– Maldita sea -masculló, mientras esperaba el pitido infernal.
Odiaba los contestadores automáticos. Era otra indicación de la anomia social que asolaba los últimos años del siglo. Impersonales y eficientes, le recordaban lo fácil que era sustituir a un ser humano por un artilu-gio electrónico. Donde antes había una Caroline Shepherd que contestaba el teléfono de Helen, cocinaba y ponía orden en su vida, ahora había una cassette, comida china a domicilio y una mujer de la limpieza de County Clare.
– Hola, querida -dijo cuando sonó la señal, y pensó, hola querida ¿y qué más? ¿Has encontrado el anillo que te dejé? ¿Te gusta la piedra? ¿Te casarás conmigo? ¿Hoy? ¿Ésta noche? Maldita sea. Odiaba aquellos contestadores automáticos-. Temo que voy a estar ocupado esta tarde. ¿Cenamos juntos? ¿A eso de las ocho? -Hizo una pausa idiota, como si aguardara una respuesta-. ¿Ha ido bien el día? -Otra pausa imbécil-. Escucha, te telefonearé cuando vuelva al Yard. No te comprometas esta noche. O sea, si recibes este mensaje, no te comprometas. Ya me doy cuenta de que quizá no lo recibas, y en ese caso, no quiero que pases el rato esperando mi llamada, ¿de acuerdo? Helen, ¿tienes planes para esta noche? No me acuerdo. Tal vez podamos…
Sonó un pitido. Una voz computerizada recitó:
– Gracias por el mensaje. Son las tres y veintiún minutos.
La conexión se cortó.
Lynley maldijo. Colgó el teléfono. Despreciaba aquellas asquerosas máquinas.
Como había hecho buen día, Little Venice todavía albergaba un buen número de personas que empleaban la tarde en explorar algunos canales de Londres. Se desplazaban en sus barcos turísticos y escuchaban los comentarios y habladurías de sus guías, a los que respondían con murmullos de admiración. Paseaban por la acera, admiraban las flores primaverales que crecían en los tiestos de los tejados y en las cubiertas de las barcazas. Se acodaban en la colorida barandilla del puente de Warwick Avenue.
Al sudoeste del puente, Browning's Pool formaba un tosco triángulo de agua oleaginosa, uno de cuyos lados estaba flanqueado por más barcazas. Eran embarcaciones amplias, grandes y de fondo plano, que en otro tiempo habían remolcado caballos por el sistema de canales que cruzaban en todas direcciones la mayor parte del sur de Londres. En el siglo XIX, habían servido para transportar mercancías. Ahora, estaban ancladas y servían de vivienda a artistas, escritores, artesanos y modelos de los primeros.
La barcaza de Christopher Faraday flotaba frente a Browning's Island, un rectángulo de tierra sembrada de sauces que se elevaba en el centro del estanque. Cuando Lynley se acercaba por la pasarela que bordeaba el canal, un joven con pantalones cortos le adelantó. Le acompañaban dos perros jadeantes, uno de los cuales trotaba sobre tres patas. Mientras Lynley miraba, los perros adelantaron al corredor, subieron los dos peldaños y saltaron a la barcaza, a la cual se dirigía el joven.
Cuando Lynley llegó, el joven estaba de pie sobre la cubierta, ocupado en secarse el sudor de la cara y el cuello, y los perros (un pachón y el cruzado de tres patas, cuyo aspecto insinuaba que había llevado la peor parte en demasiadas peleas callejeras) sorbían agua ruidosamente de dos pesados cuencos de cerámica, que descansaban sobre una pila de periódicos. La palabra «chucho» estaba pintada en el cuenco del pachón, y las palabras «chucho dos» en la del cruzado.
– ¿Señor Faraday? -dijo Lynley, y el joven apartó la toalla azul de la cara. Lynley extrajo su tarjeta de identificación y se presentó-. ¿Christopher Faraday? -repitió.
Faraday tiró la toalla sobre el techo de la cabina, alta hasta la cintura, y se interpuso entre Lynley y los animales. El pachón levantó la vista del agua, con las mandíbulas chorreantes. Un gruñido grave escapó de su garganta.
– No pasa nada -dijo Faraday.
Costaba saber si estaba hablando con Lynley o con el perro, porque sus ojos estaban clavados en el primero, pero su mano acariciaba la cabeza del segundo. Lynley observó que una larga cicatriz se iniciaba sobre su cabeza y descendía entre los ojos.
– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó Faraday.
– Estoy buscando a Olivia Whitelaw.
– ¿A Livie?
– Tengo entendido que vive aquí.
– ¿Qué pasa?
– ¿Está en casa?
Faraday cogió la toalla y la pasó alrededor de su cuello.
– Id con Livie -ordenó a los animales-. Un momento, por favor -dijo a Lynley, mientras los perros trotaban obedientes hasta una especie de mirador de cristal que remataba la cabina y servía de entrada-. Voy a ver si está levantada.
¿Levantada?, se preguntó Lynley. Pasaban de las tres y media. ¿Aún trabajaba de noche y tenía que dormir de día?
Faraday entró en el mirador y bajó unos peldaños. Dejó abierta unos centímetros la puerta de la cabina. Lynley oyó el ladrido de un perro y el roce de garras sobre linóleo o madera. Se acercó más al mirador y escuchó. Unas voces hablaban en susurros.
La de Faraday apenas era distinguible.
– …policía… pregunta por… no, no puedo… has de…
La de Olivia Whitelaw era más clara y perentoria.
– No puedo. ¿No lo entiendes, Chris? ¡Chris!
– …tranquila… todo irá bien, Livie…
Un arrastrar de pies. Crujido de papeles. Un aparador que se cerraba. Luego, otro. Luego, un tercero. Momentos después, unos pasos se acercaron a la puerta.
– Cuidado con la cabeza -advirtió Chris Faraday. Se había puesto los pantalones dé un chandal. Habían sido rojos, pero ahora se habían desteñido y eran del mismo color que su cabello. Era escaso para un hombre de su edad, con una pequeña tonsura como la de un monje en lo alto de la cabeza.
Lynley bajó a una habitación larga, apenas iluminada, chapada de pino. Estaba cubierta en parte por una alfombra, y el linóleo quedaba al descubierto bajo un banco de trabajo ancho, bajo el cual se había refugiado el perro cruzado. Sobre la alfombra descansaban tres enormes almohadones, cerca de los cuales había un conjunto de cinco butacas viejas y desemparejadas. En una de ellas se sentaba una mujer, vestida de negro de pies a cabeza. Lynley no la habría visto de no ser por el color de su pelo, como un faro entre las paredes de pino. Era de un rubio blanquecino incandescente, con un extraño reflejo amarillento y raíces que recordaban el color del aceite de un motor sucio. Era corto por un lado, y caía sobre la oreja del otro.
– ¿Olivia Whitelaw? -preguntó Lynley.
Faraday se acercó al banco de trabajo y abrió un panel de persianas apenas unos centímetros. La rendija resultante arrojó luz sobre el techo chapado de madera y un resplandor difuso cayó sobre la mujer, que se encogió.
– Mierda. Tranqui, Chris.
Bajó la mano lentamente hasta el suelo y cogió una lata de tomate vacía, de la cual extrajo un paquete de Marlboro y un encendedor de plástico.
Cuando encendió el cigarrillo, la luz se reflejó en sus anillos. Eran de plata, y llevaba uno en cada dedo. Hacían juego con los botones que recorrían su oreja derecha como erupciones de cromo, y servían de contrapunto al imperdible que perforaba la izquierda.
– Olivia Whitelaw. Exacto. ¿Quién quiere saberlo y por qué? -El humo del cigarrillo reflejó la luz. Creó la sensación de que un velo de gasa ondulante colgaba entre ellos. Faraday abrió otro panel de persianas-. Ya es suficiente -dijo Olivia-. ¿Por qué no te largas por ahí?
– Temo que deberá quedarse -dijo Lynley-. Me gustaría hacerle algunas preguntas.