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Lynley asintió. Tiró el expediente de Fleming sobre el escritorio. Abrió la siguiente colección de periódicos que aún no había examinado y buscó sus gafas.

– No parece sorprendido -comentó Havers.

– No, no lo estoy.

– Entonces, supongo que el resto tampoco le sorprenderá.

– ¿Qué es?

– El cigarrillo. Su experto lo ha identificado a las nueve de esta mañana. Ha hecho las fotos y terminado el informe.

– ¿Y?

– B y H.

– ¿Bensony Hedges?

Lynley giró la silla hacia la ventana. Tenía delante la arquitectura prosaica del Ministerio del Interior, pero solo veía una llama aplicada a un tubo de tabaco, seguida de una cara tras otra, seguida de una nube de humo.

– Definitivamente -dijo Havers-. B y H. -Dejó la taza de plástico sobre el escritorio y aprovechó la oportunidad para desplomarse en una silla-. Eso nos va de perlas, ¿verdad?

Lynley no contestó. Empezó otro repaso mental de lo que tenían sobre móviles y medios, y trató de emparejarlos con la oportunidad.

– ¿Y bien? -dijo Havers, casi un minuto después-. Sí, ¿verdad? ¿No nos va de perlas el B y H?

Lynley vio que una bandada de palomas emprendían el vuelo desde el tejado del Ministerio del Interior. Adoptaron la forma de punta de flecha y se dirigieron hacia St. James's Park. Era hora de comer. El puente peatonal que pasaba sobre el lago en forma de langosta estaría plagado de turistas, con las manos llenas de alpiste para los gorriones. Las palomas también querían participar en el festín.

– Ya lo creo -dijo Lynley mientras seguía el vuelo de las aves, sin la menor duda sobre su destino, porque un único propósito animaba siempre su vuelo-. Arroja una nueva perspectiva sobre el caso, sargento.

Capítulo 19

Jeannie Cooper siguió al Rover del señor Friskin en el Cavalier azul que Kenny le había comprado el año pasado, el primer y único regalo que había aceptado de la generosidad que el criquet le permitía. Lo había traído un martes por la tarde y se empeñó en que lo aceptara.

– No quiero que lleves a los chicos en ese coche, Jean. Va a morir de un momento a otro, y si te falla en la autopista, los tres os quedaréis tirados.

– Si nos quedamos tirados, ya encontraremos una solución -replicó ella, tirante-. No tengas miedo, que no va a sonar una noche el teléfono de la señora Whitelaw para que vengas a buscarnos.

Kenny contestó con su calma habitual, mientras pasaba las llaves del coche de una mano a otra y la miraba fijamente a los ojos, de manera que ella no podía apartar la vista por más que lo deseaba.

– Jean, este coche no tiene nada que ver con nosotros dos. Es por ellos. Por los chicos. Acéptalo. Diles lo que quieras cuando te pregunten de dónde ha salido. Me da igual lo que les digas. No menciones mi nombre si no quieres. Solo pienso en su seguridad.

Su seguridad, pensó Jeannie, y una carcajada furiosa que lindaba con la histeria surgió de su boca, como la promesa de una erupción inminente. Kenny quería velar por su seguridad, estupendo. Ahogó el sollozo que quiso seguir a la carcajada. No, se dijo. No proporcionaría a nadie la satisfacción de verla desmoronarse de nuevo, sobre todo después de lo de ayer por la tarde, con aquellas cámaras que destellaban en su cara y los periodistas como chacales, que daban vueltas a su alrededor, a la espera de captar algún momento de debilidad. Bien, ya habían tenido su espectáculo, lo habían exhibido en las primeras planas de sus periódicos, y no quería proporcionar más satisfacciones a los muy bastardos.

Se había abierto paso entre ellos en New Scotland Yard con cara de póquer. Gritaban sus preguntas y disparaban sus cámaras, y si bien supuso que se lo estaban pasando en grande con su bata de Crissys, la gorra y el delantal manchado que no se había molestado en quitarse, en sus prisas por marcharse cuando el señor Friskin la telefoneó al mercado de Billingsgate para anunciarle que la policía quería ver de nuevo a Jimmy, no les había facilitado la tarea. Una mujer normal que iba a trabajar y volvía a casa para estar con sus hijos. Los periodistas y fotógrafos no verían el resto. Y si no lo veían, no podrían tocarlo.

Se internaron en la congestión de Parliament Squa-re y Jeannie se esforzó por mantenerse lo más cerca posible del Rover del señor Friskin, con el propósito inarticulado y a medio formar de proteger a su hijo de aquella manera. Jimmy se había negado a ir con ella. En cambio, se había metido en el coche del señor Friskin antes de que su madre o el abogado pudieran hablar con él o entre sí.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Jeannie-. ¿Qué le han hecho?

El señor Friskin respondió con una sonrisa.

– De momento, estamos jugando al gato y al ratón. Vamos empatados.

– ¿Qué ha pasado? ¿Qué quiere decir?

– Intentarán avasallarnos, y nosotros intentaremos no ceder terreno.

Fue lo único que pudo decir, porque la manada de periodistas se abalanzó sobre ellos.

– Volverán a por Jim -murmuró Friskin-. No, no me refiero a los medios -explicó, cuando Jeannie se fijó en los periodistas que afluían-. Ellos también, pero me refería a la policía.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Jeannie, y notó que una franja de sudor humedecía su nuca-. ¿Qué les ha dicho?

– Ahora no.

El señor Friskin subió al coche y lo puso en marcha. Dio media vuelta y dejó que Jeannie se abriera paso a codazos hasta el Cavalier. Abrió la puerta y se puso el cinturón de seguridad. Las cámaras captaron hasta el último de sus movimientos, pero las imágenes no inmortalizarían palabra o mirada que respondiera a sus preguntas, y ninguna reacción al hecho de que su hijo fuera interrogado acerca de la muerte de su padre.

Y no había averiguado más sobre lo que había dicho a la policía que después de su conversación en la cocina de la noche anterior.

Le querías muerto más que nada en el mundo, ¿verdad, mamá? Y los dos lo sabemos, ¿verdad?

Mucho después de que Jimmy la hubiera dejado sentada ante la sopera, observando la capa que se formaba encima, mientras se preguntaba cómo era posible que la sopa de tomate formara una capa cuando se enfriaba, cuando otras sopas no, las dos preguntas de Jimmy seguían rebotando en su cabeza como ecos de goma. Hizo cuanto pudo por expulsar las preguntas, pero nada (ni oraciones, ni evocaciones de la imagen de su marido, los rostros de sus hijos, el recuerdo de aquella familia unida que se sentaba los domingos para comer un asado de buey) podía evitar que oyera las preguntas de Jimmy, el tono conspiratorio y furtivo conque las había formulado, o las respuestas que acudían a su mente, tan inmediatas como contradictorias.

No. Yo no le quería muerto, Jimmy. Le quería conmigo durante el resto de mi vida. Quería su risa, su aliento sobre mi hombro cuando dormía, su mano sobre mi muslo por las noches, cuando hablábamos de cómo había ido el día, verle abrir un periódico y sumergirse en un artículo como un buzo en el mar. Quería el olor de su piel, el sonido de su voz cuando gritaba «¡Mueve esa pelota, Jimmy! Vamos, hijo, piensa como un lanzador», el tacto de su mano cuando me apretaba la nuca todas las noches, cuando volvía de la imprenta, su imagen a la orilla del mar con Stan a hombros y Shar a su lado, y los prismáticos que se iban pasando para observar aves, y su sabor, tan personal. Yo le deseaba, Jimmy. Y desearle así y poseerle así significaba desearle y poseerle vivo, no muerto.

Pero ella apareció, ¿no? Veía lo que yo veía. Se refocilaba como un gato con nata en lo que era mío. Se interponía entre nosotros y lo que eso significaba: Kenny al volver a casa, Kenny cantando como una hiena en el baño por las mañanas, Kenny tirando los pantalones de cualquier manera, y los zapatos y calcetines al pie de la escalera, Kenny metiéndose en la cama, volviéndome hacia él, nuestras piernas y estómagos apretados. Mientras ella se interpusiera entre Kenny y yo, entre Kenny y su familia, entre Kenny y nuestro futuro, no había esperanza, Jim. Y mientras ella se interpusiera, yo le quería muerto. Porque si estaba muerto, de una forma definitiva, no tendría que pensar en Kenny y ella.