– ¿Tu imaginación no te lo dijo?
– Ni siquiera quiero repetir lo que mi imaginación sugirió. Destruiría tu apetito para siempre.
– Lo cual no sería una mala idea, si albergo la esperanza de comer pronto.
– Estás decepcionado. Yo te he decepcionado. Lo siento, querido. Soy una completa inutilidad. No sé cocinar
– No te estás presentando a una prueba para un papel de una novela de Jane Austen.
– Me duermo en los conciertos. No sé decir nada inteligente sobre Shakespeare, Pinter o Shaw. Pensaba que Simone de Beauvoir era algo de beber. ¿Cómo puedes aguantarme?
Esa era la cuestión, exactamente. No tenía respuesta.
– Somos tal para cual, Helen -dijo a la forma dormida-. Somos alfa y omega. Somos positivo y negativo. Somos una pareja hecha en el cielo.
Sacó el pequeño estuche del bolsillo de la chaqueta y lo dejó sobre la novela, en la mesita de noche. Porque, al fin y al cabo, aquella era la noche. Lograré que el momento sea completamente memorable, había pensado. Romance al ciento por ciento. Hazlo con rosas, velas, caviar, champagne. Música de fondo. Séllalo con un beso.
Solo era posible la última opción. Se sentó en el borde de la cama y acercó los labios a la mejilla de Helen. Esta se removió, frunció el entrecejo. Se dio la vuelta. Él la besó en la boca.
– ¿Vienes a la cama? -murmuró Helen, sin abrir los ojos.
– ¿Cómo sabes que soy yo? ¿Es una invitación que extiendes a cualquiera que aparece en tu dormitorio a las dos de la mañana?
Helen sonrió.
– Solo si promete algo.
– Entiendo.
Abrió los ojos. Oscuros como su pelo, en contraste con la piel, eran como la noche. Helen era sombras y luz de luna.
– ¿Cómo ha ido? -preguntó en voz baja.
– Complicado -contestó Lynley-. Un jugador de criquet. Del equipo inglés.
– Criquet -murmuró Helen-. Ese juego horrible. ¿Alguien es capaz de entenderlo?
– Por suerte, no será necesario para el caso.
Helen volvió a cerrar los ojos.
– Ven a la cama, pues. Añoro tus ronquidos en mi oído.
– ¿Ronco?
– ¿Nadie se había quejado antes?
– No. Y yo pensaba… -Comprendió la trampa cuando los labios de Helen se curvaron en una sonrisa-. Se supone que deberías estar más que medio dormida.
– Lo estoy, lo estoy. Tú también deberías estarlo. Ven a la cama, querido.
– A pesar…
– De tu siniestro pasado. Sí. Te quiero. Ven a la cama y dame calor.
– No hace frío.
– Fingiremos.
Lynley levantó la mano de Helen, besó la palma, enredó los dedos con los suyos. Ella no apretó con mucha fuerza. Se estaba durmiendo otra vez.
– No puedo -dijo-. He de levantarme temprano.
– Bah -murmuró ella-. Puedes poner el despertador.
– No me gustaría. Me distraes demasiado.
– No es un buen augurio para nuestro futuro, ¿verdad?
– ¿Tenemos futuro?
– Ya sabes que sí.
Lynley besó sus dedos y le deslizó la mano debajo de las sábanas. En un acto reflejo, ella se puso de costado otra vez.
– Felices sueños -dijo Lynley.
– Hummm. Sí.
Le besó la sien, se levantó y caminó hacia la puerta.
– ¿Tommy?
Era algo más que un murmullo.
– ¿Sí?
– ¿Por qué has venido?
– Te he dejado algo.
– ¿Para desayunar?
Él sonrió.
– No, para desayunar no. Ya te las arreglarás.
– Entonces, ¿qué?
– Ya lo verás.
– ¿Por qué lo has hecho?
Una buena pregunta. Dio la respuesta más razonable.
– Por amor, supongo.
Y por la vida, pensó, y todas sus malditas complicaciones.
– Qué amable. Eres muy considerado, querido.
Se removió bajo las sábanas, en busca de la postura más cómoda posible.
Lynley se quedó en la puerta, a la espera del momento en que su respiración se hiciera más profunda. La oyó suspirar.
– Helen -susurró.
Su respiración no se alteró.
– Te quiero -dijo.
Su respiración no se alteró.
– Cásate conmigo.
Su respiración no se alteró.
Tras haber cumplido la obligación que se había autoimpuesto para el fin de semana, cerró la puerta y dejó que soñara sus sueños.
Capítulo 7
Miriam Whitelaw no habló hasta que cruzaron el río y se internaron en New Kent Road.
– Nunca ha existido una forma cómoda de llegar a Kent desde Kensington, ¿verdad? -dijo, como si se disculpara por las molestias que les estaba causando.
Lynley la miró por el retrovisor, pero no contestó. La sargento Havers estaba encorvada a su lado y murmuraba en el teléfono del coche, mientras comunicaba al agente detective Winston Nkata, de New Scotland Yard, la matrícula y la descripción del Lotus-7 de Kenneth Fleming.
– Hazlo circular -dijo-, y envíalo por fax a las comisarías del distrito… ¿Qué? Lo preguntaré. -Levantó la cabeza y habló a Lynley-. ¿Se lo damos también a la prensa? -Lynley asintió-. Adelante -dijo a Nkata-, pero nada más de momento, ¿entendido? Estupendo -Dejó el teléfono en su sitio y se reclinó en el asiento. Inspeccionó la calle congestionada y suspiró-. ¿Dónde demonios va todo el mundo?
– Fin de semana -contestó Lynley-. Buen tiempo.
Estaban atrapados en un éxodo masivo de la ciudad al campo. En algunos tramos se circulaba con normalidad, y en otros se producían retenciones. Llevaban unos cuarenta minutos de viaje. Primero, habían avanzado a paso de tortuga hasta el Embank-ment, después hasta el puente de Westminster, y de allí hacia la masa urbana continua que comprende el sur de Londres. Todo prometía que tardarían bastante más de otros cuarenta minutos en llegar a los Springburns.
Habían dedicado la primera hora de su jornada a examinar los papeles de Kenneth Fleming. Algunos estaban mezclados con otros pertenecientes a la señora Whitelaw, apretujados en los cajones de un escritorio del saloncito, situado en la planta baja de la casa. Algunos más estaban en un archivador de cartas, sobre la encimera de la cocina. Entre ellos, encontraron su contrato actual con el equipo del condado de Middlesex, contratos anteriores que documentaban su carrera como jugador de criquet en Kent, media docena de solicitudes de trabajo en la Artes Gráficas Whitelaw, un folleto sobre cruceros a Grecia, una carta de tres semanas antes que verificaba una cita con un abogado de Maida Vale, y que Havers guardó en el bolsillo, y la información que buscaban sobre el coche.
La señora Whitelaw intentó ayudarles en el registro, pero estaba claro que sus procesos mentales eran confusos, a lo sumo. Llevaba el mismo vestido, chaqueta y joyas que la noche anterior. Sus mejillas y labios carecían de color. Tenía los ojos y la nariz enrojecidos, y el cabello revuelto. Si se había acostado en las doce horas anteriores, no parecía haber obtenido un gran beneficio de la experiencia.
Lynley le dedicó una segunda mirada por el retrovisor. Se preguntó cuánto tiempo aguantaría sin la intervención de un médico. Apretaba un pañuelo contra la boca (como su ropa, también parecía el de anoche), con el codo caído sobre el apoyabrazos, y mantenía los ojos cerrados durante largos períodos. Cuando Lynley se lo había pedido, había accedido a viajar a Kent de inmediato, pero al verla ahora, empezó a pensar que era una de sus menos inspiradas ideas.
Pero era preciso. Necesitaban examinar su casa. Les podría decir si algo faltaba, como mínimo, y si observaba algo inusual. No obstante, toda esa información dependía de sus poderes de observación, y la agudeza visual dependía de una mente que estuviera lúcida.