– No sé cómo saldrá esto, inspector-, había murmurado la sargento Havers ante el Bentley aparcado en. Staffordshire Terrace, cuando la señora Whitelaw ya había ocupado el asiento posterior.
Ni él tampoco. Y menos ahora, cuando veía por el retrovisor la tensión de su cuello y el brillo de las lágrimas que resbalaban como sueños fundidos bajo sus ojos.
Deseaba decir algo que confortara a la anciana, pero no encontraba palabras ni sabía cómo empezar, porque aún no comprendía del todo la naturaleza de su dolor. Su verdadera relación con Fleming era el gran desconocido que aún debían analizar, aunque fuera con delicadeza.
La mujer abrió los ojos. Le sorprendió mirándola, volvió la cabeza hacia la ventanilla y fingió interesarse en el paisaje.
Cuando dejaron atrás Lewisham y el tráfico disminuyó, Lynley interrumpió por fin sus pensamientos.
– ¿Se encuentra bien, señora Whitelaw? -preguntó-. ¿Quiere que paremos a tomar un café?
La mujer negó con la cabeza sin volverse. Lynley pasó al carril derecho y adelantó a un Morris antiguo, con un hippy envejecido al volante.
El viaje continuó en silencio. El teléfono del coche sonó una vez. Havers contestó. Mantuvo una breve conversación con alguien.
– ¿Sí? ¿Qué? ¿Quién cono lo quiere saber? Tendrá que buscar una fuente fiable en otra parte. -Colgó y explicó-: Los periódicos. Están atando cabos.
– ¿Qué periódico? -preguntó Lynley.
– De momento, el Daily Mirror.
– Joder. -Cabeceó en dirección al teléfono-. ¿Quién era?
– Dee Harriman.
Uña bendición, pensó Lynley. Nadie sabía mejor quitarse de encima a los periodistas que la secretaria del superintendente jefe, que siempre les distraía con preguntas arrebatadas sobre el estado de un matrimonio o divorcio de la Casa Real.
– ¿Qué andan preguntando?
– Si la policía quiere confirmar el hecho de que Kenneth Fleming, que murió como consecuencia de un cigarrillo encendido, no era fumador. Y si no era fumador, ¿estamos insinuando que el cigarrillo fue dejado en la butaca por otra persona? Y si es así, ¿por quién?, etc., etc. Ya sabe cómo son esas cosas.
Adelantaron a un camión, de mudanzas, un coche fúnebre y un camión del ejército, con soldados en la parte posterior sentados en unos bancos. Adelantaron a un remolque para caballos y a tres caravanas que iban juntas, a paso de tortuga y en forma de tortuga. Cuando Lynley frenó en un semáforo, la señora Whitelaw habló.
– También me han telefoneado a mí.
– ¿Los periódicos? -Lynley la miró por el retrovisor. La mujer apartó la vista de la ventanilla. Sustituyó las gafas por otras de sol-. ¿Cuándo?
– Esta mañana. Recibí dos llamadas antes que la suya, y tres después.
– ¿Sobre si fumaba o no?
– Sobre cualquier cosa que quisiera decirles. Cierto o no. Creo que les da igual, mientras se refiera a Ken.
– No ha de hablar con ellos.
– No he hablado con nadie-. Volvió a mirar por la ventanilla-. ¿Para qué? -preguntó, más para sí que para sus acompañantes-. ¿Quién lo iba a comprender?
– ¿ Comprender?
Lynley formuló la pregunta con indiferencia, como si toda su atención estuviera concentrada en la carretera.
La señora Whitelaw no contestó de inmediato. Cuando habló, lo hizo con voz queda.
– Quién lo habría pensado -dijo-. Un hombre joven de treinta y dos años, vital, viril, atlético, enérgico, escoge vivir no con una joven de carnes firmes y piel suave, sino con una vieja marchita. Una mujer treinta y cuatro años mayor que él. Lo bastante mayor para ser su madre. Diez años mayor, de hecho, que su madre auténtica. Es una obscenidad, ¿no?
– Más bien una curiosidad, diría yo. La situación no es tan infrecuente. Supongo que ya lo sabe.
– He oído los susurros y las risitas disimuladas. He leído las habladurías. Relación edípica. Imposibilidad de romper cualquier vínculo primario, como demuestran su forma de vivir y su resistencia a terminar su matrimonio. Fracaso en solucionar problemas infantiles con su madre y, en consecuencia, búsqueda de otra. O por mi parte: resistencia a aceptar las realidades de la vejez. Buscar la fama que me fue negada en mi juventud. Anhelo de demostrar mi valía mediante la conquista de un hombre más joven. Todo el mundo opina. Nadie acepta la verdad.
La sargento se volvió para poder ver a la señora Whitelaw.
– Nos interesaría saber la verdad -dijo-. Necesitamos saberla, de hecho.
– ¿La clase de relación que sostenía con Ken tiene que ver con su muerte?
– El tipo de relación que sostenía Fleming con cada mujer puede que tenga mucho que ver con su muerte -contestó Lynley.
La mujer cogió el pañuelo y contempló sus manos mientras lo doblaba una y otra vez, hasta convertirlo en una cinta delgada y larga.
– Le conozco desde que tenía quince años. Era alumno mío.
– ¿Es usted maestra?
– Ya no. Entonces sí. En la Isla de los Perros. Era alumno de una de misclases de inglés. Llegué a conocerle porque… -Carraspeó-. Era increíblemente inteligente. Una lumbrera, le llamaban los demás niños, y les caía bien porque era agradable con todo el mundo. Desde el primer momento fue la clase de chico que sabía quién era y no sentía la necesidad de fingir que era otra cosa. Tampoco sentía la necesidad de jactarse delante de los demás niños de que tenía más talento que ellos. Me gustaba muchísimo por eso. Y también por otras cosas. Tenía sueños. Yo admiraba ese aspecto. Era una virtud poco frecuente en un adolescente del East End, en aquel tiempo. Yo le alenté, intenté encaminarle en la dirección correcta.
– ¿Cuál era?
– Sexto en un colegio. Después, la universidad.
– ¿Lo hizo?
– Sólo hizo un sexto de grado inferior en Sussex, gracias a una beca. Después, volvió a casa y pasó a trabajar para mi marido en la imprenta. Poco después, se casó.
– Joven.
– Sí. -Desdobló el pañuelo, lo extendió sobre su regazo y alisó-. Sí. Ken era joven.
– ¿Usted conocía a la chica con quien se casó?
– No me sorprendí cuando tomó por fin la decisión de separarse. Jean es una chica de buen corazón, pero no es lo que Ken habría debido encontrar.
– ¿Y Gabriella Patten?
– El tiempo lo habría dicho.
Lynley la miró por el retrovisor.
– Pero usted la conoce, ¿no? Le conocía a él. ¿Qué opina?
– Creo que Gabriella es como Jean, con mucho más dinero y un ropero de Knightsbridge. No es…, no estaba a la altura de Ken, pero eso no es de extrañar, ¿verdad? ¿No cree que la mayoría de los hombres, en el fondo, no desean casarse con alguien que esté a su altura? Provoca tensiones en su ego.
– No ha descrito a un hombre que aparentaba estar en lucha con un ego débil.
– Y no lo estaba. Luchaba contra la propensión del hombre a reconocer lo familiar y repetir el pasado.
– ¿Y cuál era el pasado?
– Casarse con una mujer impulsado por la pasión física. Creer sincera e ingenuamente que la pasión física y el arrebato sentimental engendrado por la pasión física son estados duraderos.
– ¿Le comentó sus reservas?
– Lo hablábamos todo, inspector. Pese a lo que la prensa amarilla ha insinuado a veces sobre nosotros, Ken era como un hijo para mí. Era un hijo, de hecho, en todos los aspectos, salvo en las formalidades de nacimiento o adopción.
– ¿No tiene hijos?
La mujer miró al Porsche que pasaba, seguido por un motorista de largo pelo rojizo que surgía como un estandarte por debajo de un casco de las SS.
– Tengo una hija.
– ¿Vive en Londres?
De nuevo, una larga pausa antes de contestar, como si el tráfico que pasaba le sugiriera las palabras que debía elegir y cuántas.
– Eso creo. Hace años que no nos vemos.
– Por eso Fleming debía ser doblemente importante para usted -apuntó la sargento Havers.
– ¿Porque ocupó el lugar de Olivia? Ojalá fuera tan fácil, sargento. No se sustituye a un hijo por otro. No es como tener un perro.