– Me daba igual. No podía soportar la idea de que Chris me viera rebajándome, pero si Kenneth estaba, incluso si se quedaba con nosotras, mis posibilidades de éxito aumentaban. Tal como yo lo veía, mi madre estaría muy contenta de interpretar el papel de Lady Perdón y Madre Compasión delante de Kenneth. Ni se le ocurriría echarme a la calle delante de Kenneth.
– ¿Y si no estaba delante?
– Comprendí que daba igual. Mi madre vio… -Olivia volvió la cabeza hacia Faraday. Este debió creer que necesitaba aliento, porque asintió con expresión cariñosa-. Mi madre me vio. Así. Tal vez peor, porque era tarde, de noche, y por las noches tengo peor aspecto. Resultó que no necesité rebajarme. No necesité pedir nada.
– ¿Para eso fue a verla? ¿Para pedirle algo?
– Sí. Para eso.
– ¿Qué era?
– No tiene nada que ver con esto. Ni con Kenneth. Ni con su muerte. Solo conmigo y mi madre. Y también mi padre.
– No obstante, es un detalle importante. Hemos de saberlo. Lamento que sea difícil para usted.
– No. No lo lamenta. -Movió la cabeza de un lado a otro, en una lenta negación. Parecía demasiado cansada para seguir luchando-. Yo pedí. Mi madre accedió.
– ¿A qué, señorita Whitelaw?
– A mezclar mis cenizas con las de mi padre, inspector.
Capítulo 17
Barbara Havers se sintió en el paraíso cuando llegó a la bandeja un segundo antes que Lynley y se sirvió la última ración de calamari fritti. Se demoró en decidir qué salsa utilizaría para bañar los calamares: marinada, aceite de oliva virgen con hierbas, o ajo y mantequilla. Se decantó por la segunda, mientras se preguntaba qué era virgen, el aceite o las olivas. Y cómo era posible que uno de ambos fuera virgen, para empezar.
Cuando Lynley había sugerido que compartieran los calamari de primero, había dicho: «Buena idea, señor. Los calamari me apetecen mucho». Miró el menú y trató de componer una expresión que comunicara el grado de sofisticación apropiado. Su experiencia con la comida italiana más significativa había sido el plato ocasional de spagbetti bolognese trasegado en algún bar, donde los espaguetti procedían de un paquete y la salsa boloñesa de una lata. Tiraban ambos en un plato y un círculo de aceite de color herrumbroso surgía al instante de la comida, como una invitación a la dispepsia permanente.
No había spaghetti bolognese en el menú, ni traducción inglesa ni nada parecido. Cabía suponer que, de haberlo pedido, le habrían facilitado un menú en inglés, pero eso habría significado revelar su ignorancia ante un superior, que hablaba como mínimo tres idiomas extranjeros, examinaba la carta con sumo interés y había preguntado al camarero cuan stagionato estaba el cinghiale y qué proceso utilizaban para envejecerlo. Así que pidió a ciegas, con una pronunciación macarrónica, fingiendo una dilatada experiencia, y rezó para no estar pidiendo pulpos.
Los calamari eran parientes cercanos, descubrió. Cierto, no parecían calamares. Ningún tentáculo la saludó amigablemente desde el plato, pero de haber sabido lo que eran cuando accedió a compartirlos con Lynley, habría aducido alguna alergia a todas las cosas con apéndices capaces de succionar.
No obstante, el primer bocado la tranquilizó. El segundo, tercero y cuarto (mientras mojaba en la salsa con entusiasmo cada vez mayor) la convencieron de que había llevado una existencia gastronómica demasiado retirada. Estaba efectuando una incursión decisiva en la delicada disposición de aros, cuando se fijó en que Lynley iba muy rezagado. Llevó a cabo el ataque final y esperó a que Lynley hiciera algún comentario sobre su apetito o sus buenos modales en la mesa.
Lynley no hizo ni lo uno ni lo otro. Tenía la vista clavada en sus dedos, que desmenuzaban un trozo de focaccia, como si tuviera la intención de esparcir las migas a lo largo de las jardineras que señalaban el perímetro de Capannina di Sante, un restaurante situado a escasa distancia de Kensington High Street y que ofrecía (junto con una supuesta pero oscura relación con un local del mismo nombre de Florencia) la experiencia continental de cenar al fresco, siempre que lo permitía el caprichoso clima londinense. Gracias a algún proceso de telepatía avícola, seis pajaritos de color pardo se habían congregado en cuanto Lynley sacó el pan de su cestita de mimbre y lo dejó en su plato. Esperaban expectantes desde el borde de la jardinera hasta los enebros bien podados que crecían en su interior, y todos tenían un ojo implorante y luminoso clavado en Lynley, que parecía indiferente a su presencia.
Barbara se introdujo en la boca el último aro de calamari. Masticó, saboreó, tragó, suspiró y anheló la llegada de il secondo, que esperaba no tardase. Lo había elegido únicamente por la complejidad del nombre: tagliatelle fagioli all'uccelletto. Cuántas letras. Cuántas palabras. Independientemente de la pronunciación, estaba segura de que el plato debía ser la obra maestra del cocinero. Si no, le seguiría anatra albicocche. Y si descubría que no le gustaba, fuera lo que fuera, no dudaba de que Lynley apenas tocaría su cena, y que pasaría a sus manos. Al menos, esa era la pauta hasta el momento.
– ¿Y bien? -dijo-. ¿Es la comida o la compañía?
– Helen cocinó para mí anoche -fue la enigmática respuesta de Lynley.
Barbara cogió otro trozo defocaccia, sin hacer caso de los pájaros. Lynley se había calado las gafas para leer una etiqueta de vino, tras lo cual indicó al camarero que lo sirviera.
– ¿Y el festín fue tan memorable que no puede soportar la idea de comer aquí, ni olvidar el recuerdo de su sabor? ¿Ha jurado que nada traspasará sus labios, a menos que proceda de sus manos? Dígame. ¿Cuántos calamares ha comido? Pensaba que veníamos a celebrarlo. Ya hemos obtenido la confesión. ¿Qué más quiere?
– No sabe cocinar, Havers. Supongo que conseguiría preparar un huevo, si fuera hervido.
– ¿Y?
– Nada. Solo me acordaba.
– ¿Del talento culinario de Helen?
– Tuvimos un desacuerdo.
– ¿Sobre sus dotes culinarias? Eso es muy machista, inspector. ¿Qué más quiere que haga, que cosa botones y zurza calcetines?
Lynley devolvió las gafas al estuche y lo guardó en el bolsillo. Levantó la copa y examinó el color del vino antes de beber.
– Le dije que decidiera. O seguimos adelante o terminamos. Estoy cansado de suplicar y esperar en el limbo.
– ¿Se decidió?
– No lo sé. No he vuelto a hablar con ella. De hecho, ni siquiera había pensado en ella hasta ahora. ¿Qué cree que significa? ¿Tendré una oportunidad de recuperarme cuando me rompa el corazón?
– Todos nos recuperamos en lo tocante al amor.
– ¿De veras?
– ¿Del amor sexual? ¿Del amor romántico? Sí. Pero creo que nunca nos recuperamos si somos nosotros los abandonados. -Calló mientras el camarero quitaba platos y cubiertos y los sustituía por otros limpios. Sirvió más vino a Lynley y más agua mineral a Havers-. Dice que le odiaba, pero no lo creo. Creo que le mató porque no podía soportar quererle tanto ni el dolor que sentía al ver que prefería a Gabriella Patten antes que a él. Porque Jimmy lo veía así. Los chicos siempre lo ven así. No solo como un rechazo a sus madres, sino como un rechazo a ellos mismos. Gabriella se llevó a su papá…
– Hacía años que Fleming se había marchado de casa.
– Pero nunca de manera permanente hasta ahora, ¿verdad? Siempre quedaba esperanza. Ahora, la esperanza había muerto. Para colmo, para que él rechazo fuera más completo, su padre aplazaba las vacaciones de cumpleaños de Jimmy. ¿Y por qué? Para ir con Gabriella.
– Para finalizar su relación, según Gabriella.
– Pero Jimmy no lo sabía. Pensó que su papá se largaba a Kent para tirársela. -Barbara levantó la copa de agua mineral y reflexionó sobre sus deducciones-. Espere. ¿Y si eso es la clave?
Habló para ella más que para él. Lynley esperó. Llegaron sus segundos platos. Les ofrecieron queso fresco, romano o parmesano. Lynley eligió romano. Barbara le imitó. Espolvoreó sobre la pasta, el tomate y las judías. No era lo que esperaba del nombre, pero estaba bueno. Añadió un poco de sal.