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Una bocina trompeteó detrás de él. Martin se sobresaltó. Por lo visto, la conductora del enorme Mercedes rojo no quería poner en peligro los guardabarros del coche al pasar entre el seto y el carro del lechero. Martin agitó la mano y puso la primera. Miró con timidez a la reina para ver si estaba enterada de las imágenes que había recreado en su mente, pero no dio señales de desaprobación. Se limitó a sonreír, con la mano alzada y la tiara resplandeciente, mientras avanzaban hacia la abadía.

Condujo el carro colina abajo hacia Celandine Cottage, un edificio del siglo XV que había sido la casa y lugar de trabajo de un tejedor. Se erguía tras un muro de piedra, en una suave elevación donde Water Street se desviaba al nordeste y un sendero peatonal conducía a Lesser Springburn. Miró a la reina una vez más, y pese al dulce rostro cuya expresión anunciaba que no le juzgaba mal, sintió la necesidad de excusarse.

– Ella no lo sabe, Majestad -dijo a su monarca-. Nunca he dicho nada. Nunca he hecho… Bien, no lo haría, ¿verdad? Ya lo sabéis.

Su Majestad sonrió. Martin adivinó que no le creía del todo.

Se apartó del sendero cuando llegó abajo para que el Mercedes que había interrumpido sus ensoñaciones pudiera pasar. La mujer que conducía le dedicó una mirada malhumorada y le enseñó dos dedos. Londinense, pensó Martin con resignación. Kent había empezado a irse al diablo el mismísimo día que habían abierto la M 20 y facilitado a los londinenses vivir en el campo e ir a trabajar a la ciudad.

Confió en que Su Majestad no hubiera visto el grosero gesto de la mujer, o el otro con que él había replicado cuando el Mercedes había tomado la curva y salido disparado hacia Maidstone.

Martin ajustó el retrovisor para poder estudiar su reflejo. Comprobó que la barba no apuntaba en sus mejillas. Dio una palmada ligera a su cabello. Se lo peinaba y rociaba con laca cada mañana, después de masajearse el cuero cabelludo durante diez minutos con el crecepelo GroMore SuperStrength. Había empezado a mejorar su apariencia personal desde hacía un mes, desde la primera mañana que Gabriella Patten había salido hasta la puerta de Celandine Cottage para ir a buscar la leche en persona.

Gabriella Patten. Sólo pensar en ella le arrancaba suspiros. Gabriella. Envuelta en una bata de seda color ébano que suspiraba cuando andaba. Con el sueño aleteando todavía en sus ojos color de aciano y el cabello revuelto brillante como trigo al sol.

Cuando había llegado el pedido de llevar leche a Celandine Cottage de nuevo, Martin había archivado la información en la parte de su cerebro que le conducía a lo largo de su ruta en piloto automático. No se molestó en indagar por qué la demanda habitual de dos pintas se había cambiado a una. Se limitó a aparcar al principio del camino particular una mañana, buscó en la camioneta la botella de cristal, secó la humedad con el trapo que guardaba en el suelo y abrió el portal de madera blanca que separaba el camino particular de Water Street.

Estaba introduciendo la botella en la caja situada en lo alto del camino, donde se cobijaba en la base de un abeto plateado, cuando oyó pasos procedentes del sendero que se curvaba desde el camino hasta la puerta de la cocina. Levantó la vista, preparado para decir «Buenos días», pero las palabras quedaron atascadas entre su garganta y su lengua cuando vio a Gabríella Patten por primera vez.

Estaba bostezando, se tambaleaba un poco sobre los ladrillos irregulares, con la bata desceñida, que aleteaba mientras caminaba. Iba desnuda debajo.

Sabía que debía apartar la vista, pero se descubrió hechizado por el contraste de la bata con la piel clara. Y menuda piel, como los pétalos inferiores del gorro de dormir de la abuela, blanca como plumón de pato y ribeteada de rosa. Aquel tono rosado quemó sus ojos, su garganta, sus ingles.

– Jesús -exclamó. Fue tanto una expresión de agradecimiento como de sorpresa.

Ella ahogó un grito y cubrió su cuerpo con la bata.

– Dios santo, no tenía ni idea… -Se llevó tres dedos al labio superior y sonrió-. Lo siento muchísimo, pero no esperaba a nadie. A usted no, desde luego. Siempre he pensado que traían la leche al amanecer.

Martin empezó a retroceder de inmediato.

– No, no. A esta hora. Sobre las diez es lo normal.

Alzó la mano hacia la gorra picuda para darle un tirón y cubrirse más la cara, que daba la impresión de estar ardiendo. Pero aquella mañana ho se había puesto la gorra. Nunca se la ponía después del uno de abril, el día de los Inocentes, hiciera el tiempo que hiciera. Acabó tirando de su pelo como un tonto de aquellos programas de televisión.

– Bien, he de aprender mucho sobre el campo, ¿verdad, señor…?

– Martin. O sea, Snell. Martin.

– Ah. Señor Martin Snell Martin. -Salió por la puerta enrejada que separaba el camino del jardín. Se inclinó (Martin apartó los ojos) y levantó la tapa de la caja para guardar la leche-. Es muy amable. Gracias. -Cuando Martin se volvió, vio que había cogido la botella de leche y la sostenía entre sus pechos, en la V que formaba el cierre de su bata-. Está fría -dijo.

– La previsión anuncia sol para hoy -contestó Martin-. Saldrá a mediodía, más o menos.

Ella volvió a sonreír. Tenía los ojos muy dulces cuando sonreía.

– Me refería a la leche. ¿Cómo la mantiene tan fría?

– Ah. La camioneta. Algunos contenedores están aislados especialmente.

– ¿Me promete que siempre la traerá así? -Giró la botella, y dio la impresión de que se hundía más entre sus pechos-. Fría, quiero decir.

– Oh, sí. Claro. Fría.

– Gracias, señor Martin Snell Martin.

Desde aquel día, la vio varias veces a la semana, pero nunca más en bata. Tampoco era que necesitara recordar aquella visión.

Gabriella. Gabriella. Adoraba aquel sonido en el interior de su cabeza, tembloroso como si fuera producido por violines.

Martin volvió a ajustar el retrovisor, satisfecho de su excelente aspecto. Aunque el cabello no fuera más espeso que antes de empezar el tratamiento, era mucho menos frágil desde que empleaba la laca. Rebuscó en la parte trasera de la camioneta hasta encontrar la botella que siempre conservaba más fría. Secó la humedad y limpió la tapa con la pechera de la camisa.

Empujó la puerta del camino. Observó que no estaba pasado el pestillo y susurró «Puerta, puerta, puerta», para no olvidar mencionarlo a Gabriella. La puerta carecía de cerradura, por supuesto, pero no era necesario facilitar más la tarea a alguien que quisiera irrumpir en su intimidad.

El cucú que había señalado a Su Majestad volvió a llamar, desde detrás de la dehesa que se extendía al norte de la casa. Al canto de la alondra se había sumado el gorjeo de los pájaros posados en las coniferas que bordeaban el sendero. Un caballo relinchó y un gallo cantó. Era un día glorioso, pensó Martin.

Levantó la tapa de la caja de la leche. Se dispuso a colocar su entrega. Se detuvo. Frunció el entrecejo. Algo iba mal.

No había sacado la leche de ayer. La botella estaba caliente. La condensación que hubiera resbalado hasta la base de la botella se había evaporado.

Bien, pensó al principio, es muy distraída la señorita Gabriella. Se ha ido a otro sitio sin dejar una nota sobre la leche. Cogió la botella de ayer y la encajó bajo el brazo. Dejaría de llevársela hasta que volviera a tener noticias de ella.

Volvió hacia la puerta, pero entonces recordó. La puerta, la puerta. Sin el pestillo, pensó, y experimentó cierta agitación.