Así era mi vida hasta la tarde que conocí a Chris Faraday, unos cinco años más tarde. Yo estaba cerca de la entrada de la estación de Earl's Court, esperando a uno de mis clientes, un agente de bienes raíces con cara de perro pachón y pelos que brotaban como cables de su nariz. Le gustaba el sado y siempre llevaba en el maletero del coche algunos artilugios para administrar dolor. Cada martes por la tarde y domingo por la mañana decía con aire fúnebre cuando yo entraba en el coche, «Archie se ha vuelto a portar mal, querida. ¿Cómo demonios le vamos a castigar esta vez?». Me daba el dinero, yo lo contaba y decidía la tarifa por esposarle, pellizcarle los pezones, azotarle o torturarle alrededor de la zona genital. El dinero era bueno, pero el nivel de diversión empezaba a declinar. Le había dado por llamarme María Inmaculada, y me pedía que yo le llamara Jesús. Gritaba algo similar a «Este es mi cuerpo, que ofrezco al Todopoderoso por el perdón de vuestros pecados» cuando yo aumentaba el dolor, y cuanto más yo pegaba, retorcía o pellizcaba, más le encantaba. Sin embargo, aunque pagaba por adelantado y después, muy contento, llevaba a su esposa a Battersea, cada vez me daba más la impresión de que el ataque al corazón era inminente, y no tenía ganas de encontrarme con un cadáver sonriente entre las manos. De modo que cuando Archie no apareció a la hora acordada, las cinco y media de aquel martes, me sentí en parte cabreada y en parte aliviada.
Estaba pensando en la pasta perdida, cuando Chris cruzó la calle en mi dirección. Por una vez, Archie había formulado su petición por adelantado, y por culpa de recoger los disfraces y los complementos (por no mencionar el tiempo que tardaba en vestirme, desnudarle a él, maltratarle, forcejear, oh-no-seas-malo-nene, atarle, esposarle y utilizar el enema), estaba perdiendo lo suficiente para pagarme la coca de varios días. De modo que me puse de mal humor cuando vi a aquel tío esquelético, con rotos en las rodilleras de los tejanos, que cruzaba obediente por el paso de cebra, como si la policía fuera a meterle en el talego si pasaba por otro lado. Llevaba de una correa a un perro mezcla de tantas razas que la palabra «perro» parecía poco más que un eufemismo, y daba la impresión de que caminaba para acompasarse al paso cojeante y lento del animal.
– Es lo más feo que he visto en mi vida -dije cuando pasó a mi lado-. ¿Por qué no haces un favor al mundo y lo escondes?
Se detuvo. Me miró a mí y luego al perro, con la suficiente lentitud para darme a entender que yo salía perdiendo en la comparación.
– ¿De dónde has sacado esa cosa? -pregunté.
– Lo recogí.
– ¿Lo recogiste? ¿A eso? Bien, tienes gustos raros, ¿no?
Porque aparte de tener sólo tres patas, la mitad de la cabeza del perro carecía de pelo. En su lugar había heridas enrojecidas que empezaban a curar.
– Da pena mirarle, ¿verdad? -dijo Chris, mientras contemplaba al perro con aire pensativo-, pero no eligió él, que es la circunstancia que más me conmueve de los animales. No pueden elegir. Alguien ha de elegir por ellos.
– Alguien debería disparar a esa cosa. Es como una mancha en el paisaje. -Busqué el paquete de cigarrillos en el bolso. Encendí uno y señalé con él al perro-. ¿Por qué le recogiste? ¿Vas a participar en un concurso de chuchos feos?
– Lo recogí porque me dedico a eso.
– Te dedicas a eso.
– Exacto. -Bajó la vista hacia las bolsas que rodeaban mis pies, en las que llevaba los disfraces y los nuevos adminículos que había comprado para complacer a Archie-. ¿Y tú que haces?
– Follo por dinero.
– ¿Tan cargada?
– ¿Qué?
Señaló los paquetes.
– ¿O te has tomado un descanso para ir de compras?
– Ah, eso. Parece que voy vestida para ir de compras, ¿eh?
– No. Parece que vas vestida de puta, pero nunca he visto a una puta que fuera cargada con tantas bolsas. ¿No te has confundido de clientes?
– Espero a alguien.
– Que no ha aparecido.
– ¿Qué sabes tú?
– Hay ocho colillas de cigarrillos alrededor de tus pies. Todas llevan tu lápiz de labios en el filtro. Un color espantoso, por cierto. El rojo no te sienta bien.
– Eres un experto, ¿verdad?
– En el terreno de las mujeres, no.
– Entonces, en el terreno de chuchos como ese, ¿no?
Miró al perro, que se había echado sobre la acera, con la cabeza sobre la única pata delantera y los ojos casi cerrados. Se agachó a su lado y posó la mano sobre la cabeza del animal.
– Sí -contestó-. En esto sí que soy un experto. Soy el mejor. Soy como la niebla a medianoche, sin luz ni sonido.
– Vaya mierda -dije, no porque pensara eso, sino porque había algo escalofriante en él, y no lograba concretar qué era. Es tan poquita cosa, pensé, apuesto a que no es capaz de conseguir dinero o amor. Y en cuanto lo pensé, tuve que averiguarlo.
– ¿Quieres marcha? -pregunté-. Tu compañero puede mirar por cinco libras extra.
Ladeó la cabeza.
– ¿Dónde?
Ya te tengo, pensé.
– Un lugar llamado Southerly, en Gloucester Road. Habitación 69.
– Muy apropiado.
Sonreí.
– ¿Y bien?
Se enderezó. El perro se levantó.
– Me apetece cenar. Ahí íbamos, Toast y yo. Ha estado expuesto en el Centro de Exhibiciones, y está cansado y hambriento. Y también un poco malhumorado.
– Así que era un concurso de perros, al fin y al cabo. Apuesto a que ganó.
– En cierta manera. -Vio que recogía mis bolsas y no dijo nada más hasta que las encajé bajo mis brazos-. Vamos, pues. Te contaré la historia de mi perro feo.
Menudo espectáculo formábamos: un perro de tres patas con la cabeza hecha trizas, un tipo de aspecto anarco con tejanos rotos y un pañuelo alrededor de la cabeza, y una puta con vestido de spanflex rojo, tacones negros de diez centímetros y un aro de plata en la nariz.
En aquel momento, pensé que iba a realizar una conquista interesante. No parecía ansioso de darme un revolcón cuando nos apoyamos contra el saliente de ladrillo exterior de un restaurante chino, pero pensé que se pondría en forma si le seguía la corriente. Los tíos son así. De modo que comimos rollos de primavera y bebimos dos tazas de té verde por cabeza. Dimos chop suey al perro. Hablamos como hace la gente cuando no sabe hasta qué punto confiarse o hablar (¿de dónde eres? ¿cómo es tu familia? ¿a qué colegio fuiste? ¿también dejaste la universidad? Ridículo, ¿verdad?, todo ese rollo), y yo no le escuchaba mucho, porque quería que me dijera lo que deseaba y cuánto estaba dispuesto a pagar. Sacó un fajo de billetes del bolsillo para pagar la comida, y calculé que podría desprenderse de sus buenas cuarenta libras. Cuando ya había pasado más de una hora y aún seguíamos en la fase del charloteo, dije por fin:
– Escucha, ¿qué va a ser?
– ¿Perdón?
– ¿Paja? ¿Mamada? ¿Metesaca? ¿Por delante o por detrás? Lo que quieras.
– Nada.
– Nada.
– Lo siento.
Sentí que mi cara se inflamaba cuando me enderecé.
– ¿Quieres decir que he perdido los últimos noventa minutos esperando a que tú…?
– Hemos cenado. Te lo dije. Una cena.
– ¡Y una mierda! Dijiste dónde y yo dije en el Southerly de Gloucester Road, habitación 69. Tú dijiste…
– Que necesitaba cenar. Que tenía hambre. Y Toast también.
– ¡Que le den por el culo a Toast. He perdido treinta libras.