Pasó un momento. Barbara intentó no pensar en la tostada de extracto de levadura, en mermelada, en comida de ningún tipo. Su madre no estaba bien, no había ido a visitarla, y solo podía pensar en embutirse algo mínimamente comestible entre pecho y espalda. ¿Qué clase de hija era?
– ¿Doris? ¿Dorrie? -La voz de la señora Havers tembló insegura al otro extremo de la línea-. La señora Flo dice que ya no hay apagones. Dije que debíamos cubrir las ventanas para que los alemanes no nos vieran, pero ella dijo que era innecesario. Ya no hay guerra. ¿Lo sabías? ¿Mamá ha destapado las ventanas de casa?
– Hola, mamá -dijo Barbara-. La señora Flo me ha dicho que ayer pasaste un mal día, y hoy también. ¿Cómo va tu estómago?
– Te vi con Stevie Baker. Tú pensaste que no, pero te vi, Dorrie. Te había subido el vestido y bajado las bragas. Estabas haciendo lo que no debes con él.
– Mamá, no soy tía Doris. Murió durante la guerra, ¿recuerdas?
– Pero si no hay guerra. La señora Flo ha dicho…
– Quería decir que la guerra terminó, mamá. Soy Barbara. Tu hija, tía Doris murió.
– Barbara. -La señora Havers repitió el nombre en un tono tan pensativo que Barbara imaginó las ruedas de su cerebro en desintegración que chirriaban en su cabeza-. No creo recordar…
Estaría retorciendo el cable del teléfono entre sus dedos, a medida que aumentaba su confusión. Su mirada pasearía alrededor de la cocina de la señora Flo, como si la clave del enigma estuviera escondida allí.
– Vivíamos en Acton -dijo Barbara con dulzura-. Tú y papá. Yo. Tony.
– Tony. Tengo una foto arriba.
– Sí. Ese es Tony, mamá.
– No viene a verme.
– No. Bueno, es que… -Barbara se dio cuenta de que aferraba con fuerza el auricular, y se obligó a disminuir la presión-. También está muerto.
Como su padre. Como todos los que habían formado la circunferencia del pequeño mundo de su madre.
– ¿Sí? ¿Cómo…? ¿Murió en la guerra como Dorrie?
– No. Tony era demasiado pequeño. Nació después de la guerra. Mucho tiempo después.
– ¿No le alcanzó una bomba?
– No, no. No fue nada por el estilo. -Mucho peor, pensó Barbara, mucho más cruel que un segundo de luz, fuego, llamas y una interminable caída en la eternidad-. Tenía leucemia, mamá. Es cuando la sangre se pone mala.
– Leucemia. Ah. -Su voz se animó-. Yo no tengo eso, Barbie. El estómago me Hace ruidos. La señora Fio quiso que tomara sopa este mediodía, pero no pude. No quería bajar. Pero ahora sí que como. Hemos hechos tostadas de extracto de levadura, y tenemos mermelada de moras. Estoy comiendo la levadura. La señora Pendlebury está comiendo la mermelada.
Barbara dio gracias mentalmente al cielo por el momento de lucidez y se aferró a él antes de que su madre divagara de nuevo.
– Estupendo. Eso te sentará muy bien, mamá. Has de comer para mantenerte fuerte. Escucha, siento muchísimo no haber podido ir hoy. Anoche me llamaron para que investigara un caso, pero intentaré escaparme antes del próximo fin de semana. ¿De acuerdo?
– ¿Vendrá Tony también? ¿Vendrá papá, Barbie?
– No. Solo yo.
– Pero hace mucho tiempo que no veo a papá.
– Lo sé, mamá, pero te traeré un regalo. ¿Te acuerdas cuando hablabas de las vacaciones en Nueva Zelanda? ¿Del viaje a Auckland?
– El verano es invierno en Nueva Zelanda, Barbie.
– Exacto. Excelente, mamá. -Era extraño, pensó Barbara, los datos que recordaba, las caras que olvidaba. ¿De dónde procedía la información? ¿Cómo se extraviaba?-. Tengo los folletos. La próxima vez que venga, podrás empezar a planificar las vacaciones. Lo haremos juntas, tú y yo. ¿Qué te parece?
– Pero no podremos irnos de vacaciones si hay un apagón, ¿verdad? Y Stevie Baker no querrá que te vayas sin él. Si haces salchichas con Stevie Baker, pasará algo malo, Dorrie. Vi su salchicha, ¿sabes? Vi dónde la puso. Tú pensaste que yo estaba pelando patatas en la cocina, pero te seguí. Vi cómo te besó. Te quitaste las bragas, y luego mentiste a mamá. Dijiste que Cora Trotter y tú habíais ido a enrollar vendajes. Dijiste que estabas practicando para cuando fueras a Wren. Dijiste…
– ¿Barbie? -La voz suave de la señora Flo, al fondo. La señora Havers- continuó recitando los pecados de su hermana adolescente-. Se está poniendo un poco nerviosa, querida. No hay por qué preocuparse, de todos modos. Tu llamada la ha exaltado. Se calmará en cuanto tome un poco más de Bourn-vita y la tostada. Después, se cepillará los dientes y se acostará. Ya se ha bañado.
Barbara tragó saliva. Nunca era fácil. Siempre se preparaba para lo peor. Sabía lo que la esperaba. Pero de vez en cuando, cada tres o cuatro conversaciones con su madre, sentía que parte de sus energías se desgastaban, como un acantilado de arenisca erosionado demasiado tiempo por el océano.
– De acuerdo -dijo Barbara.
– No quiero que te preocupes.
– De acuerdo -repitió Barbara.
– Mamá sabe que vendrás a verla cuando puedas.
Mamá no sabía nada por el estilo, pero era un comentario muy amable por parte de la señora Flo. Barbara se preguntó, no por primera vez, de dónde sacaba Florence Magentry su presencia de ánimo, su paciencia, su bondad esencial.
– Estoy ocupada en un caso -repitió-. Quizá lo haya leído o visto en los telediarios. El jugador de criquet. Fleming. Murió en un incendio.
– Pobre criatura -dijo la señora Flo.
Sí, pensp Barbara. Ya lo creo. Pobre criatura.
Colgó y volvió a por su té. Las cáscaras de los huevos que había dejado sobre la encimera se habían cubierto de gotitas de humedad. Levantó uno. Se acarició la mejilla con él. Se le habían pasado las ganas de comer.
Lynley se aseguró de cerrar con llave la puerta del piso de Helen cuando se marchó. Dedicó un momento a reflexionar sobre el pomo de latón y la cerradura a juego. Helen no estaba en casa. A juzgar por el hecho de que no había recogido el correo, no había estado en casa en casi todo el día. Por lo tanto, como un detective aficionado, había recorrido el piso, en busca de pistas que explicaran su desaparición.
Los platos depositados en el fregadero eran los del desayuno (el por qué Helen era incapaz de pasar agua a un cuenco de cereales, una taza de café, un platillo y dos cucharas, siempre sería un misterio para él), y daba la impresión de que tanto The Times como el Guardian habían sido desdoblados y leídos. Perfecto. Eso quería decir que no había tenido prisa por marcharse, y ninguna circunstancia imprevista la había disgustado hasta el punto de acabar con su apetito. La realidad era que nunca había visto a Helen perder el apetito por nada, pero al menos ya tenía algo por dónde empezar, ni prisas por irse ni catástrofes.
Fue a su dormitorio. La cama estaba hecha, un apoyo más a la teoría de la ausencia de prisas. El tocador estaba tan ordenado como la noche anterior. El joyero estaba cerrado. Un frasco de perfume con base plateada estaba algo desviado de los demás, y Lynley desenroscó el tapón.
Lynley se preguntó si era un mal augurio que se hubiera puesto perfume antes de marcharse. ¿Se ponía siempre? ¿Se había puesto anoche? No se acordaba. Experimentó una vaga sensación de inquietud cuando se preguntó si no acordarse era tan mal presagio como el hecho de que Helen se hubiera perfumado por primera vez desde hacía semanas. ¿Por qué se ponían perfume las mujeres, al fin y al cabo? Para seducir, para despertar el interés, para excitar, para invitar.
El pensamiento le empujó hacia el ropero. Empezó a examinar su ropa. Trajes, vestidos, pantalones, trajes sastre. Si se había citado con alguien, su manera de vestir revelaría, sin duda, el sexo, cuando no la identidad. Se puso a pensar en los hombres que habían sido sus amantes. ¿Qué llevaba cuando la había visto con ellos? Era una pregunta sin respuesta. Una tarea condenada al fracaso. No se acordaba. Descubrió que el tacto, frío como agua, de un camisón de raso contra su mejilla, colgado en la puerta del ropero, le distraía.