Era un tipo de fracaso que ocurría a todo el mundo, pero nunca le había ocurrido a Lynley. Y, por asociación, como era el DIC con quien había trabajado más tiempo, tampoco le había pasado nunca a ella.
Sin embargo, no era el mejor de los casos en el que fracasar. No solo estaban los medios de comunicación obsesionados por el caso, provocando más interés público del que lograría el asesinato de alguien con una cara y un nombre menos conocidos, sino que también sus superiores de New Scotland Yard estaban entorpeciendo la investigación como escolares revoltosos. El interés combinado de medios de comunicación y superiores no prometía servir a los intereses de Lynley o Barbara. Garantizaba que perjudicaría a Lynley, porque casi desde el primer momento se había ceñido a un método que violaba un precepto de la eficacia policiaclass="underline" había decidido jugar con los medios y continuaba jugando con un objetivo misterioso, que hasta el momento no había logrado alcanzar. Garantizaba que perjudicaría a Barbara porque era culpable por asociación. Y el superintendente jefe Hillier se lo había indicado cuando quiso que estuviera presente en la única reunión celebrada con Lynley sobre el caso.
Casi podía escuchar la reprimenda que acompañaría a su siguiente evaluación de eficacia. «¿Expresó en voz alta una sola objeción, sargento Havers? Usted ocupa una posición subordinada en el tándem, cierto, pero ¿desde cuándo impide una posición subordinada expresar la opinión particular sobre una cuestión ética?» Al superintendente jefe Hillier le daría igual que Barbara sí hubiera expresado su opinión a Lynley durante la investigación. No lo había hecho abiertamente, lo cual significaba que no lo había hecho en la reunión convocada por Hillier.
A Hillier le habría gustado que ella hubiera subrayado a Lynley el hecho de qué los medios de comunicación eran unos amantes desastrosos. En el mejor de los casos, eran falsos, y manoseaban sin descanso el objeto de su deseo hasta conseguir saciarse. En el peor, eran mezquinos, tomaban lo que podían del objeto de su pasión y no dejaban nada cuando se quedaban satisfechos.
Pero ella no había dicho nada por el estilo. El barco se estaba hundiendo y ella se iba al fondo con la tripulación.
A ninguno de los dos les costaría su empleo. Todo el mundo esperaba que se produjera un fracaso de vez en cuando, pero fracasar a la luz implacable de la publicidad, publicidad que Lynley no hacía nada por evitar, que hasta alentaba sin ambages… Nadie lo olvidaría pronto, y mucho menos los mandamases que tenían el futuro de Barbara en la palma de su mano.
– Que les den por el culo a todos -murmuró Barbara mientras rebuscaba en el bolso la llave de la puerta. Estaba casi demasiado cansada para deprimirse.
Pero no lo bastante cansada. Encendió la luz de la casa y miró a su alrededor. Suspiró. Dios, qué vertedero. La nevera funcionaba, y era un consuelo, porque al menos había podido deshacerse del cubo, pero por lo demás, la estancia era poco más que una declaración de fracaso personal y ella lo sabía. Sola estaba escrito en todas partes. Cama individual. Mesa de comedor con dos sillas…, y dos era estirar la esperanza hasta el límite, ¿verdad, Barb? Una vieja fotografía escolar de un hermano muerto mucho tiempo atrás. Una instantánea de sus padres, uno muerto y la otra bastante más que algo demente. Una colección de novelas delgadas, capaces de ser leídas en dos horas, en las cuales hombres eternamente empalmados irrumpían en la gran rueda del amor y eran eternamente redimidos por la adoración de buenas mujeres, a quienes aquellos mismos hombres rodeaban en sus brazos, levantaban del suelo, acostaban en una cama o en un montón de paja. ¿Vivían felices por siempre, después de que los sollozos y las erecciones alcanzaban su apoteosis final? ¿Le sucedía a alguien, en realidad?
Déjalo, se dijo Barbara con rudeza. Estás cansada, estás mojada desde los muslos a los pies, estás hambrienta, estás preocupada, estás hecha un lío. Necesitas una ducha, que te darás ahora mismo. Necesitas un cuenco de sopa, que te tomarás nada más salir de la ducha. Necesitas telefonear a tu madre y decirle que el domingo irás a Greenford para dar un paseo por el ejido y hacer lo que a ella le apetezca. Y cuando hayas terminado, necesitas meterte en la cama, encender la luz de leer y zambullirte en los placeres del amor de segunda mano, muy sospechosos y siempre delegados.
– Exacto -afirmó.
Se quitó la ropa, la amontonó, entró en el cuarto de baño, dejó correr el agua de la ducha hasta que echó humo y se metió dentro con una botella de champú en la mano. Dejó qué el agua resbalara sobre su cuerpo y, mientras se frotaba vigorosamente el cuero cabelludo, cantó. Convirtió la noche en un repaso a viejos éxitos, en un tributo a. Buddy Holly. Y cuando hubo repasado «Peggy Sue», «That'U Be the Day», «Raining in My Heart» y «Rave On», entonó una elegía desafinada al grande entre los grandes con una versión espantosa de «American Pie». Estaba de pie, cubierta con su viejo albornoz y una toalla alrededor de la cabeza, ladrando «The daaaay the muuuuusic died» por última vez, cuando oyó que alguien llamaba. Dejó de cantar al instante. La llamada también enmudeció, pero volvió a empezar. Cuatro golpes decididos.' Venían de la puerta de la casa.
– ¿Quién…? -dijo. Salió descalza del cuarto de baño y se anudó el albornoz-. ¿Sí? -gritó.
– Hola, hola. Soy yo -dijo una vocecita.
– ¿Eres tú?
– La visité la otra noche. ¿No se acuerda? Aquel chico nos trajo su nevera por equivocación y usted la estaba mirando y yo salí y usted me invitó a ver su casa si dejaba una nota a mi papá y…
«Invitó» no era la palabra que Barbara hubiera elegido.
– Hadiyyah-dijo.
– ¡Se acuerda! Sabía que lo haría. La vi llegar a casa porque estaba mirando por la ventana y pregunté a mi papá si podía venir a verla. Papá dijo que sí porque yo dije que usted era mi amiga. Así que…
– Caramba, estoy hecha polvo -dijo Barbara, sin dejar de hablar a la hoja de la puerta-. Acabo de llegar a casa. ¿Podemos vernos en otro momento. ¿Mañana, tal vez?
– Ah. Supongo que no habría debido… Es que quería… -La vocecilla enmudeció como afligida-. Sí. Tal vez en otro momento. Pero es que le he traído algo -continuó, más animada-. ¿Lo dejo en la puerta? ¿Le parece bien? Es un poco especial.
Qué coño, pensó Barbara.
– Espera un segundo, ¿vale? -dijo. Recogió las ropas tiradas en el suelo, las arrojó dentro del cuarto de baño y volvió a la puerta. La abrió-. Bien, ¿qué has estado tramando? ¿Sabe tu padre que…?
Se calló cuando vio que Hadiyyah no estaba sola.
Había un hombre con ella. Era de piel oscura, más oscura que la de la niña, delgado y bien vestido con un traje a rayas finas. Hadiyyah llevaba su uniforme escolar, en esta ocasión cintas rosas ceñían sus trenzas, y sujetaba la mano del hombre. Barbara observó que llevaba un estupendo reloj de oro.
– He traído a mi papá -anunció con orgullo Hadiyyah.
Barbara asintió.
– No es lo que ibas a dejar en la puerta, ¿verdad?
Hadiyyah lanzó una risita y tiró de la mano de su padre.
– Es descarada, papá. Ya te lo dije, ¿verdad?
– Lo dijiste.