– En teoría, se marchaba en un crucero con su hijo. Debían irse el miércoles por la noche. Los planes cambiaron. ¿Le llamó para decírselo?
– Era por el cumpleaños de Jimmy. Era lo prometido, al menos. ¿Quién sabe si lo dijo en serio?
– Lo dijo en serio. -Jean levantó la vista-. Encontramos los billetes de avión en Kensington, en una de sus chaquetas. La señora Whitelaw nos dijo que le había ayudado a hacer el equipaje, y le había visto guardarlo en el coche. En algún momento, sus planes cambiaron. ¿Le explicó por qué?
Jean negó con la cabeza y bebió su té.
Barbara observó que era una de esas tazas en que la foto que la decoraba cambiaba cuando el líquido la calentaba. El Elvis joven de sonrisa burlona se había transformado en el Elvis hinchado de sus últimos años, vestido de raso y que gorjeaba en un micrófono.
– ¿Se lo explicó a Jimmy?
Las manos de Jean se cerraron alrededor de la taza. Elvis desapareció bajo sus dedos. Vio que el nivel del té se elevaba de derecha a izquierda a medida que movía la taza de un lado a otro.
– Sí -dijo por fin-. Habló con Jimmy.
– ¿Cuándo?
– No sé la hora.
– No hace falta que sea precisa. ¿Fue por la mañana? ¿Por la tarde? ¿Justo antes de la hora en que debían marcharse hacia Grecia? Iba a venir a buscar al chico en coche, ¿no? ¿Telefoneó poco antes de llegar?
Jean agachó más la cabeza, como si examinara el té.
– Repase el día en su mente -insistió Barbara-. Se levantó, se vistió, quizá preparó a los niños para que fueran al colegio. ¿Qué más? Fue a trabajar, volvió a casa. Jimmy había hecho el equipaje. Lo había deshecho. Estaba preparado. Estaba nervioso. Estaba decepcionado. ¿Qué?
El té continuaba centrando la atención de Jean. Aunque tenía la cabeza gacha, Barbara advirtió por el movimiento de su barbilla que estaba mordisqueando la parte interna del labio inferior. Jimmy Cooper, pensó con renovado interés. ¿Qué dirían los polis de la comisaría local cuando oyeran su nombre?
– ¿Dónde está Jimmy? -preguntó-. Si usted no puede decirme nada sobre ese viaje a Grecia y su padre…
– El miércoles por la tarde -dijo Jean. Levantó la cabeza mientras Barbara tiraba la ceniza del cigarrillo en la concha de hojalata-. El miércoles por la tarde.
– ¿Fue cuando telefoneó?
– Fui con Stan y Shar al videoclub para que escogieran una película cada uno, como compensación al hecho de que Jimmy se marchaba con su papá, pero ellos no.
– Eso fue después del colegio, por lo tanto.
– Cuando volvimos a casa, el viaje se había anulado. Hacía una media hora.
– ¿Jimmy se lo dijo?
– No hizo falta. Había deshecho la maleta. Todo el equipaje estaba tirado por la habitación.
– ¿Qué dijo?
– Que no iba a Grecia.
– ¿Por qué?
– No lo sé.
– Pero él sí. Jimmy lo sabía.
Jean levantó el té y bebió.
– Supongo que surgió algún problema relacionado con el criquet y Kenny tuvo que quedarse. Esperaba que le eligieran de nuevo por Inglaterra.
– Pero ¿Jimmy no se lo dijo?
– Estaba muy disgustado. No quiso hablar.
– ¿Pensaba que su padre le había traicionado?
– Estaba muy ilusionado por ir, sí. Se sentía decepcionado.
– ¿Enfadado? -Jean le lanzó una mirada penetrante-. Ha dicho que, más que deshacer la maleta, había tirado sus cosas por la habitación -explicó con tranquilidad Barbara-. Eso me sugiere temperamento. ¿Estaba enfadado?
– Como cualquier otro chico en su lugar.
Barbara aplastó el cigarrillo y pensó en encender otro. Rechazó la idea.
– ¿Jimmy tiene medio de transporte?
– ¿Por qué lo quiere saber?
– ¿Pasó la noche del miércoles en casa? Stan y Shar tenían sus vídeos. Él, su disgusto. ¿Se quedó en casa con usted, o salió para animarse un poco? Ha dicho que estaba disgustado. Tal vez fue en busca de algo que le levantara la moral.
– Entró y salió. Siempre entra y sale. Le gusta ir por ahí con sus amigos.
– ¿Y el miércoles por la noche? ¿A qué hora volvió a casa?
Jean dejó la taza sobre la mesita auxiliar. Introdujo la mano izquierda en el bolsillo de la bata y dio la impresión de que encontraba algo.
– ¡Sandy, Pauline, la hora de la merienda! -gritó fuera una voz de mujer-. Entrad antes de que se enfríe el té.
– ¿Volvió a casa, señora Cooper? -preguntó Barbara.
– Por supuesto, pero no sé a qué hora. Estaba dormida. El chico tiene su propia llave. Entra y sale.
– ¿Estaba por la mañana, cuando usted se levantó?
– ¿Dónde iba a estar, si no? ¿En el cubo de la basura?
– ¿Y hoy? ¿Dónde está? ¿Con sus amigos otra vez? ¿Quiénes son, por cierto? Necesitaré sus nombres. En especial, quiero saber con quiénes estuvo el miércoles.
– Ha salido con Stan y Shar. -Indicó las bolsas de basura con un movimiento de cabeza-. Para que no vean empaquetadas las cosas de su padre.
– Tendré que hablar con él, de todos modos. Sería más fácil si pudiera verle ahora. ¿Puede decirme adonde ha ido?
Jean negó con la cabeza.
– ¿O cuándo volverá?
– ¿Qué puede decir él que yo no pueda?
– Podría decirme dónde estuvo el miércoles por la noche y a qué hora llegó a casa.
– No entiendo de qué le va a servir saber eso.
– Podría contarme la conversación que sostuvo con su padre.
– Ya se lo he dicho. Canceló el viaje.
– Pero no me ha dicho el motivo.
– ¿Y qué más da?
– El motivo tal vez aclararía quién sabía que Ken-neth Fleming iba a Kent. -Barbara esperó la reacción de Jean. Fue bastante sutil, la piel levemente moteada en el pálido triángulo de pecho que dejaba al descubierto la bata floreada. El color no aumentó de intensidad-. Tengo entendido que pasaban los fines de semana allí, cuando su marido jugaba con el equipo del condado. Usted y sus hijos.
– ¿Y qué?
– ¿Iba usted en coche a la casa, o venía su marido a buscarlos?
– Íbamos en coche.
– Y si no estaba cuando llegaban, ¿tenía un juego de llaves para entrar?
La espalda de Jean se enderezó. Apagó el cigarrillo.
– Entiendo -dijo-. Sé adonde apuntan sus tiros. ¿Dónde estuvo Jimmy el miércoles por la noche? ¿Volvió a casa? ¿Estaba enfadado por la suspensión de sus vacaciones? Y si no le importa la pregunta, ¿pudo coger las llaves de la casa, ir a Kent y matar a su padre?
– Es una pregunta interesante -señaló Barbara-. No me importaría nada que la comentara.
– Estuvo en casa, en casa.
– Pero no sabe a qué hora.
– Y no hay llaves que coger. Nunca las hubo.
– ¿Cómo entraba en la casa cuando su marido no estaba?
Jean se quedó sin habla.
– ¿Qué? ¿Cuándo?
– Cuando iba a Kent los fines de semana, ¿cómo entraba si su marido no estaba?
Jean tironeó del cuello de la bata. El gesto pareció calmarla, porque levantó la cabeza y habló.
– Siempre había una llave en el cobertizo, detrás del garaje. La utilizábamos para entrar.
– ¿Quién conocía la existencia de la llave?
– ¿Quién? ¿Qué más da? Todos lo sabíamos. ¿Vale?
– No del todo. La llave ha desaparecido.
– Y usted cree que Jimmy la cogió.
– No necesariamente. -Barbara levantó el bolso del suelo y se lo colgó al hombro-. Dígame, señora Cooper -dijo a modo de conclusión, pues ya sabía la respuesta sin necesidad de oírla-, ¿alguien puede demostrar dónde estuvo usted el miércoles por la noche?
Jimmy pagó las patatas paja, las barras de Cadbury, los Hob Nobs y los Custard Cremes. Antes, al pie de la escalera donde el vendedor de frutas tenía la parada, en la estación de Island Gardens, había robado dos plátanos, un melocotón y una mandarina, mientras una vieja vaca de cuero cabelludo demasiado rosado y pelo azu-lino demasiado escaso se quejaba del precio de los bretones, como si alguien con un poco de sentido común pudiera comer aquellos repugnantes brotes verdes.