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– Te vas a marear.

Barbara dejó el bolso sobre la encimera. Fue a llenar la tetera.

– No -contestó Hadiyyah. Giró tres veces más, paró y se tambaleó-. Bueno, quizá un poquito. -Miró a su alrededor. Se frotó las manos en los costados del camisón. Su mirada voló de un objeto a otro-. La ha arreglado muy bien, Barbara -dijo por fin, con estudiada formalidad.

Barbara reprimió una sonrisa. Hadiyyah oscilaba entre las buenas maneras y un gusto dudoso. Todo lo que contenía la sala procedía de la casa de sus padres en Acton o de una venta de artículos donados. En el primer caso, el objeto era maloliente, raído, mellado o maltratado. En el segundo, era funcional y poco más. El único mueble nuevo que se había permitido comprar era el sofá cama. Era de mimbre, y el colchón estaba cubierto por una hilera de almohadones moteados y un cubrecama decorado con motivos hindúes.

Hadiyyah se acercó a la cama y examinó una foto enmarcada que descansaba sobre la mesa contigua. Se balanceaba tanto de un pie al otro que Barbara estuvo tentada de preguntarle si necesitaba ir al lavabo.

– Es mi hermano. Tony -dijo.

– Es pequeño. Como yo.

– Fue tomada hace mucho tiempo. Murió.

Hadiyyah frunció el entrecejo. Miró a Barbara.

– Qué triste. ¿Aún se siente triste?

– A veces. No siempre.

– Yo estoy triste a veces. Por aquí no hay niños con quienes jugar, y no tengo hermanos. Papá dice que estar triste está bien si examino mi alma y decido que es un sentimiento sincero. No sé muy bien cómo examinar mi alma. Lo he intentado mirándome en el espejo, pero me sentí muy rara cuando me miré demasiado rato. ¿Le ha pasado alguna vez? ¿Se ha mirado en el espejo y se ha sentido toda rara?

Barbara rió, pese a todo. Sacó el cubo de debajo del fregadero y examinó su escaso contenido.

– Casi cada día -contestó. Sacó dos huevos y los puso encima de la encimera. Buscó sus cigarrillos en el bolso.

– Papá fuma. Sabe que no debería, pero lo hace. Lo dejó durante dos años enteros porque a mamá no le gustaba, pero ahora ha vuelto a recaer, y ella se disgustará mucho cuando vuelva. Está…

– En Canadá.

– Exacto. Ya se lo había dicho, ¿verdad? Lo siento.

– No pasa nada.

Hadiyyah se acercó al lado de Barbara y examinó el hueco que había en la cocina.

– Es para la nevera -anunció-. No debe preocuparse por la nevera, Barbara. Cuando papá se levante mañana, se la traerá. Le diré que es de usted. Le diré que es amiga mía. ¿Le parece bien? Es una buena idea, decir eso. Papá estará encantadísimo de ayudar a mi amiga.

Esperó ansiosa la respuesta de Barbara, erguida sobre una pierna y con las manos enlazadas a la espalda.

– Claro. Puedes decírselo -contestó Barbara, y se preguntó en qué lío se estaba metiendo.

Una sonrisa radiante apareció en el rostro de Hadiyyah. Dio vueltas por la sala hasta llegar a la chimenea.

– Es bonita también. ¿Cree que funciona? ¿Podremos asar malvaviscos? ¿Eso es un contestador automático? Mire, tiene una llamada, Barbara. -Extendió la mano hacia el aparato, que descansaba junto a la chimenea-. ¿Vamos a ver quién…?

– ¡No!

Hadiyyah echó la mano hacia atrás. Se alejó a toda prisa del aparato.

– No tendría que haber…

Parecía tan avergonzada que Barbara dijo:

– Lo siento. No quería gritarte.

– Supongo que está cansada. Papá grita a veces, sobre todo cuando está cansado. ¿Le preparo té?

– No, gracias. He puesto agua a hervir. Ya me lo prepararé yo.

– Ah. -Hadiyyah miró a su alrededor, como si buscara algo que hacer. Al no ver nada, murmuró-: Debería irme.

– Ha sido un día muy largo.

– Sí, ¿verdad?

Hadiyyah caminó hacia la puerta y Barbara observó por primera vez que las diminutas horquillas que sujetaban sus trenzas eran blancas. Se preguntó si la niña las cambiaba cada vez que se cambiaba de ropa.

– Bien -dijo cuando llegó a la puerta-. Buenas noches, Barbara. Ha sido un placer conocerla.

– Igualmente -contestó Barbara-. Espera un momento, te acompañaré.-Vertió agua caliente en la taza de té y tiró una bolsa dentro. Cuando se volvió hacia la puerta, la niña había desaparecido-. Hadiyyah -llamó, y salió al jardín.

– Buenas noches, buenas noches -oyó que contestaba la niña, y vio el revoloteo de su camisón blanco, que se destacaba contra la casa mientras volvía sobre sus pasos-. No se olvide de la fiesta. Es…

– Por tu cumpleaños -dijo en voz baja Barbara-. Lo sé, lo sé.

Esperó a oír el ruido de su puerta al cerrarse y volvió a su té.

El contestador automático la reclamaba, como un recordatorio de la segunda obligación que había descuidado aquel día. No era necesario escuchar el mensaje para saber de quién era. Descolgó el teléfono y marcó el número de la señora Flo.

– Caramba, estábamos tomando una buena taza de Bourn-vita -contestó la señora Flo-, y una tostadita de extracto de levadura. Mamá ha cortado el pan…, ¿verdad, querida? Sí, está muy bien, ¿no?, y las introducimos en la tostadora con la mayor facilidad del mundo y vigilamos para que no se quemen.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Barbara-. Lamento no haber podido ir. Me retuvo un caso.

Se oyó el sonido de unos pies al arrastrarse sobre linóleo.

– Vigilarás eso un momento, ¿verdad, querida? -dijo la señora Fio a alguien-. Sí, quédate al lado, así. Bien hecho. Ya sabes lo que has de hacer si empieza a sacar humo, ¿verdad? ¿Me avisarás, querida?

Hubo unos murmullos de respuesta. Siguieron unas risitas apagadas.

– Así que esta noche te.estás portando mal, ¿eh? -dijo la señora Fio. Y luego, cuando pronunció la palabra «Barbie», el timbre de su voz cambió, como si hubiera entrado en una habitación más pequeña.

Ha salido de la cocina al pasillo, pensó Barbara. Experimentó una momentánea desazón.

– Acabo de volver del trabajo -dijo-. ¿Ha…? ¿Cómo está mamá?

– Trabajas demasiado, querida -contestó la señora Flo-. ¿Comes bien? ¿Te cuidas? ¿Duermes lo suficiente?

– Estoy bien. Todo va bien. Tengo una nevera plantada delante del piso de mi vecino en lugar de en mi cocina, pero aparte de eso, nada ha cambiado en mi vida. ¿Cómo está mamá, señora Flo? ¿Ha mejorado?

– El estómago la ha molestado durante todo el día y no quiso comer, lo cual me preocupó un poco, pero la cosa ha ido mejorando. Te echa de menos.

La señora Flo hizo una pausa. Barbara la imaginó de pie en el pasillo oscuro que conducía a la cocina. Llevaría uno de sus impolutos vestidos camiseros, con uno de sus innumerables broches en forma de flor prendido en la garganta. Las mallas de sus piernas harían juego con algún color del vestido, y los zapatos de suela plana estarían pulidos a la perfección. Barbara nunca la había visto ataviada de otra manera. Incluso cuando trabajaba en el jardín, la señora Flo vestía como si esperara que la princesa viniera a tomar el té.

– Sí -dijo Barbara-. Lo sé. Joder. Lo siento.

– No debes preocuparte y no has de sentirte culpable -dijo con firmeza la señora Flo. Su voz era cálida-. Haces lo que puedes. Mamá está casi perfecta en este momento. Aún tiene un poco de fiebre, pero ahí está, comiendo su tostada de extracto de levadura.

– No va a sobrevivir solo con eso.

– De momento, es lo que le conviene, querida.

– ¿Puedo hablar con ella?

– Por supuesto. Se sentirá alegre como una alondra cuando oiga tu voz. -Su voz cambió de nuevo cuando volvió a entrar en la cocina, mientras hablaba algo alejada del auricular-. He recibido una llamada telefónica especial, queridas. ¿Quién creéis que ha llamado especialmente para hablar con su mamá? Señora Pendlebury, ¿qué está haciendo con esa mermelada? Mire, querida, se pone encima de la tostada. Así. Sí. Muy bien, querida.