijo antes? -preguntó. Calló la pregunta más importante: ¿por qué no se lo había dicho antes Miriam Whitelaw?
– Porque no tenía nada que ver con Kenneth Fleming. Con su vida, su muerte o lo que fuera. Tenía que ver con Chris. Tenía que ver con mi madre. No se lo dije porque no era asunto suyo. Ella no se lo dijo porque quiso proteger mi intimidad. La poca que me queda.
– Nadie tiene intimidad en una investigación por asesinato, señorita Whitelaw.
– Y una mierda. Qué mentalidad estrecha, arrogante y presuntuosa. ¿Se lo dice a todo el mundo? No conocía a Kenneth Fleming. Nunca me encontré con él.
– Entonces, supongo que deseará quedar libre de cualquier sospecha. Su muerte, al fin y al cabo, elimina todos los obstáculos que le impedían heredar la fortuna de su madre.
– ¿Siempre ha sido tan idiota, o está haciendo un esfuerzo por mí? -Levantó la cabeza y miró al techo. Lynley vio que parpadeaba. Vio que su garganta se agitaba. Faraday apoyó la mano sobre el brazo de la silla, pero no la tocó-. Míreme -dijo entre dientes. Bajó la cabeza y miró a Lynley a los ojos-. Míreme y utilice la sesera. Me importa una mierda el testamento de mi madre. Me importan una mierda su casa, su dinero, sus acciones, sus bonos, sus negocios, todo. Me estoy muriendo, ¿vale? ¿Es capaz de asimilar ese dato, pese a que destruya su precioso caso? Me estoy muriendo. Muriendo. De modo que si se me hubiera metido en la cabeza cargarme a Kenneth Fleming para hacerme con la herencia de mi madre, ¿de qué me serviría, en el nombre de Dios? Moriré antes de dieciocho meses. Ella vivirá otros veinte años. No voy a heredar nada, ni de ella ni de nadie. Nada. ¿Lo ha entendido?
Había empezado a temblar. Sus piernas sufrían convulsiones. Faraday murmuró su nombre.
– ¡No! -gritó Olivia, sin un motivo muy claro. Apretó el brazo izquierdo contra el cuerpo. Su cara había adquirido cierto brillo durante el interrogatorio, y ahora parecía resplandeciente-. Fui a verla el miércoles por la noche porque sabía que Chris tenía la fiesta y no podía venir conmigo. No quería que Chris viniera conmigo. Quería verla a solas.
– ¿A solas? -preguntó Lynley-. ¿No corría el riesgo de encontrarse con Fleming?