Un gatito blanco y negro entró en la habitación, procedente de la cocina, y emitió un tenue maullido. Toast empezó a incorporarse.
– ¡No! -dijo Faraday sin volverse-. ¡Estáte quieto! Tú también, Beans. Estaos quietos. -Chasqueó la lengua hasta que el gato estuvo a su alcance. Lo recogió, del suelo y lo dejó caer en el regazo de la mujer-. Sujétala, Livie. Ha vuelto a soltarse el vendaje.
La mano de Olivia se posó sobre la gata, pero mantuvo apretada la cabeza contra la butaca, sin mirar al animal. Tenía los ojos cerrados, respiraba profundamente (inhalaba por la nariz y exhalaba por la boca), como si sus pulmones fueran a olvidar en cualquier, momento cómo funcionar. Faraday continuó con el masaje de sus piernas.
– ¿Estás mejor? -preguntó-. ¿Estás bien? Ya va mejor, ¿no?
Por fin, ella asintió. Respiró con más lentitud. Bajó la cabeza y dedicó su atención a la gata.
– No se va a curar -dijo con voz tensa- si no lleva un collar que le mantenga las patas alejadas, Chris.
Lo que Lynley había tomado por pelaje blanco de la gata era, en realidad, un vendaje que cubría su ojo izquierdo, observó ahora.
– ¿Una pelea de gatos? -preguntó.
– Ha perdido un ojo -explicó Faraday.
– Menuda pandilla tiene aquí.
– Sí. Bueno, cuido de los abandonados.
Olivia lanzó una débil carcajada. A sus pies, el pachón sacudió alegremente la cola contra la silla, como si comprendiera y fuera cómplice de un chiste privado.
Faraday hundió los dedos en su cabello.
– Mierda, Livie…
– Da igual -contestó ella-. No empecemos a exhibir nuestras vergüenzas, Chris. Al inspector no le interesan. Solo le interesa saber dónde estuve el miércoles por la noche. -Levantó la cabeza y miró a Lynley-. Y dónde estabas tú también, Chris. Imagino que querrá saberlo, aunque la respuesta es rauda y sencilla. Estaba donde siempre estoy, inspector. Aquí mismo.
– ¿Puede confirmarlo alguien?
– Por desgracia, ignoraba que iba a necesitar confirmación. Beans y Toast lo harían de buen grado, pero dudo que entienda usted su idioma.
– ¿Y el señor Faraday?
Faraday se levantó. Se masajeó la nuca.
– Salí -dijo-. Una fiesta con unos tíos.
– ¿Dónde fue?
– En Clapham. Le daré la dirección, si quiere.
– ¿Cuánto rato estuvo ausente?
– No lo sé. Era tarde cuando volví. Llevé a uno de los tíos a casa, hasta Hampstead, de modo que debió ser alrededor de las cuatro.
– ¿Estaba usted dormida? -preguntó Lynley a Olivia.
– A esa hora, pocas cosas más se pueden hacer.
Olivia había vuelto a adoptar su postura anterior, con la cabeza apoyada contra el respaldo de la butaca. Tenía los ojos cerrados. Palmeaba a la gata, que no le hacía el menor caso y se disponía a echar una siestecita sobre sus muslos.
– La casa de Kent tiene otra llave -dijo Lynley- Su madre dice que usted conocía su existencia.
– ¿De veras? -murmuró Olivia-. Bien, ya somos dos, ¿no?
– Ha desaparecido.
– Y supongo que a usted le gustaría echar una ojeada por aquí. Un deseo muy comprensible por su parte, pero requiere una orden. ¿La ha traído?
– Imagino que podría solucionarlo sin excesivas dificultades.
Olivia entreabrió los ojos. Sus labios se torcieron en una sonrisa..
– ¿Por qué tengo la impresión de que se está echando un farol, inspector?
– Vamos, Livie -suspiró Faraday-. No tenemos la llave de ninguna casa -dijo a Lynley-. Ni siquiera hemos estado en Kent desde… Joder, yo qué sé.
– Luego han estado.
– ¿En Kent? Claro, pero en una casa no. Ni siquiera sabía que había una casa hasta que usted la mencionó.
– Así que no lee los periódicos. Los que trae para que Olivia lea.
– Los leo, sí.
– Pero no se fijó en la casa cuando leyó las noticias sobre Fleming.
– No leí las noticias sobre Fleming. Livie quería los periódicos. Fui a buscarlos.
– ¿Quería los periódicos? ¿Expresamente? ¿Por qué?
– Porque siempre los quiero -replicó Olivia. Rodeó la muñeca de Faraday con la manó-. Basta de jueguecitos -le dijo-. Solo quiere tendernos una trampa. Quiere demostrar que nosotros nos cargamos a Fleming. Si lo hace antes de la noche, aún le dará tiempo de echar un polvo a su novia. Si es que tiene novia. -Tiró de la muñeca de Faraday-. Trae mi medio de transporte, Chris. -El joven siguió sin moverse-. No pasa nada. Da igual. Ve a buscarlo.
Faraday entró en la cocina y volvió con un andador de aluminio de tres lados.
– Aparta, Beans -dijo, y cuando el animal obedeció, dejó el aparato frente a Olivia-. ¿Vale?
– Vale -dijo ella.
Le pasó la gata, que maulló a modo de protesta hasta que Faraday la depositó sobre el raído asiento de pana de otra butaca. Se volvió hacia Olivia, que asió los lados del andador y empezó a levantarse. Lanzó un gruñido y un suspiro.
– Mierda. Oh, joder -masculló cuando se inclinó a un lado. Soltó la mano protectora de Faraday de su brazo. Erguida por fin, lanzó una mirada desafiante a Lynley-. Menuda asesina tenemos aquí, ¿verdad, inspector?
Chris Faraday esperó dentro de la barcaza, al pie de la escalera. Los perros se acercaron a él. Empujaron sus cabezas contra las rodillas del hombre, en la falsa creencia de que iban a dar otro paseo. En sus mentes, iba vestido de la forma adecuada. Estaba de pie bajo la puerta. Tenía una mano sobre la barandilla. Para ellos, estaba a punto de salir, y tenían la intención de acompañarle.
En realidad, estaba escuchando los pasos del detective que se alejaba, y esperaba a que su corazón dejara de saltar en su pecho. Ocho años de adiestramiento, ocho años de preparativos, no habían sido suficientes para impedir que su cuerpo amenazara con una desastrosa exhibición de soberanía sobre su mente. Cuando había mirado por fin la tarjeta de identificación del detective, sus tripas se habían aflojado de tal manera que se creyó incapaz de contenerse lo bastante para llegar al lavabo, y mucho menos aguantar un interrogatorio con el aire de indiferencia adecuado. Una cosa era planificar, discutir, incluso ensayar con algún miembro del núcleo gobernante que interpretara el papel de policía, y otra muy diferente que ocurriera por fin, pese a sus precauciones, y repasar mentalmente en un abrir y cerrar de ojos cien y una sospechas sobre quién les podía haber traicionado.
Imaginó que sentía hundirse la barcaza cuando el detective bajó de ella. Escuchó el sonido de los pasos que se alejaban a lo largo del canal. Decidió que los oía y subió para abrir la puerta, no tanto para comprobar que ya no había moros en la costa como para dejar pasar el aire. Respiró ávidamente. Olía a ozono y gases de escape de diesel, solo algo más fresco que el de la cabina llena de humo. Se sentó en el segundo peldaño de arriba y pensó en lo que debía hacer a continuación.
Si hablaba al núcleo gobernante de la visita del detective, votarían por disolver la unidad. Ya lo habían hecho en ocasiones anteriores por motivos menos importantes que la visita de la policía, y sin duda lo volverían a hacer. Le trasladarían durante seis meses a una rama inferior de la organización, y asignarían todos los miembros de su unidad a otros capitanes. Era la solución más sensata cuando se producía una brecha en la seguridad.
Pero aquello no era una brecha en la seguridad, ¿verdad? El detective había venido a ver a Livie, no a él. Su visita no tenía nada que ver con la organización. Era pura casualidad que una investigación de asesinato y las preocupaciones del movimiento se hubieran cruzado en un arbitrario momento del tiempo. Si se mantenía firme, no decía nada y, sobre todo, se aferraba a su historia, el detective perdería todo interés en él. Ya lo estaba perdiendo, ¿no? ¿No había tachado a Livie de su lista de sospechosos cuando vio el estado en que se encontraba? Por supuesto que sí. No era idiota.