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Miro hacia Browning's Island, al otro lado del estanque, donde los sauces inclinan sus ramas hacia el diminuto embarcadero. Los árboles se han llenado de hojas, lo cual significa que el verano está cercano. El verano siempre ha sido una época para olvidar, porque el sol ahuyenta los problemas, y me digo que si aguanto unas pocas semanas más y espero al verano, todo esto quedará atrás. No tendré que pensar en ello. No tendré que tomar decisiones. Me digo que no es mi problema. Pero no es cierto, y lo sé.

Cuando ya no puedo soportar más mirar los periódicos, empiezo con las fotos. Sobre todo las de él. Veo la forma en que yergue la cabeza, y sé que piensa que se ha trasladado a un lugar donde nadie puede hacerle daño.

Lo comprendo. En una época pensé que yo también había llegado a ese lugar, pero lo cierto es que, cuando empiezas a creer en alguien, cuando permites que la bondad esencial de otra persona te conmueva (y es verdad que existe esa bondad básica con la que algunas personas han sido bendecidas), todo se acaba. No solo se han agrietado las murallas, sino que la armadura se ha resquebrajado, y sangras como una fruta madura, con la piel desgarrada por un cuchillo y la carne expuesta para ser devorada. Él no lo sabe todavía. A la larga, lo averiguará.

De modo que escribo por culpa de él, supongo, y porque en el fondo de esta espantosa carnicería de vida y amores, sé que yo soy la responsable de todo.

En realidad, la historia empieza con mi padre, y con el hecho de que yo soy la causante de su muerte. No fue mi primer crimen, como ya descubriréis, pero es el que mi madre no puede perdonar. Y como no pudo perdonarme por matarle, nuestras vidas se complicaron. Y algunas personas salieron malparadas.

Escribir sobre mi madre es un asunto espinoso. Supongo que sonará como un montón de calumnias, la oportunidad perfecta para devolverle la pelota, pero hay una característica de mi madre que necesitáis saber desde ya, si vais a leer esto: le gusta guardar secretos. A pesar de que, si tuviera oportunidad, os explicaría, sin duda con cierta delicadeza, que ella y yo nos distanciamos hace unos diez años a causa de mi «desgraciada relación» con un músico de edad madura llamado Richie Brewster, jamás contaría todo. No querría revelaros que yo fui la «otra mujer» de un tipo casado durante un tiempo, que me dejó plantada, que volví a aceptarle y dejé que me contagiara un herpes, que terminé callejeando en Earl's Court, que lo hacía en los coches por quince libras el polvo cuando necesitaba la coca, una cosa mala, y no podía perder el tiempo yéndome con los tíos a una habitación. Mamá no os contaría esto. Ocultaría los hechos y se convencería de que me estaba protegiendo.

¿De qué?, os preguntaréis.

De la verdad, os contesto. Sobre su vida, su insatisfacción y, en especial, su matrimonio. Ese fue el motivo, dejando aparte mi comportamiento desagradable, que la condujo a creer por fin que estaba poseída por una especie de derecho divino a entrometerse en los asuntos de los demás.

Naturalmente, la mayoría de la gente dedicada a diseccionar la vida de mi madre no la consideraría una entrometida. Antes al contrario, la consideraría una mujer bendecida con una conciencia social admirable. Posee las credenciales, desde luego: ex profesora de literatura inglesa en un colegio maloliente de la Isla de los Perros, lectora voluntaria para ciegos durante los fines de semana, subdirectora de actividades lúdicas para retrasados mentales durante las vacaciones escolares y períodos de descanso entre trimestres, recaudadora de fondos excepcionales para cualquier enfermedad adorada por los medios de comunicación en su momento. Desde un punto de vista superficial, mi madre aparece como una mujer con una mano en el frasco de vitaminas y la otra en el primer peldaño de la escalerilla que conduce a la santidad.

«Hay preocupaciones superiores a las nuestras», siempre me decía, cuando no preguntaba con aflicción: «¿Vas a crear nuevas dificultades hoy, Olivia?».

Pero mi madre era algo más que la mujer empecinada en ir de un lado a otro de Londres durante treinta años, como un san Bernardo del siglo XX. Hay un motivo. Y ahí es dónde entra su autoprotección.

Por vivir en la misma casa que ella, tuve mucho tiempo para tratar de comprender la pasión de mamá por hacer buenas obras. Llegué a la conclusión de que servía a los demás para, al mismo tiempo, servirse a sí misma. Mientras se movía en el mundo desdichado de los desheredados de Londres, no tenía que pensar mucho en su propio mundo. Sobre todo, no tenía que pensar en mi padre.

Me doy cuenta de que es muy conveniente examinar la situación conyugal de los padres durante la infancia de una. ¿Qué mejor forma de excusar los excesos, las influencias y las debilidades incontestables del propio carácter? Os ruego que me soportéis durante esta expedición sin importancia por la historia familiar. Explica por qué mi madre es quién es. Y mamá es la persona a la que debéis comprender.

Si bien nunca lo admitió, creo que mi madre aceptó a mi padre no porque le amara, sino porque era conveniente. No había servido en la guerra, lo cual era algo problemático en lo tocante a su nivel de conveniencia social, pero a pesar de un soplo en el corazón, una rótula rota y una sordera congénita en el oído derecho, papá tuvo al menos la delicadeza de sentirse culpable por haber escapado del servicio militar. Mitigó su culpa en 1952, cuando entró a formar parte de una sociedad dedicada a la reconstrucción de Londres. Allí conoció a mi madre. Ella supuso que su presencia indicaba una conciencia pareja a la suya, y no un deseo de olvidar la fortuna que su padre y él habían amasado gracias a imprimir propaganda gubernamental en su taller de Stepney, desde 1939 hasta el final de la guerra.

Se casaron en 1958. Incluso ahora, tantos años después de la muerte de papá, todavía me pregunto en ocasiones cómo debieron ser los primeros días de matrimonio para mis padres. Me pregunto cuánto tardó mi madre en descubrir que el repertorio pasional de papá no iba mucho más allá de una breve gama entre el silencio y una sonrisa dulce y caprichosa. Especulaba que sus ratos en la cama debían ser del orden de agarrar, manosear, sudar, pellizcar, gruñir, con un «maravilloso, querida» arrojado al final, y así me explicaba que fuera hija única. Hice acto de aparición en 1962, un paquetito de afabilidad engendrado en lo que debió ser, estoy segura, un encuentro bimensual en la postura del misionero.

Debo reconocer que mamá interpretó el papel de esposa obediente durante tres años. Cazó un marido, logrando así uno de los objetivos señalados para las mujeres de la posguerra, e intentó portarse lo mejor con él, pero cuanto más conocía a aquel Gordon Whitelaw, más comprendía que se había vendido bajo falsas premisas. No era el hombre apasionado con el que había esperado casarse. No era un rebelde. Carecía de causa. En el fondo, no era más que un impresor de Stepney, un buen hombre, pero su mundo se circunscribía a fábricas de papel y a galeradas, a mantener las máquinas en funcionamiento y a impedir que los sindicatos le exprimieran. Dirigía su negocio, volvía a casa, leía el periódico, cenaba, miraba la tele y se acostaba. Sus intereses eran escasos. Tenía poco que decir. Era rígido, fiel, dependiente y predecible. En suma, era aburrido.

De modo que mi madre se puso a buscar algo que diera calor a su mundo. Podría haber elegido el adulterio o el alcohol, pero se decantó por las buenas obras.

Nunca admitió nada de esto. Admitir que siempre había deseado tener algo más en su vida de lo que papá le proporcionaba habría significado admitir que su matrimonio no era lo que ella había esperado. Incluso ahora, si fuerais a Kensington y se lo preguntarais, recrearía una imagen de la vida con Gordon Whitelaw paradisíaca desde el primer momento. Como no fue así, se entregó a sus responsabilidades sociales. Para mi madre, hacer el bien era un sustituto de sentirse bien. La nobleza de esfuerzo ocupó el lugar del amor y la pasión física.