– ¿La señora Whitelaw?
– ¿Quién, si no?
– ¿Intentaba hacerla quedar mal? ¿Por qué?
– Nunca estuve a la altura de Kenny. -Jeannie lanzó una carcajada-. ¿Lo estaba Gabriella?
– Entonces, conocía su intención de casarse con Gabriella Patten.
Tiró el álbum que sostenía a una de las bolsas. Miró a su alrededor, pero no vio más.
– Hay que atarlas, Der. ¿Dónde has puesto el cordel? ¿Aún está arriba?
Vio que Der subía al primer piso en respuesta.
– ¿Habló su marido a sus hijos del divorcio? -preguntó Barbara-. ¿Dónde están, por cierto?
– Déjeles en paz. Ya han sufrido bastante. Cuatro años han sido más que suficientes, y se acabó.
– Tengo entendido que su hijo iba a marcharse de vacaciones con su padre. Un crucero por Grecia. Debían irse el pasado miércoles por la noche. ¿Por qué no se marcharon?
Jean se levantó y caminó hasta la ventana de la sala de estar, donde cogió un paquete de Embassy del antepecho y encendió uno.
– Has de dejar esa mierda -dijo su hermano, mientras bajaba la escalera y tiraba un rollo de cordel sobre una bolsa-. ¿Cuántas veces te lo he de decir, Pook?
– Sí -contestó ella-. Vale, pero no es el momento oportuno. ¿No estabas preparando té? He oído el silbido de la tetera.
El hombre frunció el entrecejo y desapareció en la cocina. Vertió agua y removió una taza con la cuchara. Volvió con el té. Lo dejó sobre el antepecho de la ventana y se dejó caer en el sofá. Cruzó las piernas por los tobillos sobre la mesita auxiliar, lo cual comunicó su intención de quedarse durante el resto del interrogatorio. Que lo haga, pensó Barbara. Regresó a un terreno que ya había cultivado antes.
– ¿Le dijo su marido que quería divorciarse? ¿Le dijo que tenía la intención de volver a casarse? ¿Le dijo que iba a casarse con Gabriella Patten? ¿Se lo contó a sus hijos? ¿Se lo dijo usted?
Jeannie negó con la cabeza. -¿Por qué no?
– Las personas cambian de opinión. Kenny era una persona.
Su hermano gruñó.
– Ese saco de mierda no era una persona. Era una jodida estrella. Estaba escribiendo su leyenda, y vosotros sois un capítulo terminado. ¿Es que no lo vas a entender nunca? ¿Por qué no lo dejas pasar de una vez?
Jean le traspasó con la mirada.
– A estas alturas, ya podrías haber encontrado a otro hombre. Habrías dado a tus hijos un padre de verdad. Podrías…
– Cierra el pico, Der.
– Eh. ¿Con quién crees que estás hablando?
– Escúchame bien: puedes quedarte si quieres, pero calladito. Sobre mí, sobre Kenny, sobre todo. ¿De acuerdo?
– Oye. -Proyectó la barbilla hacia su hermana-. ¿Sabes cuál es tu problema? El de siempre. No quieres enfrentarte a la realidad. Ese cabrón se creía Dios todopoderoso, y que los demás habíamos nacido para lamerle el culo. No te das cuenta, ¿verdad?
– Estás diciendo tonterías.
– Aún no te das cuenta. Te dejó plantada, Pook. Encontró un conejo más apetitoso. Lo supiste cuando pasó, y pese a todo esperaste a que se cansara de ella y volviera a casa.
– Éramos un matrimonio. Yo quería defenderlo.
– Sí, claro. -Los ojillos de Derrick se entornaron cuando rió-. Tú eras la esterilla y él las botas. ¿Te gustaba que te pisoteara?
Jean aplastó el cigarrillo con sumo cuidado, como si el cenicero fuera una pieza de cerámica de Belleek y no lo que era, un trozo de hojalata en forma de concha.
– ¿Te ha gustado decir eso? -preguntó en voz baja-. ¿Te sientes importante? ¿Te sientes mejor?
– Solo digo lo que necesitas oír.
– Estás diciendo lo que tenías ganas de decir desde que tenías dieciocho años.
– Oh, mierda. No seas tonta.
– Cuando averiguaste que Kenny era diez veces más hombre que tú.
Los bíceps de Derrick se tensaron. Bajó las piernas al suelo.
– Que le den por el culo a ese mamón. Que le den por el culo…
– Muy bien -intervino Barbara-. Ya ha dicho lo que quería, señor Cooper.
Los ojos de Derrick volaron hacia ella.
– ¿Qué le pasa?
– Ya ha dicho bastante. Hemos comprendido el mensaje. Ahora, me gustaría que se marchara para poder hablar con su hermana.
El hombre se levantó al instante.
– ¿Con quién se cree que está hablando?
– Con usted. Estoy hablando con usted. Pensaba que había quedado claro. Ahora, ¿es capaz de encontrar la puerta solito, o necesita mi ayuda?
– Ooooh, escúchenla. Me estoy cagando encima.
– Entonces, yo en su lugar caminaría con cuidado.
Su cara se inflamó.
– Babosa comemierda, te voy a…
– ¡Der! -gritó Jean.
– Sal cagando leches, Cooper -dijo con calma Barbara-, porque si no, te voy a dar de hostias hasta en el carnet de identidad.
– Babosa…
– Y apuesto la paga de una semana a que tendrías mucho éxito entre los reclusos.
Una fea vena se destacó en la frente de Derrick. Su pecho se hinchó. Dejó caer el brazo derecho. Dobló el codo.
– Prueba -dijo Barbara, y se balanceó sobre las puntas de los pies-. Prueba. Por favor. Tengo diez años de kwai tan y ardo en deseos de utilizarlos.
– ¡Derrick! -Jean se interpuso entre Barbara y su hermano. Respiraba de una forma que recordó a Barbara un carabao que había visto una vez en el zoo-. Derrick. Cálmate. Es una policía.
– A mí no me chulea nadie.
– ¡Haz lo que dice, Derrick! ¿Mehas oído? ¡Derrick!
Agarró su brazo y lo sacudió.
Dio la impresión de que los ojos del hombre recobraban una chispa de vida. Se desviaron desde Barbara hacia su hermana.
– Sí -dijo-. Te he oído.
Alzó una mano como para tocar el hombro de su hermana, pero lo bajó antes de que entrara en contacto.
– Vete a casa -dijo Jean, y apoyó la frente en su brazo-. Sé que tu intención es buena, pero he de hablar con ella a solas.
– Mamá y papá están destrozados. Por Kenny.
– No me sorprende.
– Siempre le quisieron, Pook. Incluso cuando te abandonó. Siempre se ponían de su parte.
– Lo sé, Der.
– Pensaban que la culpa era tuya. Yo dije que era injusto pensar así, sin saber lo que había pasado, pero nunca me escucharon. Papá dijo, qué demonios entiendes tú de matrimonios felices, tonto.
– Papá estaba disgustado. No pretendía ser desagradable.
– Siempre le llamaban «hijo». Hijo, Pook. ¿Por qué? Yo era su hijo.
Jean le alisó el pelo.
– Vete a casa, Der. Todo irá bien. Vete. ¿De acuerdo? Por la puerta de atrás. No dejes que esos sinvergüenzas de delante te pillen.
– No les tengo miedo.
– No hace falta darles ideas sobre las que escribir. Ve por detrás, ¿vale?
– Tómate el té.
– Lo haré.
Jean se sentó en el sofá mientras su hermano entraba en la cocina. Una puerta se abrió y cerró. Un momento después, el portal del jardín trasero chirrió sobre sus goznes oxidados. Jean acunó la taza de té en las manos.
– Kwai Tan -dijo a Barbara-. ¿Qué es eso?
Barbara descubrió que seguía en equilibrio sobre los dedos de los pies. Relajó su postura y empezó a respirar con normalidad.
– No tengo ni idea. Creo que es una forma de preparar el pollo.
Buscó los cigarrillos en el bolso. Encendió, fumó y se preguntó cuándo había sido la última vez que un producto cancerígeno le había sabido tan bien. Se merecia aquel pitillo. Apartó dos bolsas de basura y se acercó a una butaca del tresillo. Se sentó. El almohadón era tan viejo y delgado que parecía relleno de perdigones.
– ¿Habló con su marido en algún momento del miércoles?
– ¿Por qué iba a hacerlo?