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Me soltó. Levanté el brazo hasta mis pechos y lo acuné entre los dos. Me froté las partes doloridas. Le miré, mientras empezaba a dolerme la espalda por culpa de las mochilas y los músculos de mi pierna derecha se ponían a temblar. Chris terminó su manzana en tres bocados. Dejó que Toast olfateara el corazón y lo rechazara, antes de tirarlo dentro del fregadero.

– No quiero que te marches -dijo-. Representas un desafío para mí. Me pones de los nervios. Me haces mejor de lo que soy.

Caminé hacia el fregadero. Recuperé el corazón de la manzana. Lo tiré a la basura.

– Quiero que te quedes, Livie.

Vi por la ventana que las farolas arrojaban su luz sobre el agua del estanque. Los árboles de Browning's Island se recortaban en los óvalos luminosos. Consulté mi reloj. Eran casi las ocho. Cuando llegara a Earl's Court ya serían las nueve. Mi pierna derecha empezaba a temblequear.

– Seré como una muñeca de trapo -musité-. Como tuétano cocido en exceso con brazos y piernas.

– Si fuera yo, ¿me abandonarías?

– No lo sé.

– Yo sí.

Oí que se levantaba de la mesa y cruzaba la cocina. Desembarazó mi cuerpo de las mochilas. Las dejó caer al suelo. Rodeó mi espalda con su brazo. Apretó la boca contra mi pelo.

– El amor es diferente -dijo-, pero su realidad es la misma.

Me quedé. Seguí mi programa de ejercicios y levantamiento de pesas. Vi a curanderos, los cuales sugirieron que tenía un quiste, o me estaba saliendo un bulto, o no conseguía movilizar energía, o reaccionaba a una atmósfera negativa. Al cabo del primer año, como la enfermedad no había pasado de las piernas, me dije que, como Stephen Hawking, iba a desafiar las probabilidades a mi manera peculiar. Me aferré a aquella confianza como un náufrago a una tabla, hasta el día en que miré la lista del colmado y vi lo que mis dedos estaban haciendo a mi caligrafía.

No le cuento todo esto para despertar su compasión. Se lo cuento porque, si bien tener ELA es una maldición, también es el motivo de que sepa lo que sé. Es el motivo que solo yo sé. Excepto mi madre.

Las habladurías se dispararon cuando Kenneth Fleming fue a vivir con mi madre en Kensington. Si Kenneth no hubiera iniciado su carrera con aquella humillante actuación en el Lord's, tal vez la prensa sensacionalista habría tardado siglos en husmear en su vida, pero cuando logró aquel éxito memorable y mortificante, la atención del mundo del criquet se fijó en él. Cuando eso ocurrió, mi madre también pasó a ser examinada con microscopio.

Dieron mucho juego a la prensa, aquellos treinta y cuatro años que separaban al jugador de criquet de su patrona. ¿Qué era ella para él?, querían saber los periódicos. ¿Era su verdadera madre, que lo había entregado al nacer para que lo adoptaran, y le había buscado en la vejez, cuando se sentía sola? ¿Era su tía, que le había escogido entre una miríada de sobrinos y sobrinas del East End como destinatario de su generosidad? ¿Era un hada madrina adinerada, una mujer que buscaba por los suburbios de Londres una vida prometedora sobre la cual agitar su varita mágica? ¿Era una nueva patrocinadora del equipo inglés, que se tomaba muy en serio sus responsabilidades, hasta el punto de implicarse íntimamente en las agitadas vidas de sus jugadores? ¿O era algo más escabroso? ¿Una atracción edípica por parte de Kenneth Fleming, a la que la Yo casta de Miriam Whitelaw respondía con más entusiasmo del que era prudente?

¿Dónde dormía cada uno?, quería saber la prensa. ¿Vivían juntos en la casa, sin nadie más? ¿Había criados susceptibles de revelar la verdadera historia, mujeres de la limpieza que hacían una sola cama en vez de dos? Si tenían cuartos separados, ¿estaban en la misma planta? ¿Cuál era el significado de que Miriam Whitelaw no se perdiera ni un partido en el que jugara Kenneth Fleming?

Como la historia verdadera no podía ser tan interesante como las especulaciones, la prensa amarilla se aferraba a las especulaciones. Vendían más ejemplares. ¿Quién deseaba leer artículos sobre una ex profesora de inglés y su alumno favorito, en cuya vida se había inmiscuido? Eso no era tan intrigante como las excitantes insinuaciones sugeridas por una fotografía de Kenneth y mi madre, en la cual salían de Grace Gate bajo un solo paraguas, el brazo de Kenneth alrededor de los hombros de ella, que le miraba sonriente.

¿Y Jean? Puede que ya lo sepa. Al principio, habló con los periodistas más de lo debido. Era una presa fácil para el Daily Mirror y el Sun. Jean quería que Kenneth volviera a casa, y pensaba que la prensa la ayudaría a conseguirlo. Había fotos de ella trabajando en el café del mercado de Billingsgate, fotos de los chicos camino del colegio, fotos de la familia sin papá, un domingo por la noche, sentada alrededor de la mesa de la cocina, cubierta con el hule rojo, con sus salchichas y el puré de patatas, fotos de Jean lanzando con torpeza la pelota a Jimmy, que soñaba (gran confidencia) en ser como su papá. «¿Dónde está Ken?», preguntaban los periódicos, mientras otros proclamaban «Abandonada y con el corazón destrozado». «¿Demasiado bueno para ella ahora?», inquiría Woman's Own, mientras Woman's Realm se preguntaba «¿Qué hay que hacer cuando él te deja por otra que parece su mamá?».

Durante todo ese tiempo, Kenneth se mordió la lengua y se concentró en el criquet. Visitaba periódicamente la Isla de los Perros, pero callaba lo que decía a Jean acerca de sus tratos con la prensa. Puede que su estilo de vida fuera poco convencional, pero «Es mejor así por el momento» fue todo cuanto declaró de manera oficial.

Solo puedo suponer cómo estaban las cosas entre Kenneth y mi madre durante esa época. Puedo llenar los huecos en las especulaciones de los periódicos, por supuesto, con detalles sobre las disposiciones tomadas para dormir: diferentes dormitorios, pero en la misma planta y con una puerta que los comunicaba, porque Kenneth ocupó lo que había sido el vestidor de mi bisabuelo, el segundo dormitorio más grande de la casa. No había nada censurable en eso. Los pocos huéspedes que recibía mi madre siempre dormían en aquella habitación. Con detalles como quién estaba en la casa con ellos: nadie, a excepción de una mujer de Sri Lanka que venía a limpiar y se encargaba de la colada dos veces a la semana. En cuanto al resto, como todo el mundo, solo puedo hacer conjeturas.

Sus conversaciones debían de ser muy matizadas. Cuando mi madre debía tomar una decisión concerniente a la imprenta, solicitaba el consejo de Kenneth, le presentaba teorías y consideraciones, escuchaba sus opiniones. Cuando Kenneth veía a Jean y los chicos, hablaba sobre ellos, su decisión de continuar separado, los motivos de no solicitar el divorcio. Cuando el equipo inglés se desplazaba fuera del país, Kenneth la informaba sobre los detalles del viaje, hablaba de las personas que había conocido y los paisajes que había visto. Si ella leía un libro o veía una obra de teatro, comentaba sus reacciones. Si él se interesaba por la política nacional, compartía dicho interés con ella.

Fuera como fuera, Kenneth Fleming y mi madre intimaron. Él la llamaba su mejor amigo, y los meses que vivió con ella se transformaron en un año, y el año en dos, siempre ajenos a las habladurías y las especulaciones.

Me enteré de su relación por los periódicos. Me dio igual, porque estaba entregada en cuerpo y alma al MLA, y el MLA estaba entregado en cuerpo y alma a tocar los huevos a la universidad de Cambridge. Nada podía proporcionarme más placer que llegar a ser un coágulo en la corriente sanguínea de aquel repugnante lugar, de modo que cuando leí la noticia acerca de mi madre y Kenneth, pasé de todo y utilicé el periódico para envolver las mondaduras de patatas.

Cuando reflexioné sobre ello más adelante, llegué a la conclusión de que mi madre estaba enfrascada en una tarea de sustitución. Primero, pensé que me estaba sustituyendo a mí. Hacía años que nuestros contactos se habían interrumpido, de modo que utilizaba a Kenneth como un hijo sustituto, con el que sus talentos maternales pudieran triunfar. Después, a medida que el silencio de los protagonistas alimentaba las especulaciones, empecé a pensar que estaba sustituyendo a mi padre. Me pareció ridículo pensar en mi madre y Kenneth dedicados a la faena en plena oscuridad, mientras él intentaba hacer caso omiso de sus carnes flaccidas y ella intentaba prolongar su erección hasta completar el acto a la satisfacción mutua. Sin embargo, al cabo de un tiempo, como el nombre de Kenneth no se relacionó con el de ninguna otra mujer, fue la única explicación lógica. Mientras siguiera casado con Jean, podría rechazar las atenciones de mujeres de su edad con un «Lo siento, soy un hombre casado» a modo de excusa. Lo cual le evitaría líos que amenazaran su lío real con mi madre.