¿Cómo podía explicarle eso?, se preguntaba Jean-nie. Su hijo quería síes y noes. Descifraban la vida. Eran los grandes iluminadores. Exponer aquellas ideas sería pedirle que diera el salto a la madurez, un salto que aún le estaba vedado. Era mucho más fácil decir, no, no, nunca lo deseé, Jim. Era mucho más fácil afrontar los hechos de una manera superficial. Mientras seguía al Rover por la orilla del Támesis y trataba en vano de imaginar lo que estaba pasando entre el abogado y su hijo en el otro coche, Jeannie comprendió que ni podía mentir a Jimmy ni decirle la verdad.
Los periodistas habían abandonado por fin Cárdale Street, y daba la impresión, al menos de momento, que ninguno había decidido realizar el largo viaje de vuelta a la Isla de los Perros. Era evidente que había más posibilidades de obtener datos en Scotland Yard. De todos modos, Jeannie no abrigaba la menor duda de que volverían con sus libretas y cámaras e» cuanto el trayecto se les antojara provechoso. El problema consistía en evitarlo. La única forma de lograrlo era quedarse en casa y alejarse de las ventanas.
El señor Friskin siguió a Jeannie al interior. Jimmy se encaminó a la escalera. Jeannie le llamó, pero no se detuvo.
– Déjele, señora Cooper -dijo el abogado con suavidad.
Jeannie se sentía desesperadamente cansada, inútil como una esponja usada, y muy sola. Por la mañana, había enviado a Stan y Shar al colegio, pero ahora se arrepentía. Con ellos en casa, al menos podría preparar la comida. Sabía que, si preparaba algo para Jimmy, no lo tomaría. Por algún motivo, aquella certeza la sumía en la desesperación. No podía ofrecer a su hijo nada que necesitara o deseara. Ni comida para fortalecerle, ni familia para apoyarle, ni padre para guiarle.
Sabía que tendría que haber actuado de manera diferente, pero no sabía en qué o cómo.
– No dijo nada anoche -explicó al señor Friskin-. ¿Qué les ha dicho?
El señor Friskin se lo contó todo, lo que ella ya sabía y había intentado negar desde el momento que los dos agentes habían entrado en Crissys el viernes por la tarde y anunciado que venían de Kent. Cada dato era como un golpe mortal, pese a los esfuerzos del señor Friskin por referirlos con amabilidad.
– Por lo tanto, ha confirmado algunas de sus sospechas -concluyó el abogado.
– ¿Qué significa eso?
– Que van a presionarle por si pueden obtener algo más de él. No les ha dicho todo lo que quieren saber, eso es evidente.
– ¿Qué quieren saber?
El hombre extendió las manos, como para demostrar que esjaban vacías.
– De habérmelo dicho, querría decir que estoy de su lado, y ese no es el caso. Estoy de su parte. Y de la de Jim. Aún no ha terminado, aunque supongo que esperarán veinticuatro horas o más, para que el chico se preocupe por lo que va a sucederle a continuación.
– Aún será peor, ¿eh?
– Les gusta presionar, señorita Cooper. Van a presionar. Es su forma de trabajar.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Estaremos a su altura. Jugaremos.
– Pero les ha contado más de lo que les contó cuando estuvieron aquí, en casa. ¿No puede impedírselo? -Percibió la desesperación en su voz y trató de controlarla, no tanto por orgullo como por miedo de que la desesperación pusiera al abogado en la pista de la verdad-. Porque si les sigue contando… Si usted deja que hable… ¿No puede obligarle a callar?
– No es eso. Yo le he aconsejado y seguiré aconsejándole, pero a partir de cierto punto todo queda en manos de Jim. No puedo amordazarle si quiere hablar. Y… -El señor Friskin vaciló. Era como si estuviera meditando las palabras que debía elegir. Jeannie no esperaba tal comportamiento de un abogado. Las palabras surgían de sus bocas con facilidad y desenvoltura, como en las películas, ¿no?-. Parece que quiere hablar con ellos, señorita Cooper. ¿Sabe por qué?
Quiere hablar con ellos, quiere hablar con ellos, quiere hablar. No podía oír otra cosa. Aturdida por la revelación, se acercó a la tele para coger el paquete de cigarrillos. Sacó uno y una llama brotó ante su cara, como un cohete lanzado por el encendedor del señor Friskin.
– ¿Sabe por qué? -insistió el abogado-. ¿Se le ocurre algún motivo?
Ella negó con la cabeza. Utilizó el cigarrillo, el inhalar, la misma actividad de fumar, como razón para no hablar. El señor Friskin la contemplaba con tranquilidad. Jeannie esperó a que hiciera otra pregunta o le ofreciera su opinión experta sobre la explicación del comportamiento inexplicable de Jimmy. No lo hizo. Se limitó a mirarla fijamente a los ojos, como diciendo sabe sabe sabe señorita Cooper, con tanta eficacia como si hablara en voz alta. Jeannie se refugió en el silencio.
– Ellos darán el paso siguiente -dijo por fin Friskin-. Cuando ocurra, yo estaré allí. Hasta entonces… -Sacó las llaves del coche del bolsillo de los pantalones y caminó hacia la puerta-. Telefonéeme si cree que debemos hablar de algo.
Jeannie asintió. El hombre se marchó.
Se quedó junto a la tele como un autómata. Pensó en Jimmy en la sala de interrogatorios. Pensó en Jimmy, ansioso por hablar.
– Todos los chicos son un poco raros -le había dicho Kenny una tarde en el dormitorio, repantigado en la cama con la pierna derecha formando un cuatro con la izquierda. Las cortinas estaban corridas para protegerse del sol de mediodía, que se filtraba por ellas y alteraba el color de sus cuerpos. El de Kenny era tostado, abultado por músculos que esculpían su piel, y estaba tendido sobre las almohadas, con un brazo pasado por debajo de la cabeza, como si fuera a quedarse para siempre. Cosa que no iba a hacer. Y ella lo sabía. Kenny recorrió con la mano su espalda y acarició su nuca con los dedos-. ¿No te acuerdas cómo éramos cuando teníamos su edad?
– Tú me hablabas -contestó Jeannie-. Él no.
– Porque eres su mamá. Los chicos no hablan con sus mamas.
– ¿Con quién, pues?
– Con sus novias. -Se inclinó hacia delante para besar su hombro. Murmuró algo mientras su boca practicaba un sendero desde el hombro hasta el cuello-. Y también con sus amigos.
– ¿Sí? ¿Y con sus papas?
La boca de Kenny dejó de moverse. Ni habló ni besó. Jeannie apoyó la mano sobre su pantorrilla y frotó con el pulgar el músculo que se arqueaba desde la parte posterior de la rodilla.
– Necesita a su padre, Kenny.
Sintió que la abandonaba, como si su espíritu se desvaneciera, aunque su cuerpo estaba inmóvil como el agua del fondo de un pozo. Estaba tan cerca de ella que su aliento era como un beso fantasmal sobre su piel, pero Kenny era como una ola al retirarse.
– Ya tiene a su padre.
– Ya sabes a qué me refiero. Aquí. En casa.
Kenny se incorporó y pasó las piernas por encima de la cama. Cogió los calzoncillos y los pantalones y empezó a vestirse. Jeannie oyó las prendas deslizarse sobre su piel, pensó en que cada una servía para defenderle de ella mejor que una cota de malla. El acto de vestirse y el momento escogido constituían la respuesta a su muda petición. El dolor le resultó insoportable.
– Te quiero -dijo-. Mi corazón se llena cuando estás aquí. -Notó que la cama se movía cuando Kenny se levantó-. Te necesitamos, Kenny. Y no estoy pensando solo en mí, sino en ellos.
– Jean, ya me cuesta bastante…
– Y quieres que te lo ponga fácil, ¿verdad?
– No he dicho eso. Digo que no es tan sencillo como hacer las maletas y volver a casa.
– Podría ser sencillo si quisieras.
– Para ti, no para mí.
Jeannie respiró hondo.