Aparte dé su indumentaria y el hecho de que iba sucio como un mendigo, se parecía tanto a su padre a los dieciséis años que una niebla pareció descender entre Jeannie y él. Jeannie experimentó la sensación de que apretaban una lanza bajo su seno izquierdo, y tuvo que contener el aliento para que el dolor desapareciera.
– ¿Dónde has estado, Jim?
– Por ahí.
Erguía la cabeza como siempre, ladeada como si quisiera disimular su estatura.
– ¿Te has llevado las gafas?
– No.
– No me gusta que conduzcas esa bicicleta sin las gafas. Es peligroso.
Utilizó el canto de la mano para apartarse el pelo de la frente. Sus hombros se encogieron con indiferencia.
– ¿Has ido al colegio hoy?
El muchacho desvió la vista hacia la escalera. Tocó la presilla del cinturón de los tejanos.
– ¿Sabes lo de papá?
Su nuez de Adán adolescente se agitó en su cuello. Volvió los ojos hacia ella, y luego de nuevo hacia la escalera.
– Ha estirado la pata.
– ¿Cómo te has enterado?
Cambió su peso al otro pie. La otra cadera sobresalió. Estaba tan delgado que a Jeannie siempre le dolía el alma cuando le miraba.
Hundió el puño en un bolsillo y sacó un paquete arrugado de JPS. Introdujo un dedo mugriento y lo cerró alrededor de un cigarrillo. Se lo puso en la boca. Miró hacia la mesita auxiliar, y de allí al televisor.
Los dedos de Jeannie se cerraron alrededor de la caja de cerillas que guardaba en el bolsillo. Notó que la esquina se hundía en su pulgar.
– ¿Cómo lo has averiguado, Jim? -repitió.
– Lo oí en la tele.
– ¿Dónde?
– La BBC.
– ¿Dónde? ¿En casa de quién?
– Un tío de Deptford.
– ¿Cómo se llama?
Jimmy dio la vuelta al cigarrillo en sus labios, como si estuviera enroscando un tornillo.
– No le conoces. No le he traído a casa.
– ¿Cómo se llama?
– Brian. -La miró sin pestañear, lo cual siempre era señal de que estaba mintiendo-. Brian Jones.
– ¿Ahí es donde has estado hoy? ¿Con ese Brian Jones en Deptford?
El muchacho devolvió las manos a los bolsillos, primero los de delante y después los de atrás. Se palmeó. Frunció el entrecejo.
Jeannie dejó la caja de cerillas sobre la mesita auxiliar y cabeceó en su dirección. Jimmy titubeó, como si sospechara una trampa. Después, avanzó. Se apoderó de las cerillas y encendió una con el borde de la uña. Cuando la alzó hacia el cigarrillo, miró a su madre.
– Papá murió en un incendio -dijo Jeannie-. En la casa.
Jimmy dio una calada larga al cigarrillo y levantó la cabeza hacia el techo, como si eso le ayudara a retener más tiempo el humo en los pulmones. Su cabello colgaba del cráneo en mechones grasientos que parecían colas de rata. Era castaño rojizo como el de su padre, pero llevaba tanto tiempo sin lavar que su color recordaba paja mojada de pipí en una caballeriza.
– ¿Me has oído, Jim? -Jeannie intentaba mantener firme la voz, como el locutor del telediario-. Papá murió en un incendio. En la casa. El miércoles por la noche.
Dio otra calada. No la miró, pero su nuez de Adán seguía agitándose como el carrete de una cuerda.
– Jim.
– Un cigarrillo fue el causante del incendio. Un cigarrillo en una butaca. Papá estaba arriba. Dormido. Respiró el humo. El monóxido de carb…
– ¿A quién le importa una mierda?
– A ti, espero. A Stan, a Sharon, a mí.
– Ah, estupendo. ¿Como a él le habría importado si uno de nosotros hubiera muerto? Qué gilipollez. Ni siquiera habría venido al funeral.
– No hables así.
– ¿Cómo?
– Ya sabes. No finjas lo contrario.
– ¿Como un capullo hijoputa? ¿O como si dijera la verdad?
Jeannie no contestó. Jimmy se pasó los dedos por el pelo, se acercó a la ventana y regresó, y se quedó inmóvil. Jeannie intentó adivinar sus pensamientos, y se preguntó cuándo había perdido la habilidad de saber en un instante qué pasaba por su cabeza.
– No hables así en esta casa -dijo en voz baja-. Has de dar ejemplo. Tienes un hermano y una hermana que te consideran su modelo.
– ¿Y no son un completo desastre? -El chico resopló-. Stan es un bebé que necesita chuparse el pulgar, y Shar es…
– No hables mal de ellos.
– Shar es más tonta que un zapato y no tiene ni un gramo de cerebro. ¿Estás segura de que somos parientes? ¿Estás segura de que no te hicieron otro penalty, además de papá?
Jeannie se levantó. Avanzó un paso hacia su hijo, pero las palabras de este la contuvieron.
– Podrías haberlo hecho con otros tipos, ¿verdad? En el mercado, por ejemplo. Espatarrada sobre las tripas de pescado del suelo después de terminar. -Sacudió ceniza de su cigarrillo, que cayó sobre la pernera de los tejanos. Se pasó un dedo por la mancha. Resopló, sonrió, y después se dio una palmada en la frente, con fuerza-. ¡Ya lo tengo! ¿Por qué no lo entendí antes?
– ¿A qué te refieres?
– Que tenemos diferentes padres. El mío es el famoso bateador, por eso he salido mejor en aspecto y cerebro…
– Conten tu lengua, Jimmy.
– El de Shar es el cartero, por eso parece que le hayan sellado la cara.
– He dicho basta.
– Y el de Stan es uno de los tíos que trae anguilas de los pantanos. ¿Cómo pudiste hacerlo con un anguilero, mamá? Claro que un polvo es tan bueno como otro cualquiera, siempre que mantengas los ojos cerrados y no te importe el olor.
Jeannie rodeó la mesita auxiliar.
– ¿De dónde has sacado toda esa basura, Jim?
– Ya lo entiendo. Todos esos tíos. Todo ese pescado. El olor debe recordarles lo que añoran. -Su rostro se iluminó y subió la voz-. De manera que si encuentran una puta sin demasiadas manías sobre quién se la tira, dónde y cuándo…
– Te lavaré la boca con jabón, jovencito.
– … tiran adelante y se la sacan de los pantalones.
– ¡Basta ya!
– Ella ve que está dura y dice con una risita, caray, qué ven mis ojos, y se baja las bragas y él la mete en uno de esos frigoríficos, y a ella le da igual el frío, porque el tío está jadeando sobre ella como un gorila y…
– ¡Jimmy!
– … y se la folla hasta dejarla mareada, y lo único que sabe ella es que se la han tirado a base de bien, y no importa quién se la folle, hasta que sale un crío feo como una patata con patas.
Dio una profunda calada a su cigarrillo. Le temblaban las manos.
Jeannie sintió un escozor en los ojos. Parpadeó para ahuyentarlo. Comprendió.
– Oh, Jimmy -murmuró-. Papá nunca quiso hacerte daño. Tienes que darte cuenta.
El muchacho se cubrió las orejas con las manos. Alzó más la voz.
– Al día siguiente, selecciona a otro tío. Todo el mundo mira y a ella le gusta así. Se forma un círculo a su alrededor, les jalean.
– Papá ha muerto, Jim. Ha muerto.
– Primero se la cepilla uno. Después otro. Ella jadea. Chilla, Dice, ánimo, puedo con todos vosotros, me gusta así.
Jeannie se acercó a él y apoyó las manos sobre las suyas. Intentó apartarlas de sus oídos, pero sólo consiguió tirar el cigarrillo. Cayó sobre la alfombra. Lo recogió y aplastó en el cenicero.
– La montan uno tras otro. La hacen trizas, pero aún no tiene bastante.
Su voz tembló. Movió las manos de los oídos a los ojos. Sus uñas arañaron la carne.
Jeannie le tocó el brazo. El muchacho soltó un grito y se apartó.
– Tu papá te quería -dijo Jeannie-. Te quería. Siempre.