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– Mecagüen sus muertos -dijo, y dio otro empujón a la nevera. Se hundió otro centímetro. Empujó una vez más. Se hundió una vez más-. Que te den por el culo -dijo, con la misma energía utilizada para empujar. Metió la mano en el bolso y sacó los cigarrillos. Irritada, se acercó a un banco de madera que había frente a las puertas cristaleras de la planta baja. Se sentó y encendió un cigarrillo. Observó la nevera a través del humo y trató de decidir qué hacer.

Una luz se encendió sobre su cabeza. Se abrió una de las puertas cristaleras. Barbara se volvió y vio a la misma niña morena y menuda que había visto poniendo platos en la mesa la noche anterior. Esta vez, no llevaba el uniforme del colegio, sino un camisón, largo y blanco, con volantes en el borde y una cinta en el cuello. Aún llevaba el pelo recogido en trenzas.

– ¿Es suya? -preguntó la niña en tono solemne, mientras utilizaba un pie para rascarse el tobillo opuesto-. Estábamos intrigados.

Barbara miró detrás de la niña. El piso estaba a oscuras, salvo por un haz de luz que surgía de una puerta abierta al fondo.

– Olvidé que la iban a traer -dijo Barbara-. Un idiota la dejó aquí por equivocación.

– Sí, yo le vi. Intenté decirle que no queríamos una nevera, pero no me escuchó. Ya tenemos una, le dije, y se la habría dejado ver, pero no debo dejar entrar a nadie cuando papá no está en casa, y aún no había llegado. Ahora, sí que está.

– ¿Sí? -interrogó Barbara.

– Sí, pero está dormido. Por eso hablo en voz baja, para no despertarle. Trajo pollo para cenar y yo preparé courgettes, tomamos chapatis, y luego se fue a dormir. No debo dejar entrar a nadie cuando no está en casa. Ni siquiera debo abrir la puerta, pero ahora no pasa nada, porque está en casa. Si le necesito, puedo gritar, ¿verdad?

– Claro.

Barbara tiró la ceniza sobre las pulcras losas y, cuando los ojos de la niña siguieron su descenso con un fruncimiento de entrecejo pensativo, Barbara pisó la ceniza con el pie, hasta reducirla a una mancha grisácea. La niña observó sus movimientos y se mordisqueó el labio.

– ¿No deberías estar en la cama? -preguntó Barbara.

– Temo que no duermo bien. Leo hasta que se me cierran los ojos. He de esperar a que papá se duerma para encender la luz, porque si lo hago cuando aún está despierto, entra en mi habitación y me quita el libro. Dice que debería contar desde cien hacia atrás para dormirme, pero creo que es mucho más agradable leer, ¿no le parece? Además, si cuento desde cien hacia atrás, cuando llego al cero aún no me he dormido, y no sé qué hacer.

– Es un problema, desde luego. -Barbara escudriñó el piso-. ¿Tu mamá no está?

– Ha ido a ver a unos amigos. A Ontario. Eso está en Canadá.

– Sí, lo sé.

– Aún no me ha enviado ninguna postal. Supongo que estará ocupada, que es lo que pasa cuando vas a ver a los amigos. Mi mamá se llama Malak. Bueno, ese no es su verdadero nombre. Papá la llama así. Malak significa ángel. ¿A que es bonito? Ojalá me llamara yo así. Mi nombre es Hadiyyah, y no es tan bonito como Malak. Tampoco significa ángel.

– Es un nombre muy bonito.

– ¿Usted tiene nombre?

– Lo siento. Soy Barbara. Vivo ahí detrás.

Las mejillas de Hadiyyah formaron pequeñas bolsas cuando sonrió.

– ¿En esa casita tan bonita? -Enlazó las manos sobre el pecho-. Oh, yo quería vivir en ella cuando nos mudamos, pero era demasiado pequeña. Es como una casa de muñecas. ¿Puedo verla?

– Claro. ¿Por qué no? Cuando quieras.

– ¿Puedo verla ahora?

– ¿Ahora? -preguntó Barbara. Empezaba a sentirse un poco incómoda. ¿No empezaba todo así antes de que un inocente sospechoso fuera acusado de cometer un crimen infame contra un niño?-. No sé. ¿No deberías estar en la cama? ¿Y si tu papá se despierta?

– Nunca se despierta antes de la mañana. Nunca. Solo si tengo pesadillas.

– Pero si oyera un ruido, se despertara y no te viera…

– Es como si no me moviera de aquí. -Le dedicó una sonrisa de elfo-. Estaré en la parte de atrás de la casa. Puedo escribir una nota y dejarla sobre mi cama, por si se despierta. Diré que estoy en la parte de atrás. Diré que estoy con usted… Hasta pondré su nombre, diré que estoy con Barbara, y que usted me acompañará de vuelta cuando haya visto la casa. ¿Cree que será suficiente?

No, pensó Barbara. A ella le bastaría con una larga ducha caliente, un bocadillo de huevo frito y una taza de Horlicks, porque una sola lonja de jamón asado y un trozo de queso con un nombre francés extravagante no eran suficientes para cenar. Y después, lo que también le bastaría, si era capaz de mantener los ojos abiertos, sería un cuarto de hora literario, para averiguar qué guardaba exactamente Flint Southern para Star Flaxen en sus ajustadísimos tejanos.

– En otro momento.

Barbara se colgó el bolso al hombro y se levantó del banco de madera.

– Supongo que está cansada, ¿verdad? -dijo Ha-diyyah-. Supongo que está agotada.

– Exacto.

– A papá le pasa lo mismo cuando llega de trabajar. Se deja caer en el sofá y no se mueve durante una hora. Le llevo té. Le gusta el té Earl Grey. Sé preparar té.

– ¿De veras?

– Sé filtrarlo. El secreto está en el filtrado.

– El filtrado.

– Oh, sí.

La niña tenía aún las manos enlazadas sobre el pecho, como si sostuviera un talismán entre ellas. Sus grandes ojos oscuros eran tan suplicantes que Barbara deseó decirle con brusquedad que se endureciera, que se acostumbrara a la vida. En cambio, tiró el cigarrillo a las losas, lo aplastó con la punta de la bamba y guardó la colilla en el bolsillo de los pantalones.

– Escríbele una nota -dijo-. Te esperaré.

La sonrisa de Hadiyyah fue beatífica. Giró en redondo. Entró como una flecha en el piso. La franja de luz se ensanchó cuando entró en la habitación del fondo. Volvió en menos de dos minutos.

– He pegado la nota a la lámpara -confesó-, pero no es probable que se despierte. No suele hacerlo, a menos que yo tenga pesadillas.

– Muy bien. -Barbara se encaminó a los peldaños-. Por aquí.

– Conozco el camino. -Hadiyyah se adelantó-. La semana que viene es mi cumpleaños -gritó sin mirar atrás-. Cumpliré ocho. Papá me ha dado permiso para celebrar una fiesta. Dice que me traerá pasteles de chocolate y helado de fresa. ¿Vendrá? No hace falta que traiga un regalo.

Se alejó sin esperar la respuesta.

Barbara observó que no se había puesto los zapatos. Fantástico, pensó. La niña cogería una pulmonía y ella sería la culpable.

Alcanzó a Hadiyyah en el parche de césped que separaba la casa principal de la casa de Barbara. La niña se había detenido para enderezar un triciclo volcado.

– Es de Quentin -dijo-. Siempre deja sus cosas fuera. Su mamá se enfada mucho y le grita desde las ventanas, pero él nunca le hace caso. Supongo que no sabe lo que ella quiere de él, ¿verdad?

No esperó a la respuesta. Señaló una meridiana de lona plegable, y después una mesa de plástico blanca y dos sillas a juego.

– Es de la señora Downey. Vive en el estudio. ¿La conoce? Tiene un gato llamado Jones. Y esas son de los Jensen. No me caen muy bien, los Jensen, quiero decir, pero usted no se lo dirá, ¿verdad?

– Mamá tiene la última palabra a ese respecto.

Hadiyyah arrugó la nariz.

– Es usted un poco descarada, ¿verdad? Papá no quiere que sea descarada con la gente. Tendrá que ir con cuidado cuando le conozca, ¿vale? Es importante que le caiga bien, así podrá venir a la fiesta. Es por mi cumpleaños. Es…

– La semana que viene, sí.

Barbara condujo a la niña hasta la puerta principal y buscó la llave en su bolso. Abrió la puerta y encendió la luz del techo. Hadiyyah pasó delante.

– ¡Qué bonita! -exclamó-. Es perfecta. Igual que una casa de muñecas. -Se precipitó al centro de la sala y empezó a dar vueltas-. Ojalá viviera aquí. Ojalá. Ojalá.