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– Pero no a su hija -replicó Lynley, para recuperar el hilo de sus especulaciones, aunque reconoció para sus adentros que la descripción dé Gabriella se ajustaba como un guante a la que Patten había esbozado la noche anterior.

La señora Whitelaw se negó a dejarse arrastrar a una discusión.

– Ken vivió aquí durante dos años, inspector -respondió con calma-, cuando jugaba en el equipo del condado de Kent. Su familia vivía en Londres… Venían a verle los fines de semana. Jean, su mujer. Jimmy, Stan y Sharon, sus hijos. Todos conocían la existencia de la llave.

Y Lynley se negó a seguirle la corriente.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a su hija, señora Whitelaw?

– Olivia no conocía a Ken.

– Pero sin duda había oído hablar de él.

– Nunca se habían encontrado.

– Da igual. ¿Cuándo la vio por última vez?, -Y aunque le conociera, aunque lo supiera todo, sería lo mismo. Siempre ha despreciado el dinero y los bienes materiales. Le habría importado un bledo quién iba a heredar.

– Le sorprendería saber cuánta gente aprende a apreciar los bienes materiales y el dinero cuando llega la ocasión. ¿Cuándo la vio por última vez, por favor?

– Ella no…

– Sí. ¿Cuándo, señora Whitelaw?

La mujer esperó quince segundos antes de contestar.

– Hace diez años, un viernes por la noche, el diecinueve de abril, en la estación de metro de Covent Garden.

– Tiene una memoria excelente.

– La fecha es importante.

– ¿Por qué?

– Porque el padre de Olivia iba conmigo esa noche.

– ¿Tan significativo es ese dato?

– Para mí sí. Cayó fulminado después de nuestro encuentro. Ahora, si no le importa, inspector, me gustaría salir a tomar el aire. Esto es un poco agobiante, y no me gustaría molestarle con otro desmayo.

Lynley se apartó y la dejó pasar. Oyó que se quitaba los guantes.

La sargento Havers entregó la maceta de cerámica a la inspectora Ardery. Paseó la vista por el cobertizo, con sus sacos de tierra y las docenas de utensilios y macetas.

– Qué desastre -murmuró-. Si hay huellas recientes aquí, estarán mezcladas con cincuenta años de basura. -Suspiró y se volvió hacia Lynley-. ¿Qué opina?

– Que ya es hora de localizar a Olivia Whitelaw.

OLIVIA

Hemos cenado, Chris y yo, y me he encargado de lavar los platos, como de costumbre. Chris es muy paciente cuando tardo tres cuartos de hora en hacer lo que él haría en diez minutos. Nunca dice, «Déjalo, Livie», nunca me aparta a un lado. Cuando rompo un plato o un vaso, o dejo caer una sartén al suelo de la cocina, deja que me ocupe del desastre y finge no darse cuenta cuando maldigo y lloro porque la escoba y el mocho no se comportan como yo querría. A veces, por las noches, cuando cree que estoy dormida, barre los fragmentos de vajilla o cristalería que he pasado por alto. A veces, friega el suelo para eliminar los restos pegajosos de la sartén que se me ha caído. Nunca lo menciono, aunque le oigo.

Casi todas las noches, antes de acostarse, abre la puerta de mi habitación y echa un vistazo. Finge que es para ver si el gato quiere salir, y finge que yo le creo. Si ve que estoy despierta, dice:

– Una última llamada a los felinos que desean proseguir sus abluciones nocturnas. ¿Algún voluntario? ¿Qué me dices, Panda?

– Creo que ya se ha acomodado -respondo.

– ¿Necesitas algo, Livie? -dice.

Sí. Oh, sí, necesito su cuerpo. Necesito que se quite la ropa a la luz del pasillo. Necesito que se deslice en mi cama. Necesito que me abrace. Tengo mil y una necesidades que nunca se verán colmadas. Me arrancan la piel del cuerpo de tira en tira.

Me dijeron que el orgullo sería lo primero. Se desprenderá con tanta naturalidad como el sudor de mis poros, e iniciará el proceso en cuanto admita que casi toda mi vida está en manos de otras personas. Pero yo rechazo esa idea. Me aferró a lo que soy. Convoco la imagen siempre difuminada de Liv Whitelaw la Forajida.

– No -digo a Chris-. No necesito nada. Estoy bien.

Suena a mis oídos como si lo dijera en serio.

– Voy a salir una hora o así -me dice en ocasiones, como sin darle importancia-. ¿Te va bien quedarte sola? ¿Le digo a Max que se deje caer por aquí?

– No seas tonto. Me encuentro bien-contesto, cuando en realidad quiero decir «¿Quién es ella, Chris? ¿Dónde os encontráis? ¿Le importa que no pases la noche con ella porque has de volver a cuidar de mí?».

Y cuando vuelve de esas veladas y me viene a ver antes de acostarse, huele a sexo. Es intenso y penetrante. Conservo los ojos cerrados y la respiración constante. Me digo que no tengo derechos a ese respecto. Pienso, su vida es su vida y mi vida es mi vida he sabido desde el primer momento que no habría un punto de auténtica conexión entre nosotros, lo dejó claro ¿verdad? ¿verdad? ¿verdad? Oh sí, oh sí. Lo dejó claro. Yo dejé claro que lo prefería así. Sí, que me iba bien. De modo que da igual adonde va o a quién ve, ¿verdad? No me siento herida. Me lo digo cuando oigo el agua que corre y sus bostezos y sé cómo le ha hecho sentir ella esta noche. Sea quien sea. Dondequiera que se encuentren.

Me río cuando escribo esto. Percibo la ironía de la situación. Quién habría pensado que llegaría a desear a un hombre, y que este hombre haría lo posible por dejar bien claro desde el primer momento que no era mi tipo.

Mi tipo pagaba por lo que obtenía de mí, de una forma u otra. En ocasiones, mi tipo y yo llegábamos a un trato por ginebra o drogas, pero sobre todo por dinero. No creo que os sorprenda esta información, porque sin duda comprendéis que, al fin y al cabo, es mucho más fácil descender que ascender en la vida.

Me hacía las calles porque vivir en el límite era negro y perverso. Y cuanto más viejo era el tío, más me gustaba, porque eran los más patéticos. Llevaban traje y recorrían en coche Earl's Court, fingían que se habían perdido y pedían ayuda. «Señorita, ¿puede indicarme el camino más corto a Hammersmith Flyover, o a Parsons Green, o a Putney Bridge, o a un restaurante que se llama…? Oh, cielos, creo que he olvidado el nombre.» Y esperaban, con los labios curvados en una sonrisa esperanzada, la frente reluciente a la luz del interior de su coche. Esperaban una señal, un «¿Quieres marcha, cariño?», y yo metía la cabeza por la ventanilla abierta y deslizaba un dedo desde su oreja a la mandíbula. «Puedo hacer lo que quieras. Lo que tú quieras. ¿Qué le apetece a un hombre adorable como tú? Díselo a Liv. Liv quiere que seas feliz.» Tartamudeaban y empezaban a sudar. ¿Cuánto?, preguntaban en tono vacilante. Mi dedo descendía por su cuerpo. «Depende de lo que quieras. Dime. Dime todas las guarradas que quieres que te haga esta noche.»

Era tan fácil. En cuanto se quitaban la ropa y les colgaban las caderas como sacos vacíos alrededor de la cintura, se quedaban sin imaginación. Yo sonreía y decía, «Vamos, nene, ven con Liv. ¿Te gusta esto, eh? ¿Te sientes bien?», y ellos decían, «Oh, cielos. Oh, Dios. Oh, sí». Y en cinco horas había ganado suficiente para pagar una semana de alquiler en el estudio que había encontrado en Barkston Gardens y aún me quedaba para refocilarme con medio gramo de coca o una bolsa de pastillas. La vida era tan fácil que no podía entender por qué todas las mujeres de Londres no lo hacían.

De vez en cuando, se acercaba un tío más joven y me echaba el ojo, pero yo prefería los maduros, esos con esposas que suspiraban y colaboraban seis u ocho veces al año, esos que casi agradecían con los ojos humedecidos de lágrimas que alguien chillara y les dijera, «¿Habráse visto el tío guarro? ¿Quién lo hubiera dicho con ese aspecto?».

Todo esto estaba relacionado con la muerte de mi padre, por supuesto. No me fueron necesarias ocho o diez sesiones con el doctor Freud para saberlo. Dos días después de recibir el telegrama que me comunicaba la muerte de papá, me lié al primer tipo mayor de cincuenta años. Disfruté seduciéndole. Le dije, «¿Eres papá? ¿Quieres que te llame papá? ¿Qué te gustaría llamarme a cambio?». Y me sentía triunfante y acaso redimida cuando veía a esos tíos retorcerse, cuando les oía jadear, cuando esperaba que gimieran algún nombre como Celia, Jenny o Emily. Cuando lo oía, averiguaba lo peor sobre ellos, lo cual me permitía justificar lo peor de mí misma.