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– Y la verdad -dijo Lynley.

– ¡Por Dios, inspector! ¿Qué más quiere?

Lynley indicó su plato con la cabeza.

– Su comida se está enfriando.

Barbara la miró. Una especie de ave en algo parecido a salsa. El ave estaba tostada. La salsa era ámbar. Pinchó con gesto vacilante el trozo de ave y se preguntó qué había pedido.

– Pato -dijo Lynley, como si hubiera leído sus pensamientos-. Con salsa de albaricoque.

– Al menos, no es pollo.

– Desde luego que no. -Lynley siguió comiendo. Cerca de ellos, otros comensales charlaban. Los camareros se movían en silencio y se paraban a encender velas a medida que anochecía-. Se la habría traducido.

– ¿Qué?

– La carta. Solo tenía que pedírmelo.

Barbara cortó el pato. Nunca había comido pato. La carne era más oscura de lo que esperaba.

– Me gusta correr riesgos.

– ¿Cuando son innecesarios?

– Es más divertido. La pimienta de la vida y todo eso. Ya sabe a qué me refiero.

– Pero solo en restaurantes.

– ¿Qué?

– Correr riesgos. Confiar en la suerte. Seguir sus instintos.

Barbara dejó el tenedor.

– Así que soy la Sargento Pesada. De modo que hay lugar para eso. Alguien ha de utilizar la razón de vez en cuando.

– Estoy de acuerdo.

– Entonces, ¿por qué desestima a Jimmy Copper? ¿En qué demonios no encaja Jimmy Cooper?

Una vez más, Lynley se concentró en su comida. Miró la cesta del pan, para echar más a los pájaros, pero ya lo habían terminado. Bebió el vino y una sola mirada al camarero bastó para que este se apresurara a llenarle otra copa y desaparecer. Que Lynley estaba empleando aquel tiempo en tomar una decisión sobre su siguiente paso era evidente para Barbara. Se obligó a contener la lengua, a quedarse quieta y aceptar la decisión que fuera. Cuando el inspector habló, le costó creer que lo hubiera logrado.

– Que vuelva al Yard a las diez de la mañana -dijo Lynley-. Asegúrese de que viene con su abogado.

– Sí, señor.

– Y avise a la oficina de prensa que hemos detenido al mismo chico de dieciséis años por segunda vez.

Barbara se quedó boquiabierta. Después la cerró con brusquedad.

– ¿La oficina de prensa? Pero pasará la información, y esos malditos periodistas…

– Sí. Exacto -dijo Lynley en tono pensativo.

– ¿Dónde están sus zapatos? -fue lo primero que preguntó Jeannie cuando el señor Friskin entró con Jimmy en casa. Lo preguntó con voz tensa y chillona, porque desde el momento en que los detectives de New Scotland Yard se habían ido con su hijo, la angustia se había apoderado de ella y perdía y recuperaba alternativamente el oído, de manera que ya no sabía cómo hablaba. Había asustado a Shar y Stan, que primero se habían aferrado a sus brazos y después habían huido de la sala de estar cuando ella los rechazó con violencia, diciendo «No. ¡No! ¡NO!» en voz cada vez más alta, que ellos habían interpretado dirigida contra ellos. Stan había corrido escaleras arriba. Shar se había escondido en el jardín trasero. Jeartnie les había dejado en sus refugios respectivos. Ella se había puesto a pasear arriba y abajo.

Lo único positivo que hizo durante el primer cuarto de hora después de la partida de Jimmy fue descolgar el teléfono y llamar a la única persona que podía ayudarla en aquella tesitura. Y si bien odiaba hacerlo, pues Miriam Whitelaw era el origen de todas las angustias que Jeannie había experimentado durante los últimos seis años, desde que la señora Whitelaw había vuelto a entrar en la vida de Kenny, también era la única persona conocida de Jeannie capaz de conseguir un abogado de la nada a las cinco y media de un domingo por la tarde. El único interrogante era si Miriam Whitelaw lo haría por Jimmy.

Lo había hecho.

– Jean. Dios mío -había dicho con voz apenada cuando Jeannie se identificó-. No puedo creer…

Jeannie sabía que no soportaría las lágrimas de Miriam, al pensar en lo que el llanto implicaba, el dolor desgarrador que ella no podía sentir, que no se permitía sentir.

– Se han llevado a Jim a Scotland Yard -dijo con brusquedad-. Necesito un abogado.

Miriam se lo había proporcionado.

Ahora, tenía delante al abogado, un paso detrás y a la izquierda de Jimmy.

– ¿Dónde están sus zapatos? -repitió-. ¿Qué han hecho con sus zapatos?

La bolsa de Tesco colgaba de la mano derecha de su hijo, pero no abultaba lo suficiente para contener las Doc Martens. Contempló sus pies por segunda vez, solo para asegurarse de que sus ojos no la habían engañado, de que solo llevaba unos calcetines que podían ser de un blanco mugriento o de un gris permanente.

El señor Friskin (Jeannie le había imaginado de edad madura, hombros encorvados, traje oscuro y calvo, pero era joven y delgado, con una corbata a flores torcida sobre su camisa azul y una melena de cabello oscuro que resbalaba sobre su cara hasta llegar a los hombros, como el héroe de una novela romántica) contestó por su hijo, pero no a la pregunta que había formulado.

– Señora Cooper…

– Señorita.

– Perdón. Sí. Jim habló con ellos antes de que yo llegara. Ha proporcionado a la policía una confesión.

Dio la impresión de que un rayo la cegaba. El señor Friskin siguió hablando sobre lo que sucedería a continuación y que Jimmy no iba a dar un paso fuera de su casa o hablar con nadie, ni siquiera un miembro de la familia, sin que su abogado estuviera presente. Dijo algo acerca de la comprensible coacción y añadió las palabras «juvenil» e «intimidación», y siguió con algo acerca de los requerimientos de las Normas de los Jueces, pero ella no lo entendió todo porque se estaba preguntando si se había quedado ciega como aquel santo de la Biblia, solo que había pasado al revés, ¿no? ¿No había recuperado la vista de repente? No se acordaba. Era probable que no hubiera ocurrido. La Biblia solo decía tonterías.

Una silla crujió sobre el linóleo de la cocina, y Jean-nie comprendió que su hermano, que sin duda había escuchado hasta la última palabra del señor Friskin, se estaba levantando. Al oírlo, se arrepintió de haber llamado al piso de sus padres cuando Jimmy llevaba dos horas en Scotland Yard. Había fumado, había paseado, se había acercado a la ventana de la cocina y visto que Shar se había acurrucado como una mendiga al pie de la alberquilla de hormigón rota, había oído vomitar tres veces a Stan en el váter, y por fin había cedido a todo cuanto podía ceder.

No había hablado con sus padres porque el amor de estos por Kenny era aterrador, y la consideraban culpable de que Kenny hubiera pedido un respiro en su matrimonio para poner en claro una vida que no necesitaba ninguna aclaración. Había preguntado por Der y su hermano había venido al instante, proclamando su rabia e incredulidad, así como sus deseos de venganza contra la jodida policía, justo lo que ella necesitaba escuchar.

Su visión se aclaró cuando Der habló.

– ¿Qué? ¿Has perdido la chaveta, Jimmy? ¿Has hablado con esos jodidos?

– Der -dijo Jeannie.

– ¡Oiga! -dijo Der al señor Friskin-. Pensaba que había ido a cerrarle el pico. ¿No es ese el motivo de tener a un leguleyo de postín? ¿Cómo se gana la pasta?

Acostumbrado a lidiar con clientes exaltados, el señor Friskin explicó que, al parecer, Jimmy había hablado de forma voluntaria. Había hablado con toda libertad, porque el señor Friskin había insistido en escuchar la cinta grabada por la policía. No se habían producido coacciones…

– ¡Jim, estúpido! -Der entró en la sala de estar-. ¿Te dejaste grabar por esos gilipollas?

Jimmy no dijo nada. Se erguía delante del señor Friskin como si su espina dorsal se estuviera licuando poco a poco. Tenía la cabeza gacha y el estómago hundido.