– No seas tonta, ¿vale? -dijo con aspereza Jimmy-. Los tíos no dejan a sus mujeres porque fuman. Jesús, Shar. Qué chorrada.
Sharon dedicó su atención a la libreta abierta sobre la mesa. Retrocedió algunas páginas en el año con cuidado. Recorrió con el dedo el boceto de un ave parda con sutiles manchas anaranjadas. Jimmy vio «chotacabras» escrito debajo.
– ¿Fue por culpa de nosotros, pues? ¿No nos quería? ¿Crees que fue por eso?
Jimmy sintió que un círculo de frío se formaba a su alrededor. Comió otro Hob Nobs. Sacó la fruta robada de la chaqueta y la dejó sobre la mesa. Experimentaba la sensación de tener el estómago lleno de piedras, pero cogió la mandarina y la mordió con furia.
– Entonces, ¿por qué? -preguntó, Sharon-. ¿Hizo mamá algo malo? ¿Encontró a otro tío? ¿Papá dejó de quererla…?
– ¡Corta el rollo! -Jimmy se puso en pie. Se encaminó hacia el dique-. ¿Qué más da? -gritó sin volverse-. Está muerto. Cierra el pico.
El rostro de Sharon se derrumbó, pero Jimmy apartó la vista. Oyó que le llamaba.
– Deberías llevar gafas, Jimmy. Papá quería que llevaras las gafas.
Pateó la hierba con rabia. Stan se acercó corriendo. Arrastraba el bate de criquet como si fuera un timón.
– ¿Has visto cómo la golpeé? -preguntó Stan-. ¿Lo viste, Jimmy?
Jimmy asintió sin decir nada. Tiró la mandarina al macizo de flores y buscó los cigarrillos, pero recordó que los había dejado sobre la mesa. Caminó hacia el muro donde palomas y gaviotas picoteaban los mendrugos que Sharon había dejado. Se apoyó contra el muro. Miró al río.
– ¿Jugarás conmigo, Jimmy? -preguntó Stan, ansioso-. No puedo batear si alguien no me tira.
– Claro. Dentro de un momento. ¿Vale?
– Vale. Claro. -Stan corrió hacia él césped-. Shar -gritó-, míranos. Jimmy va a lanzar.
Eso era lo que papá quería que hiciera, por supuesto. «Tienes un brazo estupendo, Jim. Tienes un brazo digno de Bedser. Vamos a la parte central del campo. Tú lanzas. Yo bateo.»
Jimmy reprimió un sollozo. Asió la barandilla de hierro forjado que corría a lo largo del muro del dique. Apoyó la frente contra ella y cerró los ojos. Dolía demasiado. Pensar, hablar, tratar de comprender…
«¿Hizo mamá algo malo? ¿Encontró a otro tío? ¿Dejó papá de quererla?»
Jimmy golpeó la frente contra los balaustres de hierro forjado. Los apretó con todas sus fuerzas, hasta tener la sensación de que atravesaban su carne y se convertían en sus huesos. Se obligó a abrir los ojos y miró al río. La marea estaba cambiando. El agua era turbia. La corriente era rápida. Pensó en el club de remo de Saundersness Road, en el astillero donde los guijarros cercanos al Támesis siempre estaban sembrados de botellas de Evian, envoltorios de Cadbury, colillas, condones utilizados y fruta podrida. En aquel lugar se podía entrar en el río. No había muros que saltar, ni verjas que escalar, ¡PELIGRO! ¡AGUAS PROFUNDAS! ¡PROHIBIDO NADAR! eran las advertencias fijadas a la farola que se erguía en la entrada del astillero. Pero eso era lo que deseaba: peligro y aguas profundas.
Si forzaba la vista, al otro lado del río se podían distinguir las cúpulas clásicas del Royal Naval College, y utilizó la imaginación para completar lo demás: los frontones y columnas, la noble fachada. Al oeste de aquellos edificios, el Cutty Sark estaba en dique seco, y si bien no eran lo bastante grandes para verlos desde la orilla norte del río, podía imaginar los tres orgullosos palos del clíper y los quince kilómetros de cuerda que constituían su aparejo. En la carrera de mercantes de lana de Australia, nunca había sido vencido por otro barco. Había sido construido para transportar té desde China, pero cuando se abrió el Canal de Suez, tuvo que adaptarse.
Lo mismo pasaba en la vida, ¿no? Era una cuestión de adaptación. Lo que papá habría llamado equiparar el golpe al lanzamiento.
Papá. Papá. Jimmy tuvo la sensación de que un cristal desgarraba su pecho. Estaba angustiado. Quería desaparecer de este lugar, pero aún más deseaba desaparecer de esta vida. Nunca más Jimmy, nunca más el hijo de Fleming, nunca más el hermano mayor que debía hacer algo por Sharon y Stan, sino una piedra en el jardín de alguien, un árbol caído en la campiña, un sendero del bosque. Una silla, una cocina, un marco para fotos. Cualquier cosa excepto quién y qué era.
– ¿Jimmy?
Jimmy bajó la vista. Stan estaba a su lado, y pellizcaba con aire inseguro la chaqueta entre sus dedos. Jimmy parpadeó al ver la cara vuelta del revés, el pelo que invadía su frente y se le metía en los ojos. Había que sonar la nariz de Stan, y como no tenía nada más a mano, Jimmy cogió el borde de su camiseta y lo pasó sobre el labio superior de su hermano.
– Eso es asqueroso -dijo a Stan-. ¿No te das cuenta cuando cuelgan? No me extraña que todas las tías digan que eres un bobo.
– No lo soy.
– Pues me has engañado.
Las mejillas de Stan se hundieron. Se le formaron hoyuelos en la barbilla, como siempre que reprimía las lágrimas.
– Escucha -suspiró Jimmy-, has de sonarte la nariz. Has de cuidar de ti. No puedes esperar a que alguien lo haga por ti. No siempre habrá alguien contigo.
Los párpados de Stan temblaron.
– Está mamá -susurró-. Está Shar. Estás tú.
– Bien, pues deja de depender de mí, ¿vale? No dependas de mamá. No dependas de nadie. Cuida de ti mismo.
Stan asintió y exhaló un suspiro tembloroso. Levantó la cabeza y miró al río. Su nariz sólo llegaba a lo alto del muro.
– Nunca iremos a navegar. No iremos, ¿verdad? Mamá no nos llevará, porque si nos lleva se acordará de él. Así que no iremos, ¿verdad? ¿verdad, Jimmy?
Jimmy se volvió con ojos encendidos. Cogió el bate de criquet de la mano de su hermano. Contempló el césped de Island Gardens y se dio cuenta de que la hierba era demasiado alta para jugar bien. Aunque la hubieran recortado bien, el terreno era irregular. Parecía que los topos hubieran empezado a excavar carreteras bajo los árboles.
– Papá nos habría llevado a los entrenamientos -dijo Stan, como si hubiera leído los pensamientos de Jimmy-. ¿Te acuerdas cuando nos llevaba a los entrenamientos? Decía a aquellos tíos: «Un día, este será el mejor lanzador de Inglaterra, y este bateará». ¿Te acuerdas? Nos dijo: «Muy bien, mocosos, demostrad lo que sabéis». Se puso de portero y gritó: «Una desviada. Ánimo. Quiero ver una buena desviada, Jim».
Los dedos de Jimmy se cerraron alrededor de la dura pelota de cuero. «Ánimo. Ahora», gritó su padre. «Lanza con la cabeza, Jimmy. Ánimo. ¡Con la cabeza!»
¿Por qué?, se preguntó. De qué servía. No podía ser su padre. No podía repetir lo que su padre había hecho. Ni siquiera lo quería, pero sí estar con él, sentir la presión de su brazo alrededor de la espalda y el roce de su mejilla contra la cabeza. Lanzaría por eso. Como fuera y lo que fuera. Relajaría los hombros, tensaría los músculos y practicaría hasta estar preparado. Si era preciso para complacerle. Si era preciso para que volviera a casa.
– Jimmy. -Stan tiró de su codo-. ¿Quieres que juguemos?
Al otro ladú del césped, Jimmy vio que Shar seguía sentada en el bar. Se levantó, acercó los prismáticos a la cara y siguió el vuelo de un ave blanca y gris de este a oeste, a lo largo del río. Se preguntó si sería la gaviota de marras. Confió en que sí, por ella.
– El terreno está en mal estado -dijo Stan-, pero podríamos pelotear. ¿Te parece bien, Jimmy?
– Sí.
Dejó atrás el letrero que anunciaba PROHIBIDO JUGAR A PELOTA en grandes letras negras sobre fondo blanco. Caminó hacia una extensión de césped, de unos veinte metros de largo, que había bajo las moreras.
Stan corrió tras él con el bate al hombro.
– Ya verás -dijo-. Soy bastante bueno. Algún día, seré tan bueno como papá.
Jimmy tragó saliva y trató de olvidar que la tierra era demasiado blanda y la hierba demasiado alta y era demasiado tarde para ser tan bueno como el que más.