Выбрать главу

Tenía mucho dinero para pagar la fruta. Mamá le había dado diez libras aquella mañana para que distrajera a Stan y Shar, pero los plátanos, los melocotones y las mandarinas no podían calificarse de menudencias, y en cualquier caso, su pequeño hurto había sido una cuestión de principios. El vendedor de frutas era un facha, siempre lo había sido, y siempre lo sería. «Pandilla de inútiles», murmuraba siempre que los tíos de la escuela pasaban demasiado cerca de sus asquerosos tomates. «Dejad de rondar por aquí. Búscaos un trabajo decente, miserables patanes.» Por lo tanto, era una cuestión de honor entre los tíos de la escuela secundaria George Green pispar la mayor cantidad posible de fruta y verduras al muy imbécil.

Pero Jimmy no tenía nada contra el viejo mamón que se encargaba del bar de Island Gardens. Por eso, cuando trotaron hacia el edificio achaparrado situado al borde de la hierba, cuando Shar pidió las patatas paja y la barra de chocolate, y cuando Stan señaló en silencio los Hob Nobs y los Custard Cremes, Jimmy deslizó un billete de cinco libras sobre el mostrador, y al principio no supo qué decir cuando el viejo contestó:

– Un día magnífico para salir, cariño, ¿no te parece? -mientras le palmeaba la mano.

Al principio, Jimmy pensó que el tío era una loca que intentaba atraerle con la esperanza de hacer un rápido detrás del mostrador cuando nadie mirara, pero luego, a la hora de devolverle el cambio, le observó con más atención, y comprendió que, a juzgar por el velo blanco que cubría sus ojos, el pobre mamón estaba casi ciego. Había visto el cabello de Jimmy, pero oído la voz de Sharon. Pensó que estaba flirteando con alguna pájara de la vecindad.

Ya habían tomado dos bocadillos de huevo y una salchicha en el tren de Crossharbour. No era un viaje largo, solo dos estaciones, pero tuvieron tiempo de sobra para devorar la comida y regarla con dos cocas y una fanta de naranja. Shar había dicho, «Creo que no se puede comer en el tren, Jimmy». Jimmy dijo, «Si tienes miedo, no lo hagas», y mordió un pedazo de bocadillo que comió con la boca abierta junto a su oído. «Ñam ñam ñam», dijo con la boca llena de pan y los dientes teñidos de amarillo a causa del huevo. «Come despacio y acabarás en el reformatorio. Ya vienen a buscarnos. ¡Shar, ya vienen!» La niña rió y desenvolvió el bocadillo. Había comido la mitad y guardado el resto.

La miró desde una de las mesas del bar. Vio que había separado las dos rebanadas de pan, eliminado cuidadosamente el huevo con una servilleta de papel, y ahora estaba haciendo una hilera de migas a lo largo del muro del terraplén, a unos treinta metros de donde él estaba sentado. Cuando hubo terminado, cruzó el césped y sacó sus prismáticos del estuche de piel.

– Demasiada gente -dijo Jimmy-. Solo verás palomas, Shar.

– Hay gaviotas en el río. Montones de gaviotas.

– ¿Y qué? Una gaviota es una gaviota.

– No. Hay gaviotas y gaviotas -fue su misteriosa respuesta-. Hay que tener paciencia.

Sacó una libretita bellamente encuadernada de su mochila. La abrió y escribió con buena letra la fecha en la parte superior de la página nueva. Jimmy desvió la vista. Papá le había regalado el cuaderno por Navidad, junto con tres libros más sobre pájaros y unos prismáticos más pequeños, pero más potentes.

– Son para observaciones serias -había dicho-. ¿Vamos a probarlos, Shar? Un día, iremos a Hampstead a ver qué vuela por los páramos. ¿Qué te parece?

– Oh, sí, papá -contestó ella con el rostro radiante, y al principio esperó con serenidad, y pasaron los días, y después las semanas, siempre confiada en que papá cumpliría su palabra.

Pero algo le había cambiado en octubre, su palabra ya no valía nada, se ponía nervioso siempre que le veían, experimentaba la constante necesidad de hacer crujir sus nudillos, de acercarse a las ventanas, de pegar un bote siempre que el teléfono sonaba. Un día, se comportaba como si una simple palabra equivocada fuera capaz de ponerle a parir. Al día siguiente, estaba loco de alegría, como si hubiera conseguido cien puntos sin intentarlo. A Jimmy le había costado varias semanas y un poco de trabajo detectivesco averiguar qué le había pasado a su padre para cambiar tanto. Cuando descubrió lo que «había pasado», también comprendió que nada de su vida familiar poco convencional volvería a ser igual.

Cerró los ojos un momento. Se concentró en los sonidos. El chillido de las gaviotas, el golpeteo de los pasos en el sendero que corría detrás del bar, la chachara de los excursionistas que habían venido para bajar al túnel peatonal de Greenwich, el roce metálico cuando alguien intentaba abrir uno de los sucios parasoles que se erguían entre las mesas de fuera.

– Mira, hay gaviotas de cabeza negra, gaviotas arenqueras, gaviotas glaucas y toda clase de gaviotas -dijo su hermana en tono afable. Se estaba limpiando las gafas con el borde de su mono-. Ahora, estoy buscando una del género Rissa.

– ¿Sí? ¿Qué es eso? A mí no me suena como un ave.

Jimmy abrió el paquete de Hob Nobs y se metió uno en la boca. En el césped, en la parte más alejada de un macizo de flores circular, rebosante de rojos, amarillos y rosas, Stan intentaba ser al mismo tiempo el lanzador y el bateador en un partido de criquet individual. Tiraba la pelota hacia lo alto, intentaba golpearla, cosa que no conseguía casi nunca, y gritaba cuando la alcanzaba.

– Eso es un cuatro, eso es un cuatro. Lo habéis visto, ¿verdad?

– Las del género Rissa casi nunca se alejan del mar -explicó Shar a Jimmy. Devolvió las gafas a su nariz-. Apenas se adentran en la orilla, salvo para robar en los barcos pesqueros. En verano…, ya casi estamos, ¿no?, anidan en los acantilados. Fabrican los nidos con barro y pedacitos de cuerda y raíces, y los sujetan a las rocas.

– ¿Sí? ¿Y por qué buscas aquí a esas como se llamen?

– Del género Rissa -dijo Shar con paciencia-. Porque sería muy raro ver una. Sería un auténtico golpe.

Alzó los prismáticos y examinó el muro del dique, donde varias gaviotas, indiferentes a los paseantes y ociosos vespertinos que se sentaban en los bancos, se ocupaban de las migas que ella les había dejado.

– Tienen patas marrones negruzcas -dijo-, picos amarillos y ojos oscuros.

– Como todas las gaviotas del mundo.

– Y cuando vuelan, se inclinan muchísimo y cortan las olas con los extremos de sus alas. Esa es la característica que las distingue.

– Aquí no hay olas, Shar, por si no te habías fijado.

– Ya lo sé. Por eso no las veremos volar. Tendremos que confiar en algún otro estímulo visual.

Jimmy cogió otro Hob Nobs. Buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó los cigarrillos.

– No deberías fumar -dijo Sharon, sin apartar la vista de los prismáticos-. Ya sabes que es malo. Produce cáncer.

– ¿Y si quiero tener cáncer?

– ¿Para qué?

– Para largarme cuanto antes de aquí.

– Pero también produces cáncer a los demás. Se les llama fumadores pasivos. ¿Lo sabías? Si sigues fumando, podríamos morir por respirar el humo, Stan y yo. Si estás el tiempo suficiente cerca de nosotros.

– Puede que no os apetezca mi compañía. No sería una gran pérdida para ninguno de los dos, ¿verdad?

Sharon bajó los prismáticos y los dejó sobre la mesa. Los cristales de sus gafas aumentaban el tamaño de sus ojos.

– Papá no quería que fumaras -dijo-. Siempre le decía a mamá que lo dejara.

Los dedos de Jimmy se cerraron alrededor de su paquete de JPS. Oyó que el papel crujía cuando lo aplastó.

– ¿Crees que si ella hubiera dejado de fumar…? -Sharon emitió una tosecita delicada, como si carraspeara-. Se lo pidió tantas veces. Decía, «Jean, has de dejar el tabaco. Te estás matando, y a nosotros también». Y yo me preguntaba…