– Dímelo. Habla conmigo, Jimmy. Me equivoqué, pero lo hice con buena intención. Tienes que darte cuenta, hijo. Tienes que darte cuenta de que te quiero. Siempre. Tienes que hablar conmigo. He de saber lo que pasó el miércoles por la noche.
El muchacho se estremeció, como si un espasmo le recorriera desde los hombros hasta los dedos de los pies. Jeannie aumentó la presión sobre su muñeca. Jimmy no intentó soltarse. La mano de Jeannie ascendió por su brazo hasta el hombro. Tocó su cabello.
– Dímelo. Habla conmigo, hijo. -Añadió lo que deseaba añadir, aunque no lo creyera ni por un momento-. No permitiré que nada te haga daño, Jim. Superaremos este mal trago, pero debo saber lo que les dijiste.
Esperó a que hiciera la pregunta lógica, «¿por qué?», pero Jimmy siguió callado. La sopa de tomate desprendía oleadas de aroma desde el hornillo, y ella la revolvió sin mirarla, con los ojos clavados en su hijo. Miedo, certeza, incredulidad y rechazo daban vueltas en su interior como comida pasada, pero intentó que no se reflejaran en su expresión ni en el tono de su voz.
– Cuando tenía catorce años, empecé a salir con tu padre -dijo-. Quería ser como mis hermanas, que siempre salían con chicos, y pensé que yo podía hacer lo mismo, no son mejores que yo. -Jimmy no apartaba la vista de la labor de punto. Jeannie revolvió la sopa y continuó-. Nos lo pasamos bien, pero mi padre se enteró porque tu tía Lynn se lo dijo. Una noche, cuando volvía de hacer travesuras con Kenny, mi padre se sacó el cinturón, me quitó hasta la última prenda de ropa y me dio una tunda mientras toda la familia miraba. No lloré, pero le odié. Quise que muriera. Me habría alegrado si hubiera caído fulminado en aquel momento. Creo que hasta yo misma le habría ayudado.
Cogió una sopera del aparador. Miró furtivamente a su hijo mientras vertía la sopa en el cuenco.
– Huele bien. ¿Quieres una tostada, Jim?
La expresión del muchacho oscilaba entre la cautela y la confusión. No lo había descrito como deseaba, aquella mezcla de rabia y humillación que la impulsó a desear, por un ciego momento, que su padre muriera mil veces. Jimmy no lo entendía. Quizá porque sus rabias eran diferentes, la de ella una breve tormenta, la de él un carbón que no paraba de arder.
Llevó la sopa a la mesa. Le sirvió leche. Le hizo una tostada. Puso la comida en la mesa y le indicó que se sentara. Jimmy se quedó al lado de los fogones.
Jeannie hizo el único comentario que le quedaba, uno en el que no creía, pero que él debía aceptar, si quería saber algún día la verdad.
– Lo único que importa somos nosotros, Jim -dijo-. Tú, yo, Stan y Shar. Lo único, Jim.
Jimmy desvió la vista hacia la sopa. Jeannie indicó la sopera y se sentó a la mesa, en un lugar que le obligaría a sentarse delante de ella si accedía a hacerle compañía. El muchacho se secó las manos en los tejanos. Engarrió los dedos.
– Bastardo -murmuró-. Se la empezó a tirar en octubre pasado, y ella le tenía bien cogido. Él dijo que solo eran amigos, porque ella estaba casada con un ricachón, pero yo lo sabía. Shar le preguntó cuándo volvería a casa, y él dijo que al cabo de uno o dos meses, cuando sepa quién soy, cuando haya aclarado las cosas. No te preocupes por nada, cariño, dijo. Pero solo pensaba en tirársela en cuanto pudiera. Le metía mano en el culo cuando pensaba que nadie miraba. Si la abrazaba, ella se refregaba contra su polla. Estaba claro que solo deseaban que desapareciéramos, para poder hacerlo.
Jeannie quiso taparse los oídos. No era el relato que quería escuchar, pero se obligó a hacerlo. Eliminó toda expresión de su cara y se dijo que le daba igual. Ya lo sabía, ¿no?, y aquella parte de la verdad no podía herirla más.
– Ya no era papá -siguió Jimmy-. Estaba chiflado por ella. Ella telefoneaba y él salía perdiendo el culo. Si ella decía déjame en paz, papá, daba puñetazos a las paredes. Ella decía, necesito o quiero, y allá iba él como, un cohete, a hacer lo que fuera por complacerla. Y cuando terminó con ella…
Jimmy calló, pero siguió mirando la sopa, como si viera la historia de la tópica relación en el fondo de la sopera.
– Y cuando terminó con ella…
Jeannie habló pese a la lanzada de dolor que había llegado a conocer tan bien.
Su hijo lanzó un bufido despectivo.
– Ya lo sabes, mamá. -Por fin, se sentó a la mesa, frente a ella-. Era un mentiroso. Era un bastardo. Un farsante de mierda. -Hundió la cuchara en la sopa. La sostuvo a la altura de la barbilla. La miró a los ojos por primera vez desde que había vuelto a casa-. Y tú le querías muerto. Le querías muerto más que nada en el mundo, ¿verdad mamá? Los dos lo sabemos, ¿verdad?
OLIVIA
Desde donde estoy sentada puedo ver el resplandor de la luz que utiliza Chris para leer. Le oigo volver las páginas de cuando en cuando. Tendría que haberse ido a la cama hace rato, pero está leyendo en su habitación, a la espera de que yo acabe de leer. Los perros están con él. Oigo roncar a Toast. Beans está mordiendo un hueso de cuero. Panda vino a hacerme compañía hace media hora. Primero se acomodó en mi regazo, pero ahora está aovillada sobre el tocador, en su lugar favorito, sobre el correo del día, que ha desordenado a su gusto. Finge dormir, pero a mí no me engaña. Cada vez que paso otra página de la libreta, sus orejas se vuelven hacia mí como un radar.
Levanto la taza de Gunpowder y examino las hojas que han escapado del filtro. Han formado una configuración que recuerda a un arco iris recorrido por un rayo. Acerco la punta del lápiz al rayo para enderezarlo, y me pregunto qué diría una pitonisa de semejante combinación de signos favorables y desfavorables.
La semana pasada, cuando Max y yo estábamos jugando al póquer, utilizando galletas de perro a modo de dinero, dejó las cartas boca abajo sobre la mesa, se reclinó en la silla y se pasó la mano por la calva.
– Es una mierda, muchacha, no lo dudes.
– Hummm. En efecto.
– Pero la mierda posee claras ventajas.
– Que imagino me vas a revelar.
– Usado de la forma correcta, el estiércol ayuda al crecimiento de las flores.
– Al igual que el guano de murciélago, pero no me gustaría revolearme en él.
– Por no mencionar las cosechas. Enriquece la tierra de la que surge la vida.
– Guardaré esa idea como un tesoro.
Moví mis cartas, como si un nuevo orden transformara la pareja de cuatros en algo mejor.
– Saber cuándo, muchacha. ¿Has pensado en el poder de saber cuándo?
– No sé cuándo -dije, mientras tiraba dos galletas entre nosotros-. Sé cómo. Esa es la diferencia.
– Pero tienes más idea que la inmensa mayoría.
– ¿Qué clase de satisfacción debe reportarme? Me gustaría cambiar ese conocimiento por ignorancia y dicha.
– Si estuvieras en la ignorancia como los demás, ¿qué cambiarías?
Desplegué en abanico mis cartas y me pregunté sobre las posibilidades estadísticas de descartarme de tres y terminar con un full, ínfimas, decidí. Me descarté. Max repartió. Volví a ordenarlas. Decidí echarme un farol. Tiré seis galletas más sobre la mesa.
– Vale, nene. Juguemos.
– ¿Y bien? ¿Qué harías, si fueras una ignorante como los demás?
– Nada. Seguiría aquí, pero las cosas serían diferentes, porque podría competir.
– ¿Con Chris? ¿Por qué ibas a sentir la necesidad de…?
– Con Chris no. Con ella.
Max frunció los labios. Levantó sus cartas. Las reordenó. Por fin, me miró por encima de ellas. Su único ojo brillaba de una forma insólita. Tuvo la delicadeza de no fingir ignorancia.
– Lo siento -dijo-. No sabía que lo sabías. No pretende ser cruel.
– No es cruel. Es discreto. Nunca menciona su nombre.
– Chris te quiere, muchacha.
Le dirigí una mirada que decía: «No te pases ni un pelo».