Entré en la sala de estar y le sacudí repetidamente en el culo. No se despertó.
– Hoy no lo va a conseguir-dijo Clark-¿Podrás despertarle lo suficiente para que telefonee?
Le moví con el pie. Gruñó. Volví a moverle. Hundió la cabeza en el sofá.
– No -dije a Clark.
– ¿Puedes hacerte pasar por su hermana? Por teléfono, quiero decir.
– ¿Por qué? ¿Dice que vive con su hermana?
– Hasta ahora lo ha hecho. Sería más fácil que tú…
– Mierda. De acuerdo.
Hice la llamada. Gripe, dije. Barry había pasado la noche con la cabeza dentro del retrete. Acababa de acostarse.
– Hecho -anuncié después de colgar.
Clark asintió. Ajustó su corbata. Pareció vacilar y me miró con excesiva cautela.
– Liv -dijo -, lo de anoche. -Se había peinado el pelo hacia atrás de una forma que no me gustaba. Extendí la mano para removerlo. Alejó la cabeza-. Lo de anoche -repitió.
– ¿Qué pasa? ¿No tuviste suficiente? ¿Quieres más? ¿Ahora?
– Preferiría que no se lo dijeras a Barry, ¿vale?
– ¿Qué? -pregunté frunciendo el entrecejo.
– No le digas nada. Ya hablaremos después. -Consultó su reloj. Era un Rolex, obsequio de su orgullosa mamá cuando salió de la Facultad de Económicas de Londres-. Debo irme. Tengo una reunión a las nueve y media.
Le cerré el paso. No me gustaba la personalidad que adoptaba Clark cuando se hacía el fino (todo aquel lenguaje remilgado, con la cuidadosa pronunciación), y aún me gustaba menos aquella mañana.
– Hasta que te expliques, no saldrás. ¿Qué es lo que no debo decir a Barry, y por qué?
Suspiró.
– Que solo lo hicimos los dos. Anoche, Liv, ya sabes a qué me refiero.
– ¿Qué más da? Estaba ido. No habría podido hacerlo aunque hubiera querido.
– Ya lo sé, pero esa no es la cuestión. -Desplazó su peso de un pie al otro-. No le digas nada. Hicimos un trato, él y yo. No quiero líos.
– ¿Qué clase de trato?
– No es importante. Ahora no te lo puedo explicar, de todos modos.
No me aparté.
– Será mejor que te expliques. Si quieres llegar a tiempo a tu reunión.
Suspiró y masculló «coño».
– ¿Qué trato, Clark?
– Muy bien. Antes de venir a vivir contigo, acordamos que nunca… -carraspeó -, acordamos que sin el otro, nunca… -Se pasó la mano por el pelo y lo despeinó-. Que siempre lo haríamos juntos, ¿vale? Contigo. Ese fue el trato.
– Entiendo. Que me follaríais juntos, vamos. El terceto solo haría un dúo si el solitario miraba.
– Si quieres decirlo así…
– ¿Hay otra forma de describirlo?
– Supongo que no.
– Estupendo. Siempre que sepamos de qué estamos hablando.
Se humedeció los labios.
– Bien -dijo-. Hasta la noche.
– De acuerdo. -Me aparté y le vi andar hacia la puerta-. Ah, Clark. -Se volvió-. Por si no te has dado cuenta, se te caen los mocos. Lamentaría mucho que no estuvieras presentable en la reunión.
Agité los dedos a modo de despedida y, cuando la puerta se cerró, me acerqué a Barry. Ya veríamos quién iba a tener a Liv y cuándo.
Le palmeé el culo. Gruñó. Le pellizqué las nalgas. Sonrió.
– Vamos, cacho carne -dije-. Hay que hacer cosas.
Me agaché para darle la vuelta. Fue entonces cuando vi otra vez el telegrama, tirado en el suelo, tapado por los dedos dormidos de Barry.
Lo aparté a un lado de una patada y me acomodé en el suelo para trabajar a Barry, pero cuando vi que nada le iba a arrancar de su letargo, ni mucho menos a ponerle en forma, dije cono y cogí el telegrama.
Estaba un poco torpe, así que rasgué el telegrama cuando abrí el sobre. Leí «crematorio» y «jueves», y al principio pensé que se trataba de alguna tétrica advertencia sobre cómo prepararse para la otra vida, pero después vi «padre» en la parte de arriba, y cerca la palabra «metro». Junté las dos partes y leí el mensaje.
Me contaba lo menos posible. Mi padre había muerto entre las estaciones de Knightsbridge y South Kensington, la noche en que volvía a casa después de nuestro encuentro. Le habían incinerado tres días después. Al cuarto se había celebrado el funeral.
Más tarde (mucho más tarde, cuando las cosas fueron diferentes entre nosotras), me contó el resto. Que iba de pie en aquel espantoso espacio cuadrado frente a las puertas, donde se hacina todo el mundo, que al principio no había caído, sino que se había apoyado con un tremendo suspiro en una joven, quien le apartó de un empujón al sospechar otra cosa, que había caído de rodillas y resbalado a un lado cuando las puertas del vagón se abrieron y la gente salió en South Kensington.
En honor a la verdad, los pasajeros ayudaron a mi madre a sacarle al andén, y alguien corrió en busca de ayuda, pero pasaron más de veinte minutos antes de que llegara al hospital más cercano, y si algo habría podido salvarle, el momento ya había pasado.
Los médicos dijeron que su muerte había sido rápida. Un fallo cardíaco, dijeron. Tal vez murió antes de tocar el suelo.
Pero como ya he dicho, de todo esto me enteré después. En aquel momento, solo contaba con la escasa pero explícita información del telegrama, y la abundante pero implícita información contenida entre las líneas del telegrama.
Recuerdo que pensé, ¡zorra repugnante!, ¡vaca miserable! Estaba a punto de estallar. Sentí que una franja de fuego se hundía en mi cabeza. Tenía que actuar. Tenía que actuar ya. Convertí el telegrama en una bola y lo encajé entre las mejillas de Barry. Le agarré por el pelo y tiré con fuerza de su cabeza.
– Despierta, imbécil -grité-. Despierta. Despierta. Maldito seas. Despierta.
Gimió. Hundí su cabeza en el sofá. Corrí a la cocina. Llené un pote con agua. Cayó sobre mis pies mientras lo llevaba hacia el sofá, sin dejar de gritar «¡Arriba, arriba, arriba!». Tiré del brazo de Barry y su cuerpo le siguió, hasta quedar donde yo quería, sobre el suelo. Le abofeteé y mojé con el agua. Sus ojos se abrieron.
– Eh. ¿Qué…?
Y eso fue suficiente.
Reí, y después chillé:
– ¡Malditos bastardos!
– ¡Eh, Liv! -dijo, y rodó sobre su estómago.
Le perseguí. Me puse sobre él, le abofeteé, le mordí el hombro, sin dejar de gritar.
– ¡Los dos! ¡Bastardos! ¡Tú lo quieres! ¿Lo quieres?
– ¿Qué pasa? ¿De qué co…?
Cogí la botella con los restos del aceite de eucalipto, que estaba tirada entre los platos de la cena, y le golpeé en la cabeza con ella. No se rompió. Le golpeé en el cuello, y después en los hombros, sin dejar de gritar y reír. Consiguió ponerse de rodillas. Le aticé un buen mamporro antes de que se tirara hacia atrás. Caí cerca de la chimenea. Agarré el atizador. Le di vueltas sobre mi cabeza.
– ¡Te odio! ¡No! ¡Os odio a los dos! ¡Escoria! ¡Gusanos!
Y a cada palabra, agitaba de nuevo el atizador.
– ¡Santa mierda! -gritó Barry, y corrió al dormitorio. Cerró la puerta de golpe. La machaqué con el atizador. Noté que saltaban astillas de la madera. Cuando los hombros me dolieron y los brazos se negaron a levantar el atizador de nuevo, lo tiré al otro lado del pasillo. Chocó contra la pared y cayó al suelo.
Y por fin empecé á llorar.
– Me lo vas a hacer, Barry -dije-. Ahora. Ya.
La puerta se abrió unos centímetros al cabo de uno o dos minutos. Tenía la cabeza apoyada en las rodillas y no levanté la vista. Oí que Barry murmuraba «Puta estúpida» cuando pasó a mi lado. Después, habló a las voces airadas que sonaban ante la puerta del piso. Oí «desacuerdo» y «temperamento» y «cosas de mujeres» y «malentendido» con su voz de la BBC. Golpeé mi cabeza repetidas veces contra la pared.