– Atento -dijo a su hermano menor-. Vamos a ver qué eres capaz de hacer.
Capítulo 10
El agente detective Winston Nkata entró en el despacho de Lynley, con la chaqueta del traje colgada al hombro, y se frotó con aire pensativo la ancha cicatriz que cruzaba su piel de color café, en forma de cimitarra, desde el ojo derecho a la comisura de la boca. Era un recuerdo de sus días en las calles de Brixton (consejero de guerra principal de los Guerreros de Brixton), que le había obsequiado un miembro de una banda rival, quien en la actualidad estaba a la sombra en Scrubs.
– Hoy sí que he vivido como un señor. -Nkata dejó la chaqueta sobre el respaldo de una silla, frente al escritorio de Lynley-. Primero, Shepherd's Market, echando el ojo a unas damas muy finas. Después, Berkeley Square, para darme un garbeo por el Cherbourg Club. ¿Será mejor todavía cuando llegue a sargento?
– No lo sé -dijo Havers, y acarició la tela de la chaqueta a modo de experimento. Estaba claro que Nkata había tomado como modelo al inspector detective para el cual trabajaban los dos-. He pasado la tarde en la Isla de los Perros.
– Aún no has conocido a la gente adecuada, Sargento de mis Sueños.
– Es evidente.
Lynley había llamado al superintendente a su casa del norte de Londres. Estaban repasando la lista de turnos, y Lynley informaba a su superior sobre los agentes detectives a quienes cancelaría el permiso de fin de semana (lo que quedaba) para que colaboraran en la investigación del asesinato.
– ¿Qué vas a hacer con la prensa, Tommy? -preguntó el superintendente.
– Estoy reflexionando sobre la mejor forma de utilizarla. Arden en deseos de meterle mano a la historia.
– Ve con cuidado. A esos bastardos les encantan los escándalos. Procura no darles la pista que perjudique al caso.
– De acuerdo. -Lynley colgó. Apartó la silla unos centímetros del escritorio-. ¿Dónde estábamos? -preguntó a Havers y Nkata.
– Patten está limpio como un bebé después de un baño -dijo Nkata-. Estuvo en el Cherbourg Club el viernes por la noche, jugando a cartas en una habitación privada con los peces gordos. No se marchó hasta que los camiones de la leche salieron a la calle a la mañana siguiente.
– ¿Están seguros de que fue el miércoles?
– Los miembros firman en una lista. La lista se guarda seis meses. Al portero le bastó con repasar las de la última semana y allí estaba él, el miércoles por la noche, con una invitada femenina. Aunque no tuvieran las listas, yo diría que se acordarían muy bien de Patten.
– ¿Por qué?
– Según un tallador con quien charlé, Patten se deja de una o dos mil libras en las mesas cada mes. Todo el mundo le conoce. Es un caso de «Entre, tome asiento y en qué podemos complacerle mientras le desplumamos».
– Dijo que el miércoles por la noche iba ganando.
– Eso dijo el tallador, pero suele perder, no ganar. También le gusta beber. Lleva una petaca. No hay bebidas en la sala de juegos, por lo que me dijeron, pero el tallador tiene instrucciones de mirar hacia el otro lado cuando echa un trago.
– ¿Quiénes eran los peces gordos que estuvieron con él aquella noche? -preguntó Havers.
Nkata consultó su libreta. Era marrón y minúscula, y solía escribir en ella con un lápiz mecánico que producía una escritura delicada y microscópica, en contraste con su cuerpo larguirucho y grande. Recitó los nombres de dos miembros de la Cámara de los Lores, un industrial italiano, un consejero real muy conocido, un empresario cuyos negocios incluían desde la realización de películas hasta restaurantes de comida a domicilio, y un mago de la informática californiano, que se encontraba de vacaciones en Londres y había pagado con mucho gusto la cuota de doscientas cincuenta libras como miembro temporal, para poder decir que le habían desplumado en un casino privado.
– Patten no dejó de jugar en toda la noche -continuó Nkata-. Bajó una vez a la una de la mañana para acompañar a su dama a un taxi, pero se limitó a darle una palmada en el culo, entregarla al portero y volver a la partida. Y allí se quedó.
– ¿Fue después a Shepherd's Market, en busca de acción? -preguntó Lynley.
Un barrio de putas muy famoso en otra época, Shepherd's Market estaba muy cerca de Berkeley Square y el Cherbourg Club. Si bien había experimentado un renacimiento durante los últimos años, aún era posible pasear por su red de agradables calles peatonales, pasar ante sus licorerías, floristerías y farmacias, y establecer contacto visual con alguna mujer sola y desocupada, que vendía una mercancía evidente.
– Tal vez -contestó Nkata-, pero el portero dijo que Patten conducía su Jag aquella noche y pidió que se lo trajeran cuando ya estuvo preparado para irse. Habría ido a pie al mercado. No habría podido aparcar en ningún sitio. Claro que podría haber ido en coche, recogido a la furcia y marchado a casa, pero no es en eso donde encaja Shepherd's Market. -Saboreó el momento previo a la noticia, se reclinó en la silla y dedicó otra caricia a su cicatriz-. Dios bendiga al cepo -dijo con ardor-. A los que los ponen y a las benditas víctimas. En este caso, sobre todo a las víctimas.
– ¿Qué tiene que ver eso con…? -empezó Havers.
– El coche de Fleming -dijo Lynley-. Has encontrado el Lotus.
Nkata sonrió.
– Es usted rápido, tío. Lo reconozco. Debo dejar de pensar que se ganó el cargo deprisa por su cara bonita.
– ¿Dónde está?
– Donde no debería estar, según los tíos del cepo. Está en un paso cebra. En Curzon Street. Tirado allí como si pidiera a gritos que viniera el cepo.
– Joder -gruñó Havers-, en pleno Mayfair. La tía podría estar en cualquier sitio.
– ¿Nadie ha telefoneado para que, quitaran el cepo? ¿Nadie ha pagado la multa?
Nkata negó con la cabeza.
– El coche ni siquiera estaba cerrado. Las llaves estaban tiradas en el asiento del conductor, como invitando a alguien a afanarlo. -Dio la impresión de que había descubierto una mancha en su corbata, porque frunció el entrecejo y pasó los dedos sobre la seda-. Si quiere saber mi opinión, hay alguien por ahí metido en un fregado, y se llama Gabriella Patten.
– Puede que tuviera prisa -sugirió Havers.
– No dejaría las llaves de esa forma. Eso no es prisa. Es premeditación. Es decir: «¿cómo voy a poner a ese bastardo en un auténtico aprieto?».
– ¿No hay rastro de ella?
– Toqué timbres y llamé a puertas desde Hill Street a Piccadilly. Si está allí, se ha escondido y nadie habla al respecto. Podríamos ordenar a alguien que vigile el coche, si quiere.
– No -dijo Lynley-. De momento, no tiene la menor intención de volver a por él. Por eso dejó las llaves. Que lo embarguen.
– De acuerdo.
Nkata apuntó una nota del tamaño de una cabeza de alfiler en su libreta.
– Mayfair. -Havers introdujo la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó un paquete de galletas, que abrió con los dientes. Se metió una en la boca y pasó el paquete. Comió con aire pensativo-. Podría estar en cualquier sitio. Un hotel. Un piso. La casa de alguien. A estas alturas, ya sabe que ha muerto. ¿Por qué no sale a la luz?
– Yo diría que se alegra de ello. -Nkata señaló una hoja de su libreta-. Fleming recibió lo que ella quería darle en persona.
– ¿El pasaporte? Pero ¿por qué? Él quería casarse con ella. Ella quería casarse con él.
– Has de estar muy cabreado para querer matar a alguien a quien no quieres matar en realidad -dijo Nkata-. Te pones como una moto y dices, «Podría matarte, tío, ojalá estuvieras muerto», y lo dices en serio en aquel momento. Lo que no esperas es que aparezca de repente el hada buena-mala y te conceda el deseo.
Havers se tiró del lóbulo, como si meditara sobre las palabras de Nkata.