Esperó. Estaría ansiosa por recibir su llamada. Estaba en el salón. Tardaría un momento en descolgar. Se estaba poniendo en pie, flotando hacia la cocina, encendiendo la luz, extendiendo la mano hacia el teléfono, dispuesta a murmurar, «Tommy, querido», expectante. Esperó. Nada.
– Son casi las ocho -dijo, mientras se preguntaba dónde estaba ella y reprimía sin éxito una sensación de agravio porque Helen no estaba esperando su llamada, y él se dedicaba a esbozar unos planes más imposibles a cada minuto que transcurría-. Pensé que acabaría antes, pero temo que no va a ser posible. He de hacer otra visita. No sé a qué hora acabaré. ¿Nueve y media? No estoy seguro. Habría preferido que no me esperaras, pero ya veo que no lo has hecho, ¿eh? -Dio un respingo cuando se le escapó el comentario. Transmitía su despecho. Se apresuró a continuar-. Escucha, siento muchísimo que este fin de semana se haya ido al carajo, Helen. Te llamaré en cuanto sepa…
La voz de androide de la máquina le agradeció el mensaje, recitó la hora (que él ya sabía) y desconectó.
– Mecagüen la leche -dijo Lynley, y colgó el teléfono con violencia.
¿Dónde estaría Helen a las ocho de la noche de un sábado, cuando se suponía que debía estar con él, cuando habían planeado pasar juntos el fin de semana? Repasó las posibilidades. Con sus padres en Surrey, con su hermana en Cambridge, con Deborah y Simón St. James en Chelsea, con una antigua compañera de clase que acababa de comprar una casa en uno de los barrios más finos de Fulham. Y después, estaba toda una colección de antiguos amantes, pero prefirió no pensar que uno de ellos hubiera surgido del pasado el mismísimo fin de semana en que su futuro debía resolverse de una vez por todas.
– Mierda -exclamó.
– Lo mismo pensaba yo -dijo Havers cuando entró en el despacho, bocadillo en ristre-. Otro sábado por la noche, en que habría podido embutirme en un traje de spandex con lentejuelas para bailar como una maníaca, y aquí estoy, currando como una descosida, con los dientes clavados en algo que la cantina llama un croque-monsieur.
Lynley examinó el bocadillo que la sargento le tendía.
– Parece jamón a la plancha.
– Pero si le dan un nombre francés, pueden aumentar el precio, hijo. Espere y verá. La semana que viene, nos tragaremos pommes frites y pagaremos una enormidad con sumo placer.
Masticó como una ardilla, con ambos carrillos henchidos, mientras Lynley devolvía las gafas al bolsillo de la chaqueta y sacaba las llaves del coche.
– ¿Nos vamos, pues? -preguntó Havers-. Pero ¿adonde?
– A Wapping. Guy Mollison ha efectuado su declaración a los medios de comunicación. Los noticiarios de la radio la han retransmitido esta tarde: «Una tragedia para Inglaterra, un brillante bateador segado en la flor de la vida, un golpe demoledor para nuestras esperanzas de arrebatar las Cenizas a los australianos, un problema casi irresoluble para los seleccionadores».
Havers embutió en su boca el último triángulo de la primera mitad de su bocadillo.
– Un detalle interesante, ¿verdad, señor? -dijo mientras masticaba-. No lo había pensado antes. Fleming estaba seguro de que sería seleccionado otra vez para Inglaterra. Ahora, tendrán que sustituirle. Por lo tanto, la suerte acaba de sonreír a alguien.
Subieron en el coche la rampa del aparcamiento subterráneo. Havers dirigió una mirada nostálgica al restaurante italiano que había al norte del Yard, mientras Lynley se adentraba en Broadway y pasaba frente al parque situado al final de la calle, donde las farolas se encendieron de repente, filtraron luz por entre los altos plátanos y la proyectaron sobre el Suffragette Scroll.
Lynley condujo en dirección a Parliament Square. A aquellas horas de la noche, las hileras de autocares turísticos habían desaparecido, y la estatua de Winston Churchill podía contemplar en paz el río.
Se desviaron hacia el norte justo antes del puente de Westminster, doblaron por Victoria Embankment y corrieron paralelos al río. La mayor parte del tráfico iba en dirección opuesta, y una vez dejaron atrás el Hungerford Footbridge, la ruta les condujo hacia la City, adonde nadie iba un sábado por la noche. Tenían jardines a un lado, el río al otro, y tiempo suficiente para meditar sobre lo que estaba haciendo la arquitectura de posguerra, en la orilla sur del río, para demoler la línea del horizonte de la ciudad.
– ¿Qué sabemos sobre Mollison? -preguntó Havers. Había terminado la otra mitad del emparedado y estaba desenterrando algo del bolsillo de los pantalones. Era una cajita de pastillas de menta. Sacó una y extendió la caja hacia Lynley-. ¿Le apetece un postre después de comer, señor? -preguntó con el tono jovial de una azafata agotada.
– Gracias -dijo Lynley, y se metió una en la boca. Sabía a polvo, como si Havers la hubiera recogido del suelo y decidido que no podía desperdiciarla.
– Sé que juega por Essex cuando no juega por Inglaterra, pero eso es todo -explicó Havers.
– Ha jugado por Inglaterra durante los últimos diez años-dijo Lynley.
Refirió los datos adicionales que Simón St. James, amigo, científico forense y aficionado al criquet le había proporcionado por teléfono. Habían hablado a la hora del té, con diversas interrupciones mientras St. James añadía cuatro o cinco terrones de azúcar a su taza, acompañados de fondo por las continuas objeciones de su mujer.
– Tiene treinta y siete años…
– No le quedan muchos años de jugar ya.
– …y se casó con una abogada llamada Allison Hepple. El padre de ella había sido en otro tiempo patrocinador de un equipo, por cierto.
– Estos tíos brotan como setas, ¿no?
– Mollison es un graduado de Cambridge, del Pembroke College, con un discretísimo tercer puesto en ciencias naturales. Jugó al criquet en Harrow, y después consiguió representar a la universidad. Siguió jugando después de terminar sus estudios.
– Parece que la carrera fuera una excusa para jugar al criquet.
– En efecto.
– Por tanto, sus intereses son los del equipo, sean cuales sean.
– Sean cuales sean.
Guy Mollison vivía en una parte de Wapping que había experimentado una renovación urbanística considerable. Era una zona de Londres en que enormes almacenes Victorianos se cernían sobre las estrechas calles adoquinadas que corrían paralelas al río. Algunos todavía se utilizaban, aunque un vistazo al camión con la inscripción FRUIT OF THE LOOM ACTIVE WEAR en letras brillantes explicaba en parte la historia de la metamorfosis de Wapping. Ya no era el muelle bullicioso, pasto de delincuentes, donde estibadores vociferantes se apretujaban sobre pasarelas, mientras se pasaban de uno a otro toda clase de productos, desde pigmentos a conchas de carey. Donde en otro tiempo fardos, barriles y sacos atestaban las calles y muelles, ahora reinaba la renovación. Los piratas del siglo XVIII, condenados a ser encadenados en aguas poco profundas y a morir ahogados en las mareas cercanas al pub Town of Ramsgate, se habían convertido en jóvenes profesionales del siglo xx. Vivían en los mismos almacenes y muelles que, al ser considerados edificios históricos, no podían ser demolidos y sustituidos por los mamotretos de la orilla sur, que se extendían como monolitos desde Royal Hall, en Southwark, hasta el Puente de Londres.
La casa de Guy Mollison estaba en China Silk Wharf, un edificio de seis pisos, construido de ladrillo color canela, que se alzaba en la confluencia de Garnett Street y Wapping Wall. Su cancerbero era un portero que, cuando Lynley y Havers llegaron, montaba guardia de una manera inconexa, espatarrado ante un televisor en miniatura dentro de una oficina que tenía el tamaño de una caja de embalaje, y que se abría a la entrada, cerrada con llave y con suelo de ladrillo.
– ¿Mollison? -preguntó, cuando Lynley tocó el timbre, extrajo su tarjeta y explicó adonde iba-. Esperen aquí, los dos. ¿Comprendido?
Señaló un punto del suelo y volvió a la oficina, con la tarjeta de Lynley en la mano. Descolgó el teléfono y tecleó algunos números, mientras el público del programa televisivo aullaba de placer cuando cuatro concursantes se introducían en sendos barriles de gelatina roja.