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Lo achaqué a los nervios.

La prueba final tuvo lugar unos días más tarde, en la consulta del médico. Me indicó que tomara asiento ante una mesa cubierta con un cuero tan fino como la piel de un bebé y apoyó la mano sobre la base del dedo gordo del pie derecho.

– Empuje -dijo.

Hice lo que pude.

– Empuje otra vez.

Lo hice.

Extendió las manos hacia las mías.

– Empuje.

– Esto no tiene nada que ver con mis manos.

– Empuje.

Lo hice.

Asintió, tomó unas notas en los papeles de mi expediente, volvió a asentin

– Venga conmigo -dijo, y me condujo de vuelta a su despacho. Desapareció. Regresó con Chris.

Me dejé llevar por los nervios.

– ¿Qué pasa?

En lugar de contestar, indicó que me sentara en un sofá situado bajo un cuadro en tonos oscuros de una escena campestre: enormes colinas, un río, árboles voluminosos y una chica con una vara que pastoreaba vacas. De entre todos los detalles de aquella mañana es curioso que todavía recuerde el cuadro. Solo lo miré un momento.

Acercó un sillón de orejas. Cogió mi expediente. Se sentó, dejó el expediente sobre su regazo y se sirvió un poco de agua de una jarra que puso sobre la mesita auxiliar. Alzó la jarra para ofrecernos. Chris dijo que no. Yo me moría de sed, y acepté.

– Parece que se trata de un trastorno llamado esclerosis lateral amiotrófica -anunció el médico.

La tensión me abandonó como el agua al romperse un dique. Un trastorno. Aleluya. Un trastorno. Un trastorno. Ni enfermedad, ni tumor, ni cáncer. Gracias a Dios. Gracias a Dios.

Chris se removió en el sofá y se inclinó hacia delante.

– ¿Amioqué?

– Esclerosis lateral amiotrófica. Es un trastorno que afecta a las neuronas motrices. Se le suele llamar ELA.

– ¿Qué debo tomar? -pregunté.

– Nada.

– ¿Nada?

– Me temo que no hay medicamentos disponibles.

– Ah. Bien, supongo que no deben haber para un trastorno. ¿Qué se aconseja? ¿Ejercicio? ¿Terapia física?

El médico recorrió con los dedos el borde del expediente, como para ordenar los papeles del interior, que estaban perfectamente alineados.

– De hecho, no se puede hacer nada -dijo.

– ¿Quiere decir que voy a cojear y sufrir espasmos el resto de mi vida?

– No, no lo hará.

Algo en su voz empujó mi desayuno en dirección a la garganta. Noté el desagradable sabor a bilis. Había una ventana al lado del sofá, y a través de la ventana transparente distinguí la forma de un árbol, aún con las ramas desnudas, aunque estábamos a finales de abril. Los plátanos, pensé sin necesidad, siempre tardan más en sacar hoja, carecen de nidos abandonados, qué bonito sería trepar en verano, nunca tuve una casa en un árbol, recuerdo los castaños de Indias que crecían a un lado del riachuelo de Kent…, y la cuerda silbaba como el lazo de un vaquero sobre mi cabeza.

– Lamento muchísimo decirle esto -continuó el médico-, pero es…

– No quiero saberlo.

– Livie.

Chris buscó mi mano. La retiré.

– Temo que es progresivo.

Intuí que me estaba mirando, pero yo tenía la vista clavada en el árbol.

– Es un trastorno que afecta a la espina dorsal -explicó poco a poco para que le entendiera-, al tallo cerebral inferior y a las neuronas motrices principales del córtex cerebral. Da como resultado la degeneración progresiva de las neuronas motrices, así como el debilitamiento progresivo y desgaste de los músculos.

– No puede estar seguro de que tenga eso -dije.

Podía solicitar la opinión de otro especialista, dijo. De hecho, mejor si lo hacía. Refirió las pruebas que había reunido: los resultados de la punción espinal, la pérdida general de tono muscular, la debilidad de mi respuesta muscular. Dijo que el trastorno suele afectar primero a las manos, asciende por los brazos y los hombros, y ataca después a las extremidades inferiores. En mi caso, había sido al revés.

– Por lo tanto, podría tener otra cosa -dije-. No puede estar seguro, ¿verdad?

Admitió que la ciencia médica no siempre era exacta.

– Permítame una pregunta. ¿Ha tenido fibrilacioones en los músculos de la pierna?

– ¿Fibiqué?

– Temblores. Espasmos rápidos.

Me volví hacia la ventana. Colocábamos las castañas sobre cuerdas, las hacíamos girar en el aire, emitían un ruido como ffsssst… ffsssst, fingíamos ser vaqueros norteamericanos, cogíamos terneros así en lugar de con lazos.

– Livie, ¿has sentido…? -dijo Chris.

– No significa nada. Además, puedo superarlo. Puedo curarme. Necesito más ejercicio.

Eso fue lo que hice al principio. Caminatas a buen paso, subir escaleras, levantar pesas. Solo es debilidad muscular, pensaba. Lo superaré. Lo he superado todo, ¿no? Nada me ha afectado durante mucho tiempo, y esto tampoco.

Continué participando en los asaltos, espoleada por el miedo y la ira. Les demostraría que estaban equivocados, me decía. Obligaría a mi cuerpo a funcionar como una máquina.

Durante cinco meses, Chris permitió que ejerciera mi papel de libertadora, hasta la primera noche que retrasé a la unidad. Entonces, me colocó de vigilante.

– Nada de discusiones, Livie -dijo.

– ¡No puedes! -grité-. ¡Me estás dejando en ridículo! No me estás dando la oportunidad de recuperar mis fuerzas. Quiero estar contigo, con el resto. ¡Chris!

Dijo que necesitaba enfrentarme a la realidad. Ya le enseñaría yo lo que era la realidad, contesté, y me fui al hospital de la facultad de medicina para someterme a otra tanda de pruebas.

Los resultados fueron los mismos. La atmósfera que me rodeaba cuando los recibí era diferente. Esta vez no se trataba de un despacho elegante, sino de un cubículo que daba a un bullicioso pasillo, por el cual circulaban camillas con tétrica frecuencia. Cuando la doctora cerró la puerta, volvió su silla hacia mí y se sentó con sus rodillas casi tocando las mías, lo supe.

Se demoró en los aspectos más positivos, aunque llamó enfermedad a la ELA y no utilizó la palabra más aceptable, trastorno. Dijo que mi estado empeoraría sin cesar, pero lentamente, lentamente, subrayó. Mis músculos se debilitarían primero, y luego se atrofiarían. A medida que las células nerviosas del cerebro y la espina dorsal degeneraran, enviarían impulsos irregulares a los músculos de mis brazos y piernas, que fibrilarían. La enfermedad progresaría desde mis pies y piernas, desde mis manos y brazos, hacia dentro, hasta quedarme paralizada por completo. Sin embargo, subrayó con su voz maternal, siempre conservaría el control de mi vejiga y esfínter. Y mi inteligencia y conciencia no se verían afectadas, excepto en las fases terminales de la enfermedad, cuando avanzara hacia mis pulmones y los atrofiara.

– O sea, me daré cuenta de lo repulsiva que soy.

Apoyó las yemas de los dedos sobre mis rodillas.

– Dudo, Olivia, que Stephen Hawking se considere repulsivo. Sabes quién es, ¿verdad?

– ¿Stephen Hawking? ¿Qué tiene que ver con…? -Eché hacia atrás la silla. Le había visto en los periódicos. Le había visto en la tele. La silla de ruedas eléctrica, los ayudantes, la voz computarizada-. ¿Eso es ELA?

– Sí. Enfermedad neuromotriz. Es maravilloso pensar en cómo ha desafiado a las probabilidades durante tantos años. Todo es posible, y no debes olvidarlo.

– ¿Posible? ¿El qué?

– Vivir. El progreso de esta enfermedad oscila entre dieciocho meses y siete años. Díselo a Hawking. Ha sobrevivido más de treinta.

– Pero… de esa manera. En una silla. Inmovilizada… No puedo. No quiero…

– Te asombrarás de lo que querrás y podrás. Ya lo verás.