– ¿La han seguido hasta aquí? Porque en ese caso, voy a telefonear a mi abogado y…
– Ya estaban aquí. -Barbara procuraba ser paciente, pero al mismo tiempo era desagradablemente consciente del ruido de las cámaras, y su poca propensión a dejarse fotografiar la empujaba hacia el interior de la casa-. Habían aparcado en Plevna Street. Detrás de un camión, cerca del hospital. Sus coches estaban escondidos. Lo siento -añadió como un autómata.
– Lo siento -refunfuñó Jean Cooper-. No me venga con esas. Ninguno de ustedes siente nada.
Pero retrocedió y dejó que Barbara entrara en la sala de estar de la pequeña casa. Daba la impresión de encontrarse en pleno proceso de limpieza, porque varias bolsas de basura grandes a medio llenar estaban tiradas en el suelo, y cuando las apartó a un lado con el pie para que Barbara se acercara a un tresillo desastrado, un hombre musculoso bajó la escalera con tres cajas cargadas en los brazos.
– Has estado estupenda, Pook -dijo con una carcajada-, pero tendrías que haber dicho que estábamos demasiado ocupados secándonos los mocos para hablar con ellos. Ooh. Vaya. Lo siento, agente, no puedo conversar en este momento porque he de ir a llorar un poco más.
Aulló.
– Der -dijo Jean-, está aquí la policía.
El hombre bajó las cajas. Parecía más beligerante que turbado por haber sido sorprendido hablando sin ambages. Dedicó a Barbara un escrutinio incrédulo que pronto se metamorfoseó en uno despectivo. «Qué vaca, qué esperpento», decía su expresión. Barbara le devolvió la mirada y la sostuvo hasta que el hombre dejó caer las cajas en el suelo, cerca de la puerta que daba a la cocina. Jean Cooper le presentó a su hermano Derrick.
– Ha venido por lo de Kenny -dijo sin necesidad.
– ¿De veras? -El hombre se apoyó contra la pared y se balanceó sobre un pie con el otro de puntillas, en una extraña posición de baile. Tenía unos pies minúsculos para un hombre de su tamaño, y aún parecían más pequeños por obra de sus anchos pantalones púrpura, que estaban sujetos a la cintura y los tobillos por una goma, como el atuendo de una bailarina de harén. Daba la impresión de que habían sido cortados a medida para acomodar sus muslos, similares a troncos de árbol-. ¿Qué pasa con él? Si quiere saber mi opinión, ese canalla recibió por fin su merecido. -Apuntó con el dedo a su hermana y dobló el pulgar como una pistola en su dirección, aunque parecía que su representación iba dedicada en especial a Barbara-. Como siempre te he dicho, Pook, estarás mejor sin ese jodido mamón. El señorito K.F. El señor Culodulce sabe tan bien cuando lo besas. Si quieres…
– ¿Has recogido todos los libros de Kenny, Der? -preguntó a posta su hermana-. Hay más en el cuarto de los chicos, pero busca dentro su nombre, por si acaso. No te lleves ninguno de Stan.
El hombre cruzó los brazos sobre el pecho tanto como pudo, considerando las dimensiones de sus pectorales y los movimientos limitados causados por el tamaño de sus bíceps. La postura, elegida sin duda para demostrar autoridad, solo ponía más en evidencia su físico peculiar. Gracias al entrenamiento intensivo con las pesas, había conseguido agrandar todas las partes de su cuerpo, excepto aquellas cuyo tamaño estaba predeterminado por la falta de músculo o el crecimiento restringido del esqueleto. Por tanto, sus manos, pies, cabeza y orejas parecían curiosamente delicados.
– ¿Intentas deshacerte de mí? ¿Tienes miedo de que cuente a esta encantadora policía lo cabrón que era tu marido?
– Ya basta -replicó Jean-. Si quieres quedarte, quédate, pero manten la boca cerrada porque me falta así…, solo me falta esto, Der… -Juntó el pulgar y el índice hasta que solo los separó el espacio entre sus uñas. Su mano temblaba. La sepultó con rudeza en el bolsillo de su bata.-. A la mierda todo -susurró-, a la mierda todo.
La expresión de insolente agresividad de su hermano desapareció de inmediato.
– Estás hecha polvo. -Movió su masa de la pared-. Necesitas una taza de té. Si no quieres comer, vale, no te obligaré, pero te tomarás esa taza y yo vigilaré que te tomes hasta la última gota, Pook.
Fue a la cocina, abrió el agua y empezó a rebuscar en las alacenas.
Jean acercó las bolsas de basura medio llenas a la escalera.
– Siéntese -dijo a Barbara-. Diga lo que deba decir, y luego déjenos en paz.
Barbara continuó de pie junto al viejo televisor, mientras la otra mujer movía las bolsas y arrastraba una hacia un aparador hondo que había bajo la escalera. Extrajo una colección de álbumes. Dedicó su atención a las cubiertas polvorientas, bien para hacer caso omiso de Barbara, o de lo que los libros y sus páginas albergaban. Daba la impresión de que contenían fotografías y recortes, pero debían estar mal montados en el interior, porque varias fotos y artículos cayeron al suelo cuando Jean trasladó cada álbum desde el aparador hasta la bolsa de basura.
Barbara se agachó para recogerlos. En el encabezamiento de cada artículo aparecía el nombre de Fleming, subrayado en naranja. Por lo visto, documentaban la carrera del bateador. Las fotografías componían una crónica de su vida. De niño, un sonriente adolescente con una botella de ginebra de contrabando levantada a modo de saludo, un joven padre que reía mientras mecía a un niño en sus manos.
Si las circunstancias que rodeaban la muerte del hombre hubieran sido diferentes, Barbara habría dicho, «Espere, señora Cooper, por favor. No tire eso. Quédeselos. Ahora no los quiere porque el dolor es demasiado reciente, pero a la larga los echará de menos. Tómeselo con calma, se lo ruego». Sin embargo, la necesidad de ofrecer aquellas palabras de advertencia y compasión disminuyó cuando pensó en las posibles implicaciones de que una mujer se quedara tantos recuerdos del hombre que la había abandonado.
Barbara dejó caer las fotos y los recortes en una bolsa.
– ¿Le dijo su marido algo sobre esto, señora Cooper? -preguntó, y tendió a Jean uno de los documentos que aquella mañana había sacado del escritorio de la señora Whitelaw. Era una carta del señor Q. Melvin Abercrombie, Randolph Ave., Maida Vale. Barbara ya había memorizado su breve contenido, verificación de una cita con el abogado.
Jean leyó la carta y se la devolvió. Volvió a sus paquetes.
– Tenía una cita con un tío en Maida Vale.
– Es obvio, señora Cooper. ¿Le habló al respecto?
– Pregúnteselo al tío. El señor Nibhead Asher-crown, o como se llame.
– Puedo llamar al señor Abercrombie para solicitar la información que necesito -replicó Barbara-, porque un cliente suele ser sincero con su abogado cuando inicia el proceso de divorcio, y el abogado está más que contento de ser sincero con la policía cuando el cliente ha sido asesinado. -Vio que las manos de Jean se cerraban con fuerza sobre los bordes de un álbum. Buen disparo, pensó-. Hay papeles que archivar y papeles que tramitar, y sin duda el tal Abercrombie sabe exactamente en qué fase se encontraba su marido. Podría telefonearle para pedir la información, pero cuando la obtuviera, volvería a hablar con usted. Y la prensa seguiría fuera, sin duda, tomando fotos y preguntándose qué hace la bofia y por qué. ¿Dónde están sus hijos, por cierto?
Jean la miró con aire desafiante.
– Saben que su padre ha muerto, supongo.
– No son niños de teta, sargento. ¿Qué coño se piensa?
– ¿También saben que su padre le pidió hace poco el divorcio? Se lo pidió, ¿verdad?
Jean inspeccionó la esquina rota de un álbum de fotos. Alisó con el pulgar la tela artificial.
– Díselo, Pook. -Derrick Cooper había aparecido en la puerta de la cocina, con una caja de galletas en una mano, y en la otra una taza decorada con la famosa sonrisa burlona de Elvis Presley-. ¿Qué más da? Díselo. No le necesitas. Nunca le necesitaste.
– Por eso da igual que haya muerto. -Jean alzó su cara pálida-. Sí -dijo a Barbara-, pero usted ya sabe la respuesta, porque dijo a la vieja bruja que me había dado el pasaporte, y la vieja bruja se apresuró a comunicar la noticia a todo Londres, sobre todo si me hacía quedar mal, lo cual ha sido su intención durante los últimos dieciséis años.