– Se lo hacen -replicó Jimmy-. Lo hacen. Lo hacen. Y cuando han terminado con ella y está tirada en las tripas de pescado con una sonrisa angelical en su estúpida cara, piensa que ha conseguido lo que quería, lo que…, lo que quería, porque se ha tirado a todos aquellos tíos, aunque no fue capaz de retenerle y cree y cree y ni siquiera puede pensar que así son las cosas.
Jimmy empezó a llorar.
Jeannie rodeó su espalda con los brazos. Jimmy se deshizo de ella y corrió escaleras arriba.
– ¿Por qué no te divorciaste de él? -sollozó-. ¿Por qué no lo hiciste? ¿Por qué no lo hiciste? Jesús, mamá. Podrías haberte divorciado de él.
Jeannie le vio subir. Quiso seguirle. Carecía de energía.
Entró en la cocina, donde los potes y los platos de una comida sin consumir a base de costillas, patatas fritas y bretones estaban esparcidos sobre la mesa y la en-cimera. Los juntó y restregó. Los apiló en el fregadero. Tiró Fairy sobre ellos, dio el agua caliente y vio que las burbujas empezaban a surgir, como encaje en un traje de novia.
Eran casi las once cuando Lynley telefoneó desde el Bentley al marido de Gabriella Patten, mientras Havers y él subían por Campden Hill en dirección a Hampstead. Hugh Patten no pareció sorprenderse de recibir una llamada telefónica de la policía. No preguntó por qué era necesaria la entrevista, ni trató de disuadir a Lynley con una petición de aplazar la reunión hasta la mañana. Se limitó a darle las indicaciones precisas y dijo que tocaran el timbre tres veces cuándo llegaran.
– Los periodistas me molestan más de lo que yo quisiera -fue su explicación.
– ¿Quién es ese tío cuando es alguien? -preguntó Havers cuando doblaron por Holland Park Avenue.
– En este momento, sabe tanto como yo -contestó Lynley.
– El marido cornudo.
– Eso parece.
– Un asesino en potencia.
– Habrá que descubrirlo.
– Y el patrocinador de la serie de partidos contra Australia.
El camino hasta Hampstead era largo. Lo terminaron en silencio. Tomaron High Street, donde varios bares acogían a una pequeña multitud trasnochadora, y después ascendieron Holly Hill, hasta llegar a un punto en que las casas daban paso a mansiones. Encontraron la casa de Patten detrás de un muro cubierto de clemátides, flores de un rosa pálido jaspeadas de rojo.
– Hermosa madriguera -comentó Havers cuando salió del coche-. No debe pasar estrecheces, ¿verdad?
Había otros dos coches en el camino particular, un Range Rover último modelo y un Renault pequeño, con el faro posterior izquierdo roto. Mientras Havers; caminaba por el borde del camino semicircular, Lynley se dirigió a un segundo camino que nacía del principal. A unos treinta metros de distancia se alzaba un espacioso garaje. Era de aspecto reciente, pero construido en el mismo estilo georgiano que la casa, y al igual que la casa, estaba iluminado mediante focos a ras de tierra colocados a intervalos. El garaje tenía cabida para tres coches. Lynley deslizó a un lado una de las puertas y vio el destello de un Jaguar en el interior. Daba la impresión de que lo habían lavado hacía poco. No se veían arañazos ni abolladuras. Cuando Lynley se agachó para examinarlos, hasta las estrías de los neumáticos parecían limpias.
– ¿Algo? -preguntó Havers cuando Lynley volvió a su lado.
– Un Jaguar. Recién lavado.
– Hay barro en el Rover, y la luz trasera del Renault está…
– Sí, ya lo he visto. Tome nota.
– Hecho.
Se encaminaron a la puerta principal, flanqueada por dos urnas de terracota rebosantes de hiedra. Lynley oprimió el botón, esperó y lo apretó dos veces más.
La voz de un hombre habló en voz queda detrás de la puerta, no a Lynley, sino a alguien cuya respuesta no se escuchó. El hombre volvió a hablar y, al cabo de pocos segundos, la puerta se abrió.
Les examinó sin disimulos. Su mirada tomó nota del esmoquin de Lynley. Sus ojos se desplazaron a la sargento Havers y la miraron de arriba abajo, desde el cabello demasiado largo hasta las bambas rojas altas. Torció la boca.
– La policía, supongo. Puesto que no es Halloween.
– ¿El señor Patten? -dijo Lynley.
– Por aquí.
Les guió por un suelo de parquet reluciente, bajo una araña de latón con bombillas en forma de llama. Era un hombre alto, con un físico muy decente, embutido en unos tejanos y una camisa de cuadros desteñida, cuyas mangas se había subido por encima de los codos. Llevaba un jersey azul (de, cachemira, a juzgar por el aspecto) anudado descuidadamente alrededor del cuello. Iba descalzo, y sus pies, al igual que el resto de su persona, estaban lo bastante bronceados para sugerir vacaciones mediterráneas, en lugar de duro trabajo bajo el sol.
Como la mayoría de casas georgianas, la de Patten estaba construida con sencillez. La amplia entrada permitía el acceso a un salón largo, el cual daba acceso a su vez a varias puertas cerradas, que conducían a la derecha, a la izquierda y a un par de puertas vidrieras que se abrían a la terraza. Hugh Patten pasó por estas puertas y les guió hacia una meridiana, dos butacas y una mesa, que formaban una zona para sentarse sobre las losas, mitad a la sombra y mitad a la luz de la casa. A unos diez metros, el jardín descendía hasta un estanque de lirios, y al otro lado, se extendían las luces de Londres, como un océano infinito y centelleante sin horizonte aparente.
Sobre la mesa había cuatro vasos, una bandeja y tres botellas de MacAllan, cada una estampada con la fecha del destilado: 1965, 1967, 1973. La del 65 estaba medio vacía. La del 73 aún no se había abierto.
Patten se sirvió un cuarto de vaso del 67, y utilizó el vaso para indicar las botellas.
– ¿Les apetece un poco, o lo tienen prohibido? Están de servicio, supongo.
– Un trago no hará daño -dijo Lynley-. Probaré el del 65.
Havers escogió el del 67. Cuando estuvieron servidos, Patten se acercó a la meridiana y tomó asiento, con el brazo derecho doblado detrás de la cabeza y sus ojos fijos en el paisaje.
– Joder, me gusta este maldito lugar. Siéntense. Diviértanse un momento.
La luz del extremo del salón se filtraba por las puertas vidrieras y caía en pulcros paralelogramos sobre las losas. Cuando se sentaron, Lynley observó que Patten había dispuesto los muebles de forma que sólo quedara iluminada la parte superior de su cabeza, lo cual les permitió reparar en un dato inicial, y prácticamente inútil, sobre la apariencia del hombre: el cabello poseía aquel peculiar tono metálico que suele observarse en los teñidos subrepticios que no se llevan a cabo en las peluquerías.
– Me he enterado de lo de Fleming. -Patten levantó el vaso, sin apartar los ojos del paisaje-. Me lo comunicaron a eso de las tres de la tarde. Guy Mollison llamó. Informó a su patrocinador del verano. Sólo al patrocinador, dijo, manténlo en secreto hasta el anunció oficial, por el amor de Dios. -Patten meneó la cabeza con aire despectivo y dio vueltas al whisky en el vaso-. Siempre tiene el interés de Inglaterra en mente.
– ¿Mollison?
– Al fin y al cabo, volverán a elegirle capitán.
– ¿Está seguro de la hora?
– Acababa de llegar de comer.
– Es extraño que ya se hubiera enterado. Telefoneó antes de que el cadáver fuera identificado -comentó Lynley.
– Antes de que su esposa lo identificara. La policía ya sabía quién era. -Patten le miró-. ¿O no se lo dijeron?
– Da la impresión de que posee una gran cantidad de información.
– Está en juego mi dinero.
– Algo más que su dinero, según tengo entendido.
Patten se levantó de la meridiana. Caminó hasta el borde de la terraza, donde las losas daban paso a una suave pendiente de césped. Se quedó allí, admirando la vista.
– Millones y millones. -Señaló con el vaso-. Arrastran cada día sus vidas sin pensar ni un momento en su sentido. Y cuando llegan a la conclusión de que la vida debería ser algo más que matarse por ganar dinero, comer, excretar y copular en la oscuridad, ya es demasiado tarde para la mayoría.