– La conocía -dijo, mientras enrollaba con cierta torpeza los tagliatelle en el borde del plato. El camarero le había proporcionado una cuchara grande, pero no tenía ni la menor idea de cómo se utilizaba-. La vio. Había estado con ella, ¿no? A veces con su padre, pero otras… Otras supongo que no. Papá se iba a pasear con los otros dos chicos, y dejaba a Jimmy con ella. Porque Jimmy era de la cascara amarga, ¿no? Los otros dos eran más fáciles de engatusar, pero Jimmy no. Ella se esforzó en caerle bien. Fleming debió alentarla. Un día, iba a ser la madrastra del muchacho. Querría que él se llevara bien con ella. Era importante que le cayera bien. Más que eso.
– No estará insinuando que sedujo al muchacho.
– ¿Por qué no? Usted mismo la vio esta mañana.
– Solo vi que debía engatusar a Mollison y no tenía mucho tiempo.
– ¿Cree que la demostración iba dirigida a Mollison? ¿Por qué no a usted? Un pequeño vislumbre de lo que se iba a perder, porque era un policía encargado de un caso. Pero ¿y si no? ¿Y si la telefoneaba más tarde, esta noche, y decía que debía verla de nuevo para aclarar algunos puntos oscuros? ¿No cree que le gustaría poner a prueba sus poderes sobre usted? -Lynley hundió el tenedor en un scampi. Comió sin contestar-. Le gusta atraer a los hombres, señor. Su marido nos lo dijo, Mollison nos lo dijo, ella casi nos lo dijo. ¿Cómo habría podido resistir la tentación de atraer a Jimmy, si la ocasión se hubiera presentado?
– ¿La verdad?
– La verdad.
– Porque es repelente. Sucio, antihigiénico, probablemente infestado de piojos y posible portador de enfermedades. Herpes, sífilis, gonorrea, verrugas, sida. Puede que a Gabriella Patten le guste ejercer su pericia sexual en los hombres, pero no me parece idiota. Su primera preocupación en cualquier situación sería velar por su propia seguridad. Ya nos lo han dicho, Havers. Su marido, la señora Whitelaw, Mollison, la misma Gabriella.
– Pero ahora está pensando en Jimmy, inspector. ¿Cómo era antes? No es posible que siempre haya sido tan desastre. Debió empezar en algún punto.
– ¿No le parece suficiente la pérdida del padre?
– ¿Fue suficiente para usted, o su hermano? -Barbara vio que Lynley levantaba la cabeza al instante y supo que había ido demasiado lejos-. Perdón. Me he pasado. -Volvió a su pasta-. Dice que le odiaba. Dice que le mató porque le odiaba, porque era un bastardo y merecía morir.
– ¿No le parece motivo suficiente?
– Solo digo que tiene que haber algo más, y eso debe de ser Gabriella. Ella no tendría ni idea de cómo ganárselo como futura madrastra, pero tenía muchos ases escondidos en la manga o en el escote de la blusa. Digamos que lo hizo. En parte porque la molaba seducir a un adolescente, y en parte porque no se le ocurrió otra manera de ganarse a Jimmy. Solo que se lo gana demasiado. Quiere irrumpir en el terreno de juego de papá. Está muerto de celos sexuales y, cuando se le presenta la oportunidad, se carga a papá y confía en quedarse a Gabriella para él solo.
– Está pasando por alto el hecho de que él pensaba que Gabriella también estaba en la casa -señaló Lynley.
– Eso dice, para que no creamos que dio el pasaporte a su padre con el fin de meterse en la cama con su futura madrastra. Él sabía que su padre estaba en la casa. Le vio por la ventana de la cocina.
– Ardery no ha encontrado sus huellas junto a la ventana.
– ¿Y qué? Estuvo en el jardín.
– Al final del jardín.
– Estuvo en el cobertizo de las macetas. Pudo ver a su padre desde allí. -Barbara dejó de enrollar la pasta. Comprendió lo difícil que sería engordar comiendo de aquella forma cada día. El esfuerzo de llevar la comida desde el plato a la boca era enorme. Examinó la expresión de Lynley. Era impenetrable, demasiado impenetrable-. No estará descartando al chico, ¿verdad? Hemos obtenido una confesión, inspector.
– Una confesión incompleta.
– ¿Qué esperaba de buenas a primeras?
Lynley empujó su plato hacia el centro de la mesa. Miró hacia la jardinera, donde los pájaros seguían a la espera. Les tiró unas migas.
– Inspector…
– Miércoles por la noche. ¿Qué hizo después del trabajo?
– ¿Qué hice…? No sé.
– Piense. Salió del Yard. ¿Estaba sola? ¿Acompañada? ¿Fue en coche? ¿Cogió el metro?
Havers pensó.
– Winston y yo fuimos a tomar una copa. Al King's Arms.
– ¿Qué tomó?
– Una limonada.
– ¿Y Nkata?
– No lo sé. Lo que suele tomar.
– ¿Y después?
– Me fui a casa. Cené algo. Vi una película en la tele. Me acosté.
– Ah, estupendo. ¿Qué película? ¿A qué hora la vio? ¿Cuándo empezó? ¿Cuándo terminó?
Barbara frunció el entrecejo.
– Debió de ser después de las noticias.
– ¿Qué noticias? ¿Qué cadena?
– Joder, no lo sé.
– ¿Quién salía en la película?
– No vi los títulos de crédito. Nadie especial. Puede que uno de los Redgrave, uno de los jóvenes. Pero no estoy segura.
– ¿De qué iba?
– ¿Algo relacionado con minas? No lo sé exactamente. Me dormí.
– ¿Cómo se titulaba?
– No me acuerdo.
– ¿Vio una película y no recuerda el título, el argumento o a los actores?
– Exacto.
– Asombroso.
El tono encrespó a Havers, por su doble implicación de superioridad inherente y comprensión conciliatoria.
– ¿Por qué? ¿Debía recordarlo? ¿Adonde quiere ir a parar?
Lynley indicó con un cabeceo al camarero que se llevara su plato. Barbara se embutió los últimos taglietelle en la boca y también apartó su plato. El camarero recogió los platos sucios y trajo cubiertos nuevos.
– Coartadas -dijo Lynley-. Quién las tiene. Quién no.
Cogió otro trozo de focaccia y empezó a reducirlo a migas como había hecho con el anterior. Cinco pájaros más se unieron a los seis primeros, que bailaban en el borde de la jardinera. Lynley les tiró migas, sin darse cuenta de que se estaba ganando la desaprobación de los demás comensales y el director del establecimiento, que le miraba furioso desde la puerta.
Llegaron nuevos platos. Lynley cogió el cuchillo y el tenedor, pero Barbara ni siquiera miró su comida. Continuó la discusión, mientras un humo aromático se elevaba del plato.
– Está usted completamente loco, y lo sabe, inspector. No hemos de pensar en las coartadas de los demás. Ya tenemos al chico.
– No estoy convencido.
– Lleguemos al fondo del asunto. Jimmy ha confesado. Partamos de ahí.
– Una confesión incompleta -le recordó Lynley.
– Pues completémosla. Cojamos a ese gamberro otra vez y llevémoslo a rastras hasta el Yard. Aplíquele el tercer grado hasta que cuente toda la historia de principio a fin.
Lynley pinchó un trozo de cinghiale. Mientras masticaba, dedicó su atención a los pájaros. Eran pacientes e insistentes al mismo tiempo. Saltaban desde los enebros al borde de la jardinera. Su sola presencia le impulsaba a complacerlos. Tiró más migas. Vio que volaban hacia ellas. Uno de los pájaros capturó un pedazo de pan del tamaño de una uña y huyó con él al otro lado de la calle.
– Solo conseguirá alentarles -dijo por fin Barbara-. Saben arreglárselas solos.
– ¿De veras? -preguntó Lynley con aire contemplativo.
Comió. Bebió. Barbara esperó. Sabía que estaba revisando los hechos y las caras. Era absurdo continuar la discusión. De todos modos, se sintió impulsada a añadir con la mayor calma posible, teniendo en cuenta la fuerza de sus sentimientos al respecto.
– Estuvo en Kent. Tenemos las fibras, las huellas de pisadas y el aceite de la moto. Ahora tenemos sus huellas dactilares, que van camino de Ardery. Solo nos queda la marca de aquel cigarrillo.