Volvió con la tarjeta y lo que parecía un pedazo de anguila gelatinosa pinchada en un tenedor, su aperitivo de la cena.
– Cuatrocientos diecisiete -dijo-. Cuarta planta. Giren a la izquierda al salir del ascensor. Avísenme antes de salir. ¿Comprendido?
Asintió, se metió la anguila en la boca y les dejó pasar. Descubrieron que sus instrucciones eran innecesarias. Cuando las puertas se abrieron en la cuarta planta, el capitán de Inglaterra les estaba esperando en el pasillo. Estaba apoyado contra la pared opuesta al ascensor, con las manos hundidas en los bolsillos de sus arrugados pantalones de hilo y los pies cruzados sobre los tobillos.
Lynley reconoció a Mollison debido a su característica principaclass="underline" la nariz rota dos veces, achatada en el puente y nunca arreglada por completo. Tenía la cara rubicunda a causa de la exposición al sol, y la frente, que empezaba a perder pelo, sembrada de pecas. Bajo el ojo izquierdo, un morado del tamaño de una pelota de criquet (o de un puño) empezaba a virar del púrpura al amarillo desde los bordes.
Mollison extendió la mano.
– ¿Inspector Lynley? La policía de Maidstone dijo que pediría ayuda a Scotland Yard. Supongo que ha sido usted el elegido.
Lynley le estrechó la mano. El apretón de Mollison fue fuerte.
– Sí-dijo, y presentó a la sargento Havers-. ¿Ha estado en contacto con Maidstone?
Mollison dedicó un cabeceo a la sargento Havers.
– He intentado arrancar algo definitivo a la policía desde ayer por la noche, pero son muy escurridizos, ¿verdad?
– ¿Qué clase de información le interesa?
– Me gustaría saber qué pasó. Ken no fumaba. ¿Qué es esa tontería sobre una butaca quemada y un cigarrillo? ¿Cómo es posible que una butaca quemada y un cigarrillo se conviertan en «posible homicidio» al cabo de doce horas? -Mollison se recostó contra la pared. Era de ladrillo pintado de blanco. La luz del techo bañaba su cabello de color arena, veteado de oro-. La verdad, supongo que es mi reacción al hecho de que no pueda creer que haya muerto. Hablamos el miércoles por la noche. Charlamos. Nos despedimos. Tan normal como siempre. Y luego, esto.
– Precisamente nos gustaría hablar con usted sobre la llamada telefónica.
– ¿Sabe que hablamos? -Las facciones de Mollison se afilaron. Después, dio la impresión de que se calmaba con sus propias palabras-. Ah, Miriam. Por supuesto. Ella contestó. Lo había olvidado. -Introdujo las manos en los bolsillos de nuevo y se recostó con más indolencia contra la pared, como si estuviera decidido a quedarse un rato-. ¿Qué puedo decirles?
Les miró con aire inocente, como si fuera normal sostener la conversación en el pasillo.
– ¿Podemos ir a su piso? -preguntó Lynley.
– Es un poco difícil. Me gustaría hablar aquí, si es posible.
– ¿Por qué?
Ladeó la cabeza en dirección a su piso.
– Mi mujer -dijo en voz baja-. Allison. No me gustaría darle un disgusto, si puedo evitarlo. Está embarazada de ocho meses y no está en muy buena forma. La cosa está al caer.
– ¿Conocía a Kenneth Fleming?
– ¿A Ken? No. Bueno, hablaba con él, sí. Charlaban un rato cuando se veían en las fiestas y tal.
– Por lo tanto, no estará muy impresionada por su muerte, ¿verdad?
– No, no. Nada por el estilo. -Mollison sonrió y dio un golpecito suave en la pared con su cabeza, casi con humildad-. Estoy preocupado, inspector. Es nuestro primer hijo. Un chico. No quiero que nada salga mal.
– Lo tendremos en cuenta -contestó Lynley con placidez-, y a menos que su mujer tenga alguna información sobre la muerte de Kenneth Fleming que quiera comunicarnos, no será necesario que se quede en la habitación.
Mollison curvó la boca, como si fuera a hablar. Utilizó los codos para apartarse de la pared.
– Muy bien. Vengan conmigo, pero recuerden su estado.
Les guió por el pasillo hasta la tercera puerta, que cuando abrió reveló una enorme sala con ventanas de marco de roble que daban al río.
– Allie -llamó, mientras cruzaba el suelo de abedul en dirección a una zona de estar que formaba tres lados de un cuadrado. El cuarto lado comprendía puertas de cristal que, al abrirse, dejaban al descubierto una de las pasarelas originales del muelle, por donde en otro tiempo se habían introducido productos en el almacén.
Una fuerte brisa agitaba las páginas de un periódico, abierto sobre una mesita auxiliar de la zona de estar. Mollison cerró las puertas y dobló el periódico.
– Siéntense, por favor -dijo, y volvió a llamar a su mujer.
Una voz de mujer contestó.
– Estoy en el dormitorio. ¿Ya te has librado de ellos?
– No del todo -dijo Mollison-. Cierra la puerta, querida, y así no te molestaremos.
En respuesta, oyeron los pasos de la mujer, pero en lugar de encerrarse, Allison salió a la sala, con un fajo de papeles en una mano y la otra apretada contra la zona lumbar. Su embarazo estaba muy avanzado, pero no parecía encontrarse mal, al contrario de lo que su marido había insinuado. Daba la impresión de que la habían sorprendido trabajando, con las gafas sobre la cabeza y un rotulador sujeto al cuello de su bata.
– Deja ya el escrito -dijo su marido-. No te necesitamos. -Dirigió una mirada angustiada a Lynley-. ¿Verdad?
Antes de que Lynley pudiera contestar, Allison habló.
– Tonterías. No necesito mimos, Guy. Te los puedes ahorrar. -Dejó los papeles sobre una mesa de cristal que separaba la zona de estar de la cocina. Se quitó las gafas y el rotulador-. ¿Quieren tomar algo? -preguntó a Lynley y Havers-. ¿Un café, quizá?
– Demonios, Allie. Sabes que no debes…
La mujer suspiró.
– No pensaba tomar uno.
Mollison hizo una mueca.
– Lo siento. Demonios, me alegraré cuando haya terminado.
– No serás el único.
Su mujer repitió la invitación a los dos policías.
– Un vaso de agua para mí -dijo Havers.
– Nada, gracias -dijo Lynley.
– ¿Guy?
Mollison pidió una cerveza y clavó los ojos en su mujer cuando entró en la cocina, donde las luces encastadas brillaron sobre encimeras moteadas de granito y alacenas de cromo bruñido. Volvió con una lata de Heineken y un vaso de agua en el que flotaban dos cubitos de hielo. Los dejó sobre la mesita auxiliar y se acomodó en una mullida butaca. Lynley y Havers ocuparon el sofá.
Mollison siguió en pie, sin hacer caso de la cerveza que había pedido. Se acercó a las puertas que había cerrado antes y abrió una.
– Pareces acalorada, Allie. Está un poco cerrado esto, ¿no?
– Está bien. Estoy bien. Todo está bien. Bebe la cerveza.
– De acuerdo.
Sin embargo, en lugar de reunirse con ellos, se agachó junto a la puerta abierta, donde un cesto de mimbre se alzaba frente a un par de palmeras plantadas en tiestos. Introdujo la mano en la cesta y sacó tres pelotas de criquet.
Lynley pensó en el capitán Queeg y casi esperó que las hiciera rodar sobre su palma, pese al tamaño.
– ¿Quién sustituirá a Ken Fleming en el equipo? -preguntó.
Mollison parpadeó.
– Eso presupone que Ken habría sido elegido para jugar por Inglaterra otra vez.
– ¿Habría sido elegido?
– ¿Qué tiene que ver eso con lo ocurrido?
– Aún no lo sé. -Lynley recordó la información que St. James le había proporcionado-. Fleming sustituyó a un tío llamado Ryecroft, ¿verdad? ¿No fue justo antes de la gira de invierno de hace dos años?
– Ryecroft se rompió el codo.
– Y Fleming ocupó su lugar.
– Si quiere decirlo así.
– Ryecroft nunca volvió a jugar por Inglaterra.
– Nunca recuperó la forma. Ya no juega para nadie.