Mi madre se lavó las manos de Kenneth Fleming como se lavó las manos de mí unos tres años después.: La única diferencia fue que, en cuanto surgió la oportunidad poco después de la muerte de mi padre, cogió una toalla y se las secó.
Kenneth Fleming tenía veintiséis años en aquel tiempo. Mi madre, sesenta.
Capítulo 5
– Kenneth Fleming -terminó el corresponsal de la ITN, mientras hablaba al micrófono con una solemnidad que debía considerar apropiada para la ocasión- ha muerto a los treinta y dos años. El mundo del criquet está de luto esta noche. -La cámara se elevó sobre su hombro hacia los muros rematados por guirnaldas y el hierro forjado de la Puerta de la Gracia del Lord's Cricket Ground, que servía de fondo al reportaje-. Dentro de un momento recogeremos las reacciones de sus compañeros de equipo y de Guy Mollison, capitán de Inglaterra.
Jeannie Cooper se apartó de la ventana de la sala de estar. Cerró el televisor. Vio que la imagen se disolvía en negro, borrosa al principio por los bordes. Dio la impresión de que dejaba un residuo.
He de comprar una nueva tele, pensó, preguntar cuánto cuesta una televisión nueva.
Era un buen tema al que derivar sus pensamientos: qué clase de tele compraría, cuántas pulgadas mediría la pantalla, si la querría estéreo y acompañada de un vídeo, y si la querría en una vitrina como la de ahora, un monstruo grande como una nevera y tan vieja como Jimmy.
Cuando el nombre de su hijo se coló de sopetón en su mente, Jeannie se mordió con fuerza la parte interna del labio. Intentó hacerse sangre. Un labio cortado, decidió, era un dolor al que podía hacer frente. Preguntarse dónde habría estado Jimmy durante todo el día, no.
– ¿Jimmy no ha vuelto a casa? -preguntó a su hermano cuando la policía la devolvió del horror de Kent.
– Tampoco ha ido al colegio, por lo que Shar me ha dicho. Esta vez sí que la ha hecho buena. -Derrick cogió de la mesita auxiliar dos de sus artilugios de musculación. Parecían tenazas, y las apretó alternativamente en cada mano-. Aductor, flexor, pronador -murmuró.
– ¿No has ido a buscarle, Der? ¿No has ido al parque?
Derrick contempló sus enormes músculos mientras se contraían y relajaban.
– Voy a decirte algo sobre ese desgraciado, Pook. No creo que haya ido al parque, precisamente.
Su hermano y ella habían sostenido aquella conversación a las seis y media, justo antes de que él se marchara. Ahora, eran las diez pasadas. Hacía más de una hora que sus dos hijos menores se habían acostado. Desde que había cerrado ambas puertas y.bajado la escalera, Jeannie se había quedado de pie ante la ventana, escuchando el murmullo de las voces que emitía la televisión y escudriñando la noche por si veía a Jimmy.
Se acercó a la mesita auxiliar para coger los cigarrillos y buscó en el bolsillo la caja de cerillas. Aún llevaba el uniforme de trabajo, el delantal y los zapatos con suela de goma que se había puesto a las tres y media de la mañana. Empezaba a tener la sensación de que se habían amoldado a ella como una segunda piel. La única prenda que se había quitado era el gorro, que había dejado cerca de la caja registradora de Crissys, antes de ir a Kent. Eso había ocurrido en otra vida, en la parte que a partir de ahora llamaría Antes de que la Policía Llegara a Billingsgate.
Jeannie dio una calada al cigarrillo. Volvió junto a la ventana y apartó la cortina.
Captó un movimiento en la acera, a tres puertas de distancia. Confió, contra toda razón y experiencia, que la silueta fuera la de su hijo mayor. Era alta y delgada, decidió, y caminaba hacia su casa con la misma energía, era esbelto como su papá… Se permitió un momento para sentir la liberación de la tensión que produce el alivio. Después, vio que no era Jimmy, sino el señor Newton, que como cada noche sacaba de paseo a su perro gales hasta la estación de Crossharbour y de vuelta a casa.
Jeannie pensó en lanzarse a la búsqueda de Jimmy. Rechazó la idea. Tenía que descubrir cosas de su hijo, y la única forma de descubrirlas era quedarse donde estaba, en aquella habitación, para ser el primer miembro de la familia que Jimmy viera cuando volviera por fin. Hasta que eso sucediera, se dijo, tenía que mantener la calma. Tenía que esperar. Tenía que rezar.
Pero sabía que no podía rezar para cambiar lo que ya había pasado.
Gracias al telediario de las diez había averiguado los detalles que no había preguntado antes: cuándo había muerto Kenny, la causa extraoficial de su muerte, pendiente de la autopsia oficial, dónde habían encontrado su cuerpo, el hecho de que estaba solo.
– La policía ya ha verificado que la causa del incendio fue un cigarrillo tirado en una butaca -había dicho el locutor. Su mirada a la cámara y la forma de sacudir la cabeza, con pesar, habían proclamado el resto: «Recuerden mis palabras, damas y caballeros. Los cigarrillos no sólo matan de una forma».
Jeannie se alejó de la ventana para aplastar el suyo en un cenicero metálico en forma de concha, con ias palabras Weston-Super-Mare grabadas en oro. Encendió otro, cogió el cenicero, volvió a su puesto.
Le habría gustado argumentar que la moto era el problema, que todos sus problemas con Jimmy habían empezado el día que trajo a casa la maldita moto, pero la verdad era más complicada que una serie de discusiones entre madre e hijo por la posesión de un medio de transporte. La verdad residía en todo lo que habían evitado durante años como tema de conversación.
Dejó que la cortina cayera de nuevo sobre la ventana. Alisó el borde. Se preguntó cuánto tiempo de su vida había desperdiciado ante ventanas como esta, con la esperanza de presenciar una llegada que nunca tenía lugar.
Cruzó la sala de estar hacia el viejo sofá gris, parte del deprimente tresillo que Kenny y ella habían heredado de los padres de Jean después de casarse. Cogió un sobado ejemplar de Woman's Own y se acomodó sobre el borde de un almohadón. Estaba tan gastado que su relleno se había agrupado desde hacía mucho tiempo en apretadas pelotillas. Proporcionaba la misma comodidad que sentarse sobre una zona de arena húmeda. Kenny había querido sustituir los viejos muebles por algo elegante cuando empezó a jugar por Inglaterra, pero ya hacía dos años que había desaparecido de sus vidas cuando hizo la oferta, y Jeannie la rechazó.
Abrió Woman's Own sobre sus rodillas. Se inclinó sobre las páginas. Intentó leer. Empezó «El Diario de un Traje de Novia», pero después de atascarse cuatro veces en el mismo párrafo, que narraba las notables aventuras de un vestido de novia de alquiler, tiró la revista de nuevo sobre la mesita auxiliar, se llevó los puños a la frente, cerró los ojos e intentó rezar.
– Dios -susurró-. Dios, por favor…
¿Qué?, se preguntó. ¿Qué podía hacer Dios? ¿Alterar la realidad? ¿Cambiar los hechos?
Le vio de nuevo, muy a su pesar: tendido inmóvil en aquella habitación fría de aparadores cerrados y acero inoxidable, rígido como el mármol, él que había estado henchido de tanta energía, ímpetu y vida…
Se alejó del sofá a toda prisa y empezó a pasear de un lado a otro de la sala. Golpeó con los nudillos de la mano derecha la palma de la izquierda. Dónde está, dónde está, dónde está pensó.
El ruido de una moto la paralizó. Resonó en el callejón que separaba las casas de Cárdale Street de las que había detrás. Se demoró ante la puerta del jardín trasero, como si el conductor intentara decidir qué hacer. Después, la puerta se abrió y cerró con un chirrido, el rugido del motor se oyó más cerca, y la moto eructó una vez más y enmudeció justo frente a la puerta de la cocina.
Jeannie volvió al sofá y se sentó. Oyó que la puerta de la cocina se abría y cerraba. Unos pasos cruzaron el linóleo y apareció ante su vista, Doc Martens de puntera metálica mal anudadas, tejanos sin cinturón que colgaban alrededor de sus caderas, camiseta mugrienta sembrada de agujeros en el cuello. Utilizó la mano para colocarse el pelo largo detrás de una oreja, trasladó su peso de un pie al otro, y una cadera esquelética se proyectó hacia fuera.