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– Debe de haber un buen puñado de hadas bueñas-malas en la Isla de los Perros. -Contó lo que había averiguado, con especial énfasis en la antipatía de Derrick Cooper hacia su cuñado, la débil coartada de Jean Cooper para la noche en cuestión («dormida en la cama desde las nueve y media sin que ni un mosquito pueda corroborarlo, señor»), y la desaparición de Jimmy después de la cancelación del crucero-. Su mamá afirma que por la mañana estaba arrebujado en su camita como Christópher Robin, pero apuesto uno de cinco a que no volvió a casa, y he hablado con tres tíos de la comisaría de Manchester Road que lo consideran carne de reformatorio desde los once años.

Jimmy era un camorrista, le había dicho la policía. Grafitis en el club de remo, rotura de ventanas en el antiguo edificio de Transportes Brewis, a unos trescientos metros de la comisaría, hurto de cigarrillos y dulces cerca de Canary Wharf, acoso sistemático a cualquiera que considerara el favorito de alguien, invasión de la nueva mansión yuppy cerca del río, abrir un agujero en la pared de la clase de cuarto, dos o tres novillos por semana.

– Nada susceptible de ser subrayado en la hoja de acusaciones diaria -comentó con sequedad Lynley.

– Exacto. Ya me he dado cuenta. El jdelincuente en ciernes que todavía podría salvarse si alguien lo tomara a su cargo, pero hubo algo más que me interesó sobre él. -Mordió otra galleta mientras pasaba las páginas de su libreta. Era más grande que la de Nkata, comprada en Ryman's, con la cubierta de cartón azul arrugado y encuademación en espiral. La mayoría de las páginas tenían las puntas dobladas, y algunas estaban manchadas de mostaza-. Era un pirómano. -dijo mientras masticaba-. Cuando tenía…, joder…, ¿dónde he…? Aquí está. Cuando tenía once años, nuestro Jimmy pegó fuego a la papelera, en la escuela primaria de Cubitt Town. En el aula, por cierto, a la hora de comer. Estaba añadiendo algunos textos de ciencias a las llamas cuando le pillaron.

– Debía tener algo contra Darwin -murmuró Nkata.

Havers resopló.

– El director llamó a la policía. Un magistrado se vio implicado. Jimmy tuvo que acudir a una asistenta social durante…, veamos…, unos diez meses.

– ¿Continuó con los incendios?

– Parece que fue flor de un día.

– Tal vez relacionado con la separación de sus padres -dijo Lynley.

– Y otro incendio podría estar relacionado con su divorcio -añadió Havers.

– ¿Sabía que el divorcio era inminente?

– Jean Cooper dice que no, pero es lógico, ¿no? El chico tiene medios y oportunidad en cantidades industriales, y ella lo sabe muy bien, de modo que no nos ayudará a encontrar también el móvil.

– ¿Cuál es el móvil? -preguntó Nkata-. ¿Si te divorcias de mamá pego fuego a tu casa? ¿Sabía que su padre estaba allí?

Havers cambió de dirección con agilidad.

– Puede que no tenga nada que ver con el divorcio. Puede que estuviera enfadado porque su padre suspendió las vacaciones. Habló con Fleming por teléfono. No sabemos qué dijeron. Si sabía que Fleming se marchaba a Kent, tal vez se presentó allí, vio el coche de su padre en el camino particular, oyó la discusión que ese tío… ¿Cómo se llama, inspector, el granjero que paseaba cerca de la casa?

– Freestone.

– Eso. Oyó la misma discusión que Freestone. Vio que Gabriella Patten se marchaba. Se coló dentro y sufrió una regresión a un acto de desquite de los once años.

– ¿No ha hablado con el chico? -preguntó Lynley.

– No estaba en casa. Jean no me dijo adonde había ido. Recorrí un rato la A 1206, pero aún estaría allí si hubiera mirado en cada calle. -Se metió otra galleta en la boca y se revolvió el pelo-. Necesitamos más personal, señor. Me gustaría tener a alguien en Cárdale Street, para que nos avise cuando el chico aparezca. Cosa que hará, tarde o temprano. En este momento, sus hermanitos le acompañan. Eso dijo su madre, al menos. No van a estar fuera toda la noche.

– He hecho algunas llamadas. Tendremos ayuda. -Lynley se reclinó en la silla y sintió la necesidad de un cigarrillo. Algo que hacer con sus manos, sus labios, sus pulmones… Alejó el pensamiento escribiendo «Kensington», «Isla de los Perros» y «Little Venice» junto a la lista de agentes a quienes Dorothea Harriman, en aquel preciso momento, estaba comunicando su mala suerte.

Havers echó un vistazo a la libreta de Lynley.

– ¿Qué hay de la hija? -preguntó.

Minusválida, explicó Lynley. Olivia Whitelaw no podía caminar sin ayuda. Explicó los espasmos musculares que había presenciado y lo que Faraday había hecho para calmarlos.

– ¿Parálisis de algún tipo? -preguntó Havers.

Era algo que, al parecer, solo afectaba a sus piernas. Una enfermedad antes que un estado congénito. La chica no había dicho de qué se trataba. Él no había preguntado. Lo que padecía no parecía relacionado, al menos de momento, con la muerte de Kenneth Fleming.

– ¿De momento? -preguntó Nkata.

– Ha descubierto algo -dijo Havers.

Lynley estaba mirando los nombres de los agentes, mientras decidía cómo dividirlos y cuántos enviar a cada punto.

– Algo -dijo-. Puede que no sea nada, pero me ha dado ganas de verificarlo. Olivia Whitelaw afirma que pasó todo el miércoles por la noche en la barcaza. Faraday había salido. Bien, si Olivia hubiera tenido que marcharse de Little Venice, habría sido complicado. Alguien habría tenido que llevarla en brazos, o ella tendría que haber utilizado el andador. En cualquier caso, el proceso habría sido lento. Por lo tanto, si salió el miércoles por la noche después de que Faraday se largara, es posible que alguien se haya fijado.

– Pero no pudo matar a Fleming, ¿verdad? -protestó Havers-. No habría podido llegar ni al jardín, si su estado es tan delicado como dice usted.

– No habría podido hacerlo sola -replicó Lynley. Rodeó con un círculo rojo las palabras «Little Venice». Apuntó una flecha hacia ellas-. Faraday y ella guardan una pila de periódicos en la cubierta de la barcaza. Les eché un vistazo antes de irme. Han comprado todos los de hoy, incluidos los sensacionalistas.

– ¿Y qué? -dijo Havers, en su papel de abogado del diablo-. Es prácticamente una inválida. Quería leer. Envió a su novio a buscar los diarios.

– Y todos los diarios estaban abiertos por la misma noticia.

– La muerte de Fleming -apuntó Nkata.

– Sí. Me pregunté qué estaba buscando.

– Pero ella no conocía a Fleming, ¿verdad? -preguntó Havers.

– Dice que no, pero si me gustara apostar, me jugaría el dinero a que sabe algo, sin duda alguna.

– O quiere saber algo -dijo Nkata.

– Sí. Eso también.

Había que trenzar un hilo más en la tela de la investigación, y el hecho de que fueran casi las ocho de la noche de un sábado no obviaba su obligación de acometer la tarea, pero bastaría con dos de ellos. Por lo tanto, en cuanto Nkata se puso la chaqueta, sacudió con todo cuidado las solapas y salió en busca de los placeres que había demorado aquel sábado por la noche, Lynley se dirigió a la sargento Havers:

– Hay algo más.

La sargento estaba a punto de tirar el envoltorio de las galletas a la papelera. Bajó el brazo y suspiró.

– Adiós cena, supongo.

– En Italia, muy pocas veces cenan antes de las diez, sargento.

– Jesús, estoy viviendo la dolce vita y ni siquiera me había dado cuenta. ¿Tengo tiempo de comprar un bocadillo, al menos?

– Si se da prisa.

Havers se fue en dirección a la cantina de oficiales. Lynley descolgó el teléfono y marcó el número de Helen. Ocho timbrazos, y escuchó por segunda vez aquel día su contestador automático. No podía ponerse al teléfono; si era tan amable de dejar un mensaje.No quería dejar un mensaje. Quería hablar con ella. Esperó con impaciencia al maldito pitido.

– Sigo trabajando, Helen -dijo con los dientes apretados-. ¿Estás ahí?