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Locura, pensó. No, sandez. Cerró la puerta del ropero, disgustado. ¿En qué se estaba convirtiendo? Si no se controlaba, no tardaría en descubrirse besando sus joyas o acariciando las suelas de sus zapatos nuevos.

Eso era, pensó. Las joyas. La mesita de noche. El anillo. El estuche no estaba donde lo había dejado anoche. Ni tampoco sobre la cómoda. Ni entre sus demás joyas. Lo cual significaba que llevaba puesto el anillo, lo cual significaba que había accedido, lo cual significaba que había ido a ver a sus padres para darles la buena noticia.

Pasaría la noche en su casa, por lo tanto se había llevado una maleta. Claro, eso era. ¿Por qué no lo había comprendido al instante? Corrió hacia el aparador del pasillo para verificar sus conclusiones. Otro callejón sin salida. Las dos maletas de Helen estaban allí.

Volvió a la cocina y vio lo que había visto al principio y había preferido pasar por alto. El contestador automático parpadeaba furiosamente, como si hubiera recibido un montón de llamadas durante todo el día. Se dijo que no debía caer tan bajo. Si empezaba invadiendo su contestador automático, pronto se dedicaría a abrir sus cartas. La cuestión, en definitiva, era que Helen había salido, no había vuelto en todo el día, y si iba a volver de un momento a otro, lo haría sin que él la acechara entre los matorrales como un Romeo herido de amor a la espera de la luz.

Salió del piso y volvió a Eton Terrace. Aparcó en Sydney Street y caminó hacia el silencioso barrio de Belgravia, el de los pórticos blancos. Se dijo que, de todos modos, estaba agotado, que un whisky le sentaría de maravilla.

– Buenas noches, milord. Un largo día para usted. -Denton le recibió en la puerta. Llevaba bajo el brazo una pila de toallas blancas, dobladas con absoluta pulcritud. Pese a que vestía la chaqueta y pantalones de costumbre, ya se había puesto las zapatillas de estar por casa, la sutil manera de Denton de indicar que estaba «relevado del servicio»-. Le esperábamos a eso de las ocho.

Ambos miraron el reloj de pared cuyo tictac resonaba estruendosamente en la entrada. Las once menos dos minutos.

– ¿A las ocho? -preguntó Lynley, sin comprender.

– Exacto. Lady Helen dijo…

– ¿Helen? ¿Ha telefoneado?

– No le ha hecho falta telefonear.

– ¿Que no le ha hecho falta…?

– Está en casa desde las siete. Dijo que usted le había dejado un mensaje. Dijo que tenía la impresión de que usted llegaría alrededor de las ocho. Vino y preparó la cena mientras le esperaba. Temo que se habrá enfriado. Sólo se puede esperar tamaña longevidad de la pasta. Intenté disuadirla de cocinar antes de que llegara usted, pero no escuchó mis consejos.

– ¿Cocinar? -Lynley lanzó una mirada vaga en dirección al comedor, situado en la parte posterior de la casa-. Denton, ¿me estás diciendo que Helen ha preparado la cena? ¿Helen?

– Sin querer meterme en lo que ha hecho en mi cocina, eso he dicho. -Denton cambió las toallas al otro brazo y se encaminó a la escalera. Movió la cabeza hacia arriba-. Está en la biblioteca -dijo, y empezó a subir la escalera-. ¿Quiere que le prepare una tortilla? Créame, la pasta sólo le servirá como tope de puerta.

– Cocinar -repitió Lynley para sí, maravillado. Dejó a Denton esperando la respuesta. Se encaminó al comedor.

A aquellas alturas, tres horas después del momento en que habría debido consumirse, la cena recordaba a la comida de plástico que se exhibe en los escaparates de los restaurantes de Tokio. Helen había pergeñado una combinación de fettuccine y camarones, acompañada de ensalada mustia, espárragos flaccidos, una baguette a rebanadas y vino tinto, que había descorchado, pero sin servir. Lynley llenó las dos copas. Contempló el banquete.

– Cocinar -dijo.

Le intrigaba el sabor que tendría la comida. Por lo que él sabía, Helen nunca había preparado una comida entera (sin ayuda) en toda su vida.

Levantó su copa de vino y caminó alrededor de la mesa, mientras examinaba cada plato, cada tenedor, cada cuchillo. Cuando hubo completado el circuito del comedor, cogió un tenedor y pinchó tres hebras de fettuccine. La comida estaba fría, y ni siquiera un mi-croondas podría redimirla, pero aún así podría hacerse una idea…

– Diablos-susurró. ¿Qué cojones le había puesto a la salsa? Tomate, sin duda, pero ¿cabía la posibilidad de que hubiera utilizado estragón en lugar de perejil? Engulló la pasta con un enérgico trago de vino. Tal vez era mejor que hubiera llegado con tres horas de retraso para saborear las delicias culinarias esparcidas sobre la mesa.

Cogió la segunda copa y salió del comedor. Al menos, había vino. Y era un clarete muy decente. Se preguntó si lo habría elegido ella, o si Denton lo había desenterrado de la bodega.

Cuando pensó en Denton, sonrió. Podía imaginar el horror de su criado (y sus intentos por disimularlo) cuando Helen creó el caos en su cocina, rechazando sus sugerencias alegremente con frases como «Querido Denton, si aumentas mi confusión, me haré un lío. ¿Tienes especias, por cierto? Tengo entendido que las especias constituyen el secreto de una salsa de espagueti excelente».

Helen no habría captado la sutil diferencia entre una hierba y una especia. Habría espolvoreado nuez moscada y estragón sobre su mejunje con tanto entusiasmo como tomillo y salvia.

Subió la escalera hasta el primer piso y vio que la puerta de la biblioteca estaba abierta lo suficiente para dejar que un hilo de luz cayera sobre la alfombra. Helen estaba sentada en un sillón de orejas cerca de la chimenea, y el resplandor de una lámpara destinada a la lectura creaba una aureola de luz alrededor de su cabeza. A primera vista, daba la impresión de que estaba concentrada en un libro abierto sobre su regazo, pero cuando Lynley se acercó, comprobó que estaba dormida, con la mejilla apoyada sobre el puño. Había estado leyendo Las seis esposas de Enrique VIII, de Antonia Fraser, que no era el augurio auspicioso que Lynley esperaba de ella. Sin embargo, cuando vio que la biografía en la que se había quedado detenida era la de Jane Seymour, decidió interpretarlo como un signo positivo. Una inspección más minuciosa reveló que estaba en pleno proceso de Ana Bolena, la predecesora de la Seymour, un mal augurio. Por otra parte, el hecho de que se hubiera quedado dormida en mitad del juicio de Ana Bolena podía interpretarse como…

Lynley se sacudió mentalmente. Era irónico, cuando lo pensaba. Durante la mayor parte de su vida adulta, con una única excepción, siempre había llevado la voz cantante en sus relaciones con las mujeres. Siempre iba a la suya, y si se cruzaban en su camino, estupendo. Si no, en pocas ocasiones había lamentado una pérdida amorosa. Pero con Helen, todo su modus operandi se había visto trastocado. Durante los dieciséis meses transcurridos desde que había conseguido enamorarse de una mujer que había sido una de sus mejores amigas desde tiempo inmemorial, todo había cambiado. Oscilaba entre creer que comprendía por completo a las mujeres a desesperar de que algún día lograría reparar su profunda ignorancia. En sus períodos más lúgubres, se descubriría añorando lo que gustaba describir como «los viejos tiempos», cuando las mujeres nacían y se educaban para llegar a ser esposas, consortes, amantes, cortesanas o cualquier cosa que les exigiera una total sumisión a la voluntad del macho. De hecho, habría sido muy cómodo presentarse en casa del padre de Helen, anunciar sus intenciones, tal vez incluso negociar una dote, pero por encima de todo acabar de una vez por todas con ella, sin tener que preocuparse en lo más mínimo por sus deseos. Si los matrimonios fueran de conveniencia como antes, ya se habría preocupado de conquistarla después de poseerla. En la situación actual, el interminable cortejo le estaba agotando. Nunca había sido un hombre muy paciente.

Dejó la copa de Helen sobre la mesa, al lado de su sillón. Levantó el libro de su regazo, puso un punto en la página y lo cerró. Se acuclilló frente a ella y cogió su mano libre. La mano se movió, sus dedos se entrelazaron. Los de Lynley se cerraron sobre un objeto inesperado, duro y saliente. Bajó la vista y vio que llevaba el anillo que le había regalado. Levantó su mano y besó la palma.