Faraday apretó el botón de un fluorescente que colgaba sobre el banco de trabajo. Arrojó un resplandor brillante, blanco y muy específico, sobre una pequeña sección de la habitación. Al mismo tiempo, creó una fulgurante distracción para los ojos, como para desviarlos de la butaca en que se sentaba Olivia.
Había un taburete frente al banco de trabajo, y Faraday se sentó en él. Si paseaba la mirada entre uno y otro, los ojos de Lynley tendrían que adaptarse continuamente de la luz a la sombra. Era una celada inteligente. La habían perpetrado con tal rapidez y eficacia que Lynley se preguntó si la habrían planeado de antemano, para el día en que aparecieran los pies planos.
Escogió la butaca más cercana a Olivia.
– Le traigo un mensaje de su madre -dijo.
El extremo de su cigarrillo ardió como un carbón.
– ¿Sí? Tra la la. ¿Debería alegrarme o algo así?
– Dijo que siempre sería su madre.
Olivia le observó desde detrás del humo, con los párpados bajados y una mano con el cigarrillo a cinco centímetros de su boca, preparado.
– Dijo que Kenneth Fleming no cambió eso.
Tenía los ojos clavados en él. Su expresión no se alteró cuando mencionó a Fleming.
– ¿Debo saber lo que eso significa? -preguntó por fin.
– De hecho, la he citado mal. Al principio, dijo que Kenneth Fleming no cambia eso.
– Bien, me alegra saber que la vieja vaca todavía muge.
Olivia hablaba en tono aburrido. Lynley oyó que las ropas de Faraday crujían cuando se movió. Olivia no miró en su dirección.
– Tiempo presente -dijo Lynley-. No cambia. Y entonces, utilizó el pasado. No cambió. Bascula entre los dos desde anoche.
– No cambia. No cambió. Aún me acuerdo de la gramática, y también sé que Kenneth Fleming ha muerto, si va por ahí.
– ¿Ha hablado con su madre?
– He leído el periódico.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? ¿Qué clase de pregunta es esa? He leído el periódico porque lo hago cuando Chris lo trae a casa. ¿Qué hace usted con el suyo? ¿Lo corta en cuadraditos para poder secarse el culo cuando caga?
– Livie -dijo Faraday desde el banco de trabajo.
– Me refiero a por qué no telefoneó a su madre.
– Hace años que no hablo con ella. ¿Por qué iba a hacerlo?
– No lo sé. Para ver si podía hacer algo por aliviar su pena, tal vez.
– ¿Algo así como «lamento saber que a tu juguete se le ha acabado la cuerda antes de tiempo»?
– Por lo tanto, sabía que su madre mantenía cierta relación con Kenneth Fjeming. Pese a los años transcurridos sin hablarse.
Olivia encajó el cigarrillo entre sus labios. Lynley dedujo por su expresión que había comprendido con cuánta facilidad la había conducido a admitirlo. También se dio cuenta de que estaba calculando lo que había admitido sin darse cuenta.
– He dicho que leí los periódicos. -Daba la impresión de que su pierna temblaba, tal vez de frío, aunque no hacía dentro de la barcaza, o tal vez a causa de los nervios-. Ha sido difícil no enterarse de su historia durante los últimos años.
– ¿Qué sabe al respecto?
– Lo que han publicado los periódicos. Él trabajaba para ella en Stepney. Vivían juntos. Ella le ayudó en su carrera. Era como su hada madrina, o algo por el estilo.
– La expresión «juguete» implica algo más.
– ¿Juguete?
– La expresión que ha utilizado hace un momento. «A tu juguete se le acabó la cuerda antes de tiempo.» Eso sugiere algo más que ser la madrina de un hombre más joven, ¿no cree?
Olivia tiró la ceniza en la lata de tomate. Se llevó el cigarrillo a la boca y habló desde detrás de su mano.
– Lo siento -dijo-. Tengo una mente sucia.
– ¿Supuso desde el primer momento que eran amantes? -preguntó Lynley-. ¿O lo creyó más tarde?
– No he supuesto nada. Ni siquiera estaba interesada en suponer. Solo he llegado a la conclusión lógica y normal, cuando un bebé y un vejestorio, por lo general, aunque no siempre, sin lazos de sangre o matrimonio, ocupan el mismo espacio durante un período de tiempo. Como las aves y las abejas. Polla dura y cono húmedo. Supongo que no necesito explicárselo.
– Es un poco desagradable, ¿no?
– ¿Qué?
– La idea de su madre con un hombre mucho más joven. Más joven que usted, o quizá de la misma edad. -Lynley se inclinó hacia delante, con los codos apoyados sobre las rodillas, en una postura que indicaba su interés por hablar en serio, al tiempo que podía ver mejor la pierna izquierda de la chica. Estaba temblando, al igual que la derecha, pero ella no parecía ser consciente del movimiento-. Seamos sinceros -dijo, con la mayor candidez posible-. Su madre no es una jovencita a sus sesenta y seis años. ¿Nunca se ha preguntado si se estaba poniendo en las manos, ciega y estúpidamente, de un hombre que aspiraba a algo más que al dudoso placer de acostarse con ella? Él era un deportista conocido en todo el país. ¿No cree que habría podido escoger entre mujeres mucho más jóvenes que su madre? Si tal era el caso, ¿qué cree usted que tenía en mente cuando eligió a su madre?
Olivia entornó ios ojos. Sopesó las preguntas.
– Ella tenía complejo de madre y trataba de resolverlo. O complejo de abuela. A él le gustaban viejas y arrugadas. Le gustaban de carnes fofas. O solo creía que un polvo valía la pena si tenían los pelos del cono grises. Lo que a usted le guste más. Yo no sé explicar la situación.
– Pero ¿a usted no le molestaba? Si esa era la naturaleza de su relación, de hecho. Su madre lo niega, por cierto.
– Por mí, que haga y diga lo que le de la gana. Es su vida. -Olivia lanzó un silbido bajo en dirección a la puerta que, al parecer, conducía a la cocina-. Beans -llamó-. Largo de ahí. ¿Qué está haciendo, Chris? ¿Has doblado la ropa limpia al llegar? De lo contrario, estará dormido encima.
Faraday bajó del taburete. Tocó el hombro de la chica y desapareció por la puerta.
– ¡Beans! -llamó-. Sal. ¡Eh! Maldita sea. -Después, rió-. Tiene mis calcetines, Livie. El maldito animal está mordisqueando mis calcetines. Suelta, chucho. Dámelos.
Se oyó el ruido de un forcejeo, acompañado por el ladrido juguetón de un perro. El perro que estaba bajo el banco de trabajo levantó la cabeza.
– Quédate aquí, Toast -dijo Olivia. Relajó los hombros contra la butaca cuando el perro obedeció. Parecía complacida con su maniobra de distracción.
– Si usted ha llegado a una conclusión sobre la relación de su madre con Fleming -dijo Lynley-, no sería difícil llegar a otra. Es una mujer rica, si pensamos en sus propiedades de Kensington, Stepney y Kent. Y ustedes dos están muy distanciadas.
– ¿Y qué?
– ¿Sabe que el testamento de su madre nombra a Fleming beneficiario principal?
– ¿Debería sorprenderme?
– Tendrá que cambiarlo ahora que ha muerto, por supuesto.
– ¿Y usted cree que albergo la esperanza de que me deje sus ducados?
– La muerte de Fleming alienta esa posibilidad, ¿no cree?
– Yo diría que está juzgando mal el grado de animosidad entre nosotras.
– ¿Entre usted y su madre, o entre usted y Fleming?
– ¿Fleming? No conocía a ese tipo.
– Conocerle no era necesario.
– ¿Para qué? -La chica dio una calada al cigarrillo-. ¿Está insinuando que tuve algo que ver con su muerte, porque quería el dinero de mi madre? Qué chorrada.
– ¿Dónde estuvo el miércoles por la noche, señorita Whitelaw?
– ¿Que dónde estuve? ¡Jesús! -rió Olivia, pero su carcajada se convirtió en un espasmo. Emitió un jadeo estrangulado y se hundió en la butaca. Su cara enrojeció y dejó caer el cigarrillo en la lata-. ¡Chris! -gritó con voz ahogada, y volvió la cabeza a un lado.
Faraday entró a toda prisa.
– Vale, vale -dijo en voz baja, con las manos apoyadas sobre los hombros-. Respira y relájate.
Se arrodilló a su lado y empezó a masajearle las piernas, mientras el perdiguero le olfateaba los pies.