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Resbalaron lágrimas por las esquinas de sus ojos.

– ¿Provocaste el incendio?

Se llevó el puño a la boca.

– ¿Por qué? -susurré-. ¿Por qué lo hiciste?

– Todo para mí. Mi corazón. Mi mente. Nada te hará daño. Nada. Nadie.

Se mordió el dedo índice y empezó a sollozar. Apretó entre los dientes la parte carnosa del dedo, desde el nudillo a la primera articulación, sin dejar de llorar.

Cubrí su puño con mi mano.

– Madre -dije, y traté de apartar el dedo de su boca. Era mucho más fuerte de lo que imaginaba.

El teléfono volvió a sonar. Enmudeció de repente, y supuse que Chris había descolgado el de la cocina. Se quitaría de encima a los periodistas. No había nada que temer a ese respecto, pero mientras observaba a mi madre, comprendía que no eran las llamadas de los periodistas lo que yo temía. Temía a la policía.

Apoyé la mano sobre un lado de su cabeza y acaricié su pelo para calmarla.

– Ya pensaremos en cómo salir de ésta -dije-. No te pasará nada.

Chris volvió con una bandeja que entró en el comedor. Oí el ruido de platos y cubiertos mientras los disponía sobre la mesa. Volvió al saloncito. Rodeó con el brazo la espalda de mi madre.

– Le he preparado huevos revueltos, señora Whitelaw -dijo, y la ayudó a levantarse.

Ella se aferró a su brazo. Apoyó una mano sobre el hombro de Chris. Examinó su cara como si quisiera aprendérsela de memoria.

– Lo que ella te hizo -dijo-. El dolor que te causó. También a mí. No podía soportarlo, querido. No debías sufrir más a sus manos. ¿Lo entiendes?

Intuí que Chris me estaba mirando, pero me concentré en levantarme del sofá y protegerme con el andador para esquivar sus ojos. Entramos en el comedor. Nos sentamos uno a cada lado de mi madre. Chris cogió un tenedor y lo colocó en su mano. Yo le acerqué el plato.

– No puedo -lloriqueó.

– Coma un poco -la animó Chris-. Ha de recuperar fuerzas.

Mi madre dejó caer el tenedor sobre el plato.

– Me dijiste que ibas a Grecia. Deja que haga esto por ti, querido Ken, pensé. Deja que solucione este problema.

– Madre -me apresuré a interrumpirla-. Has de comer algo. Tendrás que hablar con gente, ¿no? Periodistas. La policía. La compañía de seguros… -Bajé la vista. La casa. El seguro. ¿Qué había hecho? ¿Por qué? Dios, qué horror-. No hables más, que la comida se enfría. Primero come, madre.

Chris pinchó un poco de huevo y devolvió el tenedor a su mano. Mi madre empezó a comer. Sus movimientos eran perezosos, como si reflexionara durante mucho rato antes de hacerlos.

Cuando hubo terminado, la llevamos de vuelta al saloncito. Dije a Chris dónde podía encontrar mantas y almohadas, y le improvisamos una cama en el sofá. El teléfono volvió a sonar. Chris descolgó, escuchó.

– Inaccesible, me temo -dijo, y colgó.

Encontré la pelota de criquet donde la había tirado, y mientras mi madre dejaba que Chris la cubriera con las mantas, se la di. Ella la sujetó debajo de la barbilla. Quiso hablar, pero yo se lo impedí.

– Descansa -dije-. Yo me sentaré a tu lado.

Cerró los ojos. Me pregunté desde cuándo no dormía.

Chris se fue. Yo me quedé, sentada en el canapé de terciopelo. Contemplé a mi madre. Conté los cuartos de hora cuando el reloj de péndulo los daba. El sol movió poco a poco las sombras a lo largo de la habitación. Intenté pensar en lo que debía hacer.

Debía necesitar el dinero del seguro, pensé. Di rienda suelta a las suposiciones. No había administrado la imprenta tan bien como debía. La situación empeoraba. No había querido confesarlo a Kenneth porque no quería preocuparle o distraerle de su carrera. Él también tenía problemas. Sostenía a su familia. Los niños se estaban haciendo mayores. Se le exigía más económicamente. Estaba endeudado. Los acreedores le acosaban. Decidieron pasar de las convenciones y casarse, pero Jean había exigido una compensación en metálico sustanciosa antes de acceder al divorcio. El hijo mayor quería ir a Winchester. Kenneth no podía permitirse el lujo al mismo tiempo que debía pagar a Jean. Mi madre quiso ayudarle para que pudieran casarse. Ella tenía cáncer. Uno de los hijos tenía cáncer. Él tenía cáncer. Necesitaba el dinero para un tratamiento especial. Chantaje. Alguien sabía algo y la obligaba a pagar…

Recliné la cabeza sobre el respaldo del canapé. No sabía qué hacer, porque no entendía qué había hecho mi madre. El insomnio de las noches anteriores empezó a afectarme. Era incapaz de tomar una decisión. Era incapaz de planear. Era incapaz de pensar. Me dormí.

Cuando desperté, la luz había menguado. Levanté la cabeza y di un respingo a causa del dolor provocado por la ppstura. Miré hacia el sofá. Mi madre no estaba. Mi mente entró en acción. ¿Dónde estaba? ¿Por qué? ¿Qué había hecho? ¿Era posible que…?

– Has echado una buena siesta, querida.

Volví la cabeza hacia la puerta.

Se había bañado. Se había vestido con una blusa negra larga y pantalones a juego. Se había pintado los labios. Se había arreglado el pelo. Llevaba una tirita en el corte de la frente.

– ¿Tienes hambre?-preguntó.

Negué con la cabeza. Se acercó al sofá y dobló las mantas que habíamos utilizado para taparla. Las alisó y apiló pulcramente. Convirtió en un cuadrado la funda manchada. La colocó en el centro de las mantas amontonadas. Después, se sentó en el mismo lugar que la madrugada del jueves, en la esquina del sofá más cercana a mi canapé.

Sus ojos no se alteraron cuando me miró.

– Estoy en tus manos, Olivia -dijo, y comprendí que el poder estaba de mi lado por fin.

Fue una sensación extraña. No fue de triunfo, sino de temor, horror y responsabilidad. No me gustaba ninguna, y mucho menos la última.

– ¿Por qué? -pregunté-. Dime eso, al menos. He de comprender.

Sus ojos se apartaron de los míos un instante y fueron hacia el retrato de Fleming, que colgaba en la pared sobre mí. Después, regresaron a mi cara.

– Qué ironía -dijo.

– ¿Qué?

– Pensar que, después de todas las angustias que nos hemos causado mutuamente a lo largo de los años, al final de nuestras vidas aparece la necesidad.

Me miró sin pestañear. Su expresión no cambió. Parecía la calma personificada, nada resignada, sino desafiante.

– Ha sucedido que alguien ha muerto -dije-. Y si aparece necesidad, será por parte de la policía. Necesitan respuestas. ¿Qué vas a decirles?

– Hemos llegado a necesitarnos mutuamente. Tú y yo, Olivia. Eso es lo que importa. Al final.

Su mirada me retenía como a una rata hipnotizada por la mirada de una serpiente justo antes de convertirse en la cena del ofidio. Desvié mis ojos hacia la enorme chimenea de caoba, cuyo reloj central se había detenido para siempre la noche que la reina Victoria murió. De esa manera simbólica, mi bisabuelo había llorado el fin de una era. Para mí, era como una demostración de la fuerza que el pasado ejerce sobre nosotros.

Mi madre volvió a hablar, con voz serena.

– Si no hubieras estado aquí cuando volví a casa, si no me hubiera enterado de tu… -Vaciló, en busca del eufemismo adecuado-. Si no hubiera visto tu estado, lo que la enfermedad te está haciendo y lo que va a hacerte, me habría suicidado. Lo habría hecho el viernes por la noche sin la menor vacilación, cuando me dijeron que Ken había muerto en la casa. Cogí las hojas de afeitar. Llené la bañera para desangrarme con más facilidad. Me senté en el agua y levanté la hoja, pero no pude hacerlo. Porque abandonarte ahora, obligarte a plantar cara a esa muerte horrible sin que yo pudiera ayudarte en nada… -Meneó la cabeza-. Cómo se estarán riendo los dioses de nosotros, Olivia. Quería que mi hija volviera a casa desde hacía años.

– Y he vuelto.

– En efecto.

Pasé la mano sobre el viejo tapizado de terciopelo, noté que su raída lanilla subía y bajaba.