Chris hundió los nudillos de la mano derecha en el muslo y se conminó a no disimular la verdad. Tenía que informar al núcleo gobernante de la visita del DIC de Scotland Yard. Ellos debían tomar la decisión. Él solo podía pedir tiempo y confiar en que tuvieran en cuenta sus ocho años de militancia en la organización y sus cinco años como capitán de asalto, antes de votar. Y si votaban por disolver la unidad, sería inevitable. Sobreviviría. Amanda y él sobrevivirían juntos. Quizá sería lo mejor. No más verse a escondidas, no más disimulos, no más soldado y capitán, no más temores de ser convocado ante el núcleo de gobierno para dar inútiles explicaciones y ser sometido a la consiguiente disciplina. Por fin, serían relativamente libres.
Relativamente. Aún había que pensar en Livie.
– ¿Crees que se lo tragó, Chris?
La voz de Livie sonó pastosa, como siempre que utilizaba su energía con demasiada rapidez y no tenía tiempo de recuperar la fuerza exigida para controlar su cerebro.
– ¿Qué?
– Lo de la fiesta.
Chris inhaló otra profunda bocanada del aire contaminado del exterior y bajó tres peldaños de la escalerilla. Olivia se había acomodado de nuevo en su butaca y empujado el andador contra la pared.
– La historia aguantará -contestó Chris, pero no añadió que, para ello, tendría que hacer llamadas telefónicas y pedir favores.
– Investigará lo que dijiste.
– Siempre supimos que podía pasar.
– ¿Estás preocupado?
– No.
– ¿Quién es tu principal apoyo?
– Un tío llamado Paul Beckstead. Ya te he hablado de él. Es miembro de la unidad. Es…
– Sí, lo sé.
No le animó a que embelleciera la historia. Lo había hecho antes, pero cesó en sus intentos de pillarle en una mentira más o menos cuando empezó su primera ronda de visitas médicas.
Se miraron desde extremos opuestos de la habitación. Parecían cautelosos, como los boxeadores cuando adoptan posiciones. Solo que en su caso, si los golpes menudeaban, golpearían en el corazón y dejarían el cuerpo incólume.
Chris se acercó al conjunto de aparadores que había a cada lado del banco de trabajo. Sacó los carteles y mapas que había quitado de la pared a toda prisa. Los volvió a colocar: AMAD A LOS ANIMALES, NO OS LOS COMÁIS. SALVAD A LA BELUGA. 125.000 MUERTES CADA HORA. LO QUE OCURRE A LAS BESTIAS, OCURRE AL HOMBRE: TODO ESTÁ RELACIONADO.
– Le podrías haber contado la verdad sobre ti, Livie. -Cogió un poco de Blu-Tack entre el pulgar y el índice y lo pegó de nuevo al mapa de Gran Bretaña, que no estaba dividido por países y condados, sino por segmentos horizontales y verticales llamados zonas-. Te habría librado de sospechas, como mínimo. Yo tengo la fiesta, pero tú no tienes nada, excepto que estabas aquí sola, lo cual no sirve de gran cosa.
Ella no contestó. Oyó que palmeaba el brazo de la butaca y chasqueaba la lengua para atraer la atención de Panda, la cual, como siempre, no le hizo caso. Panda siempre iba a la suya. Era una gata auténtica, pues solo atendía a sus intereses propios.
– Podrías haberle dicho la verdad -insistió Chris-. Te habría librado de sospechas. Livie, ¿por qué…?
– Habría corrido el riesgo de desviarlas hacia ti. ¿Era eso lo que debía hacer? ¿Me lo habrías hecho tú?
Chris apretó el mapa contra la pared, vio que estaba torcido, y lo enderezó.
– No lo sé.
– Oh, vamos.
– Es verdad. No lo sé. En la misma tesitura, no lo sé.
– Bien, da igual, porque yo sí lo sé.
Chris la miró. Hundió las manos en los bolsillos del pantalón del chandal. La expresión de Olivia le hizo sentirse empalado como un insecto en el alfiler de su fe en él.
– Escucha -dijo-, no me hagas quedar como un héroe. A la larga, te decepcionaré.
– Sí, bueno. La vida está llena de decepciones, ¿verdad?
Chris tragó saliva.
– ¿Cómo están tus piernas?
– Son piernas.
– No quedó muy bien, ¿verdad? En el momento preciso.
Ella sonrió con sarcasmo.
– Como un polígrafo. Haz la pregunta. Mira cómo ella se crispa. Saca las esposas y léele sus derechos.
Chris se dejó caer en otra butaca, la que el detective había elegido, frente a ella. Estiró las piernas y acercó la punta de su bamba a la punta de la bota negra de suela gruesa que ella llevaba, uno de los dos pares que Livie había comprado cuando pensó que solo necesitaba un sostén más adecuado y consistente para el arco de sus pies.
– Menudo par -dijo Chris, y deslizó la punta de la bamba sobre el empeine de Olivia.
– ¿Por qué?
– Estuve a punto de estropearlo todo cuando dijo quién era.
– ¿Tú? Ni hablar. No lo creo.
– Es verdad. Pensé que estaba acabado.
– Eso no pasará nunca. Eres demasiado bueno para que te cojan.
– Nunca he imaginado que me cogerían de la manera habitual.
– ¿No? ¿Cómo, pues?
– Algo como lo de hoy. Algo ajeno. Algo que pasa por casualidad.
Vio que el calzado de Olivia estaba desabrochado y se inclinó para anudarlo. Después, ató la otra bota, aunque no era necesario. Tocó sus tobillos y enderezó sus calcetines. Ella extendió la mano y deslizó los dedos desde su sien hasta su oreja.
– Si es necesario, díselo -advirtió Chris. Notó que la mano de Olivia se apartaba con brusquedad. Levantó la vista.
– Ven, Beans -llamó Olivia al pachón, que había colocado sus patas delanteras sobre la escalerilla-. Y tú, Toast, vamos, bolsas de pulgas. Chris, quieren salir. Llévales hasta la puerta, ¿vale?
– Puede que lo necesites, Livie. Puede que alguien te haya visto. Si es necesario, dile la verdad.
– Mi verdad no es problema suyo.
Capítulo 9
– Ya he hablado con la policía de Kent -fueron las primeras palabras de Jean Cooper cuando abrió la puerta de su casa de Cárdale Street y se encontró ante la tarjeta de identificación de la sargento Havers-. Les dije que era Kenny. No tengo nada más que decir. ¿Quiénes son esos tíos, por cierto? ¿Han venido con usted? No estaban antes.
– Periodistas -dijo Barbara Havers en referencia a los tres fotógrafos que, nada más abrir Jean Cooper la puerta, habían empezado a disparar sus cámaras al otro lado del seto alto hasta la cintura que, paralelo a un muro de ladrillo bajo, separaba el jardín delantero de la calle. El jardín consistía en un cuadrado de hormigón deprimente, bordeado en tres lados por un macizo de flores sin plantar y decorado con algunos moldes en yeso de casitas, pintadas a mano por alguien de talento muy limitado.
– Larguense todos -gritó Jean a los fotógrafos-. Aquí no hay nada para ustedes. -Continuaron disparando. Jean puso los brazos en jarras-. ¿Me han oído? He dicho que se larguen.
– Señora Fleming -dijo uno-, la policía de Kent afirma que un cigarrillo fue el causante del incendio. ¿Era fumador su marido? Una fuente de toda confianza nos ha dicho que no. ¿Quiere confirmarlo? ¿Algún comentario? ¿Estaba solo en la casa?
Jean tensó la mandíbula.
– No tengo nada que decirles -replicó.
– Una fuente de Kent ha confirmado que la casa estaba ocupada por una mujer llamada Gabriella Patten, señora de Hugh Patten. ¿Le suena el nombre? ¿Algún comentario?
– He dicho que no tengo nada…
– ¿Ha informado a sus hijos? ¿Cómo se lo han tomado?
– ¡Manténganse alejados de mis hijos! Si les hacen una sola pregunta, les cortaré los huevos. ¿Entendido?
Barbara subió el único peldaño del frente.
– Señora Fleming… -empezó con firmeza.
– Es Cooper. Cooper.
– Sí, lo siento. Déjeme entrar, señora Cooper. No podrán hacer más preguntas si usted me acompaña, y las únicas fotografías que podrán tomar no interesarán a sus editores. ¿De acuerdo? ¿Puedo entrar?