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– Sabes que estoy diciendo la verdad -dijo.

– Eso no soluciona mi desesperación. Chris también quiere a los animales.

Max y yo nos miramos durante un largo momento. Sabía lo que estaba pensando. Si él había dicho la verdad, yo también.

Nunca pensé que sería así. Pensé que dejaría de desear. Pensé que tiraría la toalla. Pensé que diría: «Bueno, se acabó», y aceptaría aquella jodida mano de póquer sin intentar cambiar de cartas, pero solo he logrado ocultar ansia y cólera. Es más de lo que hubiera logrado en otra época, pero tampoco es como para celebrarlo.

Un tropezón. Así empezó la caída. Un tropezón sin importancia hace un año, cuando salía de la camioneta. Al principio, pensé que eran las prisas. Abrí la puerta de la camioneta, di un paso y caí mientras intentaba salvar la distancia entre el nivel de la calle y la altura del bordillo. Antes de darme cuenta de lo que había pasado, estaba espatarrada sobre la acera con un corte en la barbilla, y brotaba sangre del punto donde mis dientes se habían hundido en el labio. Beans olfateó mi cabello, algo preocupado, y Toast olisqueó las naranjas que habían salido despedidas a la cuneta desde la bolsa de la compra.

«Palurda», pensé, y me puse de rodillas. Me notaba toda contusionada, pero no pensé que me hubiera roto nada. Apreté el brazo del jersey contra la barbilla, lo aparté manchado de sangre y solté una maldición. Recogí las naranjas, dije a los perros que me siguieran y seguí hacia el camino de sirga.

Aquella noche, cuando atravesé el cuarto de trabajo con los perros saltando a mi alrededor, ansiosos por salir, Chris dijo:

– ¿Qué te has hecho, Livie?

– ¿Hecho?

– Cojeas.

Me había caído, le dije. No era nada. Un tirón muscular, seguramente.

– Entonces, no debes correr. Descansa. Yo sacaré a los perros cuando haya terminado aquí.

– Me las arreglaré.

– ¿Estás segura?

– No lo diría si no fuera así.

Subí la escalera y salí. Dediqué unos minutos a estirarme con cautela. No me dolía nada, lo cual me pareció raro, porque si me hubiera pinzado un músculo, roto un ligamento o fracturado un hueso, lo sentiría, ¿no? No sentía nada, aparte de la cojera cada vez que intentaba mover la pierna derecha.

Aquella noche debí parecerme a Toast, intentando correr junto al canal con los perros que me precedían. Sólo conseguí llegar hasta el puente. Cuando los perros subieron los peldaños para seguir, como de costumbre, por Maida Avenue hacia Lisson Grove y el canal Grand Union, grité que volvieran. Vacilaron, confusos, desgarrados entre la tradición y la obediencia.

– Venid, pareja -dije-. Esta noche no.

Ni ninguna noche posterior. Al día siguiente, mi pie derecho no funcionaba bien. Estaba ayudando al equipo de ultrasonidos del zoo a introducir sus aparatos en el recinto de un tapir hembra, con el fin de controlar la evolución de su embarazo. Yo cargaba un cubo lleno de manzanas y zanahorias. El equipo se encargaba del carrito con las máquinas.

– ¿Qué te pasa, Livie? -preguntó uno.

Fue la primera indicación de que arrastraba el pie detrás de mí.

Lo que me inquietó fue que ninguna de las dos veces me había dado cuenta de que cojeaba o arrastraba el pie.

– Podría ser un nervio punzado -dijo Chris por la noche-. Eliminaría la sensibilidad.

Cogió mi pie y lo volvió a derecha e izquierda.

Vi que sus dedos sondeaban.

– Si fuera un nervio, ¿no dolería, picaría o algo por el estilo?

Bajó mi pie al suelo.

– Podría ser otra cosa.

– ¿Qué?

– Hablaremos con Max, ¿de acuerdo?

Max dio golpecitos en la planta del pie y en las yemas de los dedos. Deslizó una rueda dentada sobre mi piel y pidió que describiera las sensaciones. Se pellizcó la nariz y apoyó la barbilla sobre el dedo índice. Me sugirió que fuéramos a un médico.

– ¿Desde cuándo te pasa esto? -preguntó.

– Desde hace casi una semana.

Habló de Harley Street, de un especialista que visitaba allí, y de la necesidad de obtener respuestas definitivas.

– ¿Qué pasa? -pregunté-. Lo sabes, ¿verdad? No me lo quieres decir. Dios, ¿es cáncer? ¿Crees que tengo un tumor?

– Un veterinario carece de experiencia en enfermedades humanas, muchacha.

– Enfermedad. Enfermedad. ¿Qué es?

Dijo que no lo sabía. Dijo que tenía la impresión de que algo estaba afectando a mis neuronas.

Recordé el diagnóstico de aficionado de Chris.

– ¿Un nervio punzado?

– El sistema nervioso central, Livie -murmuró Chris.

Tuve la impresión de que las paredes avanzaban en mi dirección.

– ¿Qué? -pregunté-. ¿El sistema nervioso central? ¿Qué?

– Las neuronas son células -explicó Max-. Cuerpo, axón y dendritas. Conducen los impulsos al cerebro. Si no…

– ¿Un tumor cerebral? -Le cogí del brazo-. Max, ¿crees que tengo un tumor cerebral?

Me estrujó la mano.

– Lo que tienes es un caso de pánico -contestó-. Has de hacerte algunas pruebas y tranquilizarte. Bien, ¿qué me dices de la partida de ajedrez que dejamos sin terminar, Christopher?

Max parecía animado, pero cuando se marchó aquella noche, oí que hablaba con Chris en el camino de sirga. No distinguí ni una palabra, solo mi nombre una vez. Cuando Chris volvió a buscar a los perros para el último paseo del día, dije:

– Sabe cuál es el problema, ¿verdad? Sabe que es grave. ¿Por qué no me lo dijo? Le oí hablar de mí. Le oí decírtelo. Dímelo, Chris, porque si no lo haces…

Chris se acercó a mi silla y apoyó mi cabeza contra su estómago un momento, con la mano sobre mi oreja. Me tironeó de ella.

– Saco de nervios -dijo-. Eres demasiado mal pensada. Solo dijo que llamará a unos amigos que llamarán a unos amigos para que veas cuanto antes a ese tío de Harley Street. Le dije que se diera prisa. Creo que es lo mejor, ¿vale?

– Mírame, Chris.

– ¿Qué?

Su expresión era serena.

– Te dijo algo más.

– ¿Por qué lo piensas?

– Porque él me llamó Olivia.

Chris sacudió la cabeza, exasperado. Ladeó la mía. Se inclinó y rozó mis labios con los suyos. Nunca me había besado. Nunca me ha vuelto a besar desde entonces. La presión de su boca, seca y fugaz, me dijo más de lo que deseaba saber.

Empecé la primera ronda de visitas y análisis. Primero, fueron cosas sencillas; sangre y orina. Siguieron con radiografías. Después, padecí una experiencia de ficción científica, consistente en ser introducida en lo que semejaba un pulmón de acero futurista. Tras estudiar los resultados (conmigo sentada en una silla al otro lado de su escritorio, en un despacho chapado con tanta riqueza que parecía un decorado de película, mientras Chris esperaba en la sala de recepción, pues no quería que estuviera presente cuando me enterara de lo peor), el médico se limitó a decir:

– Vamos a efectuar un drenado espinal. ¿Cuándo le parece bien?

– ¿Por qué? ¿Por qué no lo sabe ya? ¿Por qué no me lo dice? No quiero pasar más pruebas, y menos esa. Es horrible, ¿verdad? Sé cómo es. Las agujas y el fluido. No quiero. Nada más.

Unió los dedos y descansó las manos sobre mi cada vez más abultado expediente.

– Lo siento -dijo-. Es necesario.

– Pero ¿qué opina usted?

– Que ha de someterse a esa prueba. Y entonces, veremos lo que nos dice el conjunto.

La gente de dinero debe pasar estas pruebas en algún hospital privado elegante con flores en los pasillos, alfombras en el suelo y música ambiental. Yo la tuve por cortesía de la Seguridad Social. La realizó un estudiante de medicina, lo cual no me inspiró demasiada confianza, tal vez porque su superior le iba dando instrucciones en jerga médica, que incluían preguntas incisivas como «Perdone, Harris, pero ¿a qué vértebra lumbar apunta exactamente?». Después, me tendí en la posición solicitada (de espaldas, con la cabeza colgando) y traté de hacer caso omiso del rápido pulso que parecía recorrer mi espina dorsal, y traté de olvidar la sensación ominosa que había experimentado aquella misma mañana en la cama, cuando mi pierna derecha empezó a temblar como si tuviera voluntad propia.