Helen se removió por fin.
– Estaba soñando con Catalina de Aragón -murmuró.
– ¿Cómo era?
– Desdichada. Enrique no la trató muy bien.
– Por desgracia, se había enamorado.
– Sí, pero no la habría repudiado si le hubiera dado un hijo vivo. ¿Por qué son tan horribles los hombres?
– Menudo salto.
– ¿De Enrique a los hombres en general? No sé qué decirte. -Se estiró. Observó la copa de vino que sostenía Lynley-. Veo que has encontrado tu cena.
– En efecto. Lo siento, cariño. Si hubiera sabido…
– Da igual. Se la di a probar a Denton y, a juzgar por la expresión de su cara, y que intentó disimular, comprendí que no había alcanzado altas cotas culinarias. Fue muy amable al dejarme utilizar la cocina, de todos modos. ¿Describió el caos a que la reduje?
– Fue notablemente lacónico.
Helen sonrió. -Si tú y yo nos casamos, Denton se divorciará de ti, Tommy. ¿Cómo podría soportar que quemara los fondos de todas sus ollas y sartenes?
– ¿Eso hiciste?
– Fue lacónico, ¿eh? Qué hombre más adorable. -Cogió la copa y le dio vueltas por el pie-. Solo fue una olla, de hecho. Y pequeña, además. Tampoco quemé el fondo por completo. La receta exigía ajo salteado, así que lo puse a saltear y el teléfono me distrajo… Era tu madre, por cierto. Si la alarma antihumos no se hubiera disparado, habrías encontrado tu casa reducida a escombros, en lugar de -movió la mano en dirección al comedor- fettuccine a la mer avec les crevettes et les moules.
– ¡Qué quería mi madre?
– Ensalzar tus virtudes. Inteligencia, compasión, ingenio, integridad, fibra moral. Pregunté por tus dientes, pero no me fue de gran ayuda.
– Tendrías que hablar con mi dentista. ¿Quieres, que te de su número?
– ¿Lo harías?
– Más aún. Hasta comería fettuccine a la mer avec les crevettes et les moules.
Helen volvió a sonreír.
– Yo misma los probé. Era espantoso, Señor. No tengo remedio, Tommy.
– ¿Has cenado?
– Denton se apiadó de mí a las nueve y media. Improvisó algo con pollo y alcachofas que era una absoluta delicia. Me lo aticé en la mesa de la cocina y le juré que guardaría el secreto. Ha quedado un poco. Vi que lo guardaba en la nevera. ¿Quieres que te lo recaliente? Supongo que seré capaz de hacerlo sin quemar la casa. ¿O ya has cenado?
Lynley dijo que no, que a cada momento esperaba dar por concluido el trabajo, pero que la investigación se dilataba en cada encrucijada. Admitió que estaba famélico, la puso en pie y bajaron la escalera. Evitaron el comedor y los fettuccine a la mer solidificados, y se encaminaron a la cocina del sótano. Helen rebuscó en la nevera, mientras Lynley observaba. Se sentía absurdamente feliz, de una manera casi infantil, al verla trastear entre jarras y bolsas de plástico, hasta que extrajo un recipiente con aire de triunfo. ¿A qué se debía aquella sensación de absoluta complacencia?, se preguntó. ¿Al anillo y á que había elegido ponérselo? ¿A la promesa de una cena moderadamente decente, p al comportamiento de Helen, que iba de un lado a otro de la cocina, que actuaba como una esposa para él, sacaba platos de los aparadores, cubiertos de los cajones, servía el pollo y las alcachofas en una olla de acero inoxidable, colocaba la olla en el microondas, cerraba la puerta con un aire de…?
– ¡Helen! -Lynley se precipitó hacia el aparato antes de que Helen lo conectara-. No puedes poner cosas de metal ahí.
Ella le miró sin comprender.
– ¿Por qué no?
– Porque no se puede. Porque el metal y el microondas… Coño, no sé. Solo sé que no se puede.
Helen examinó el aparato.
– Señor. Me pregunto…
– ¿Qué?
– Eso debió ser lo que le pasó al mío.
– ¿Pusiste metal dentro?
– No me di cuenta de que era metálico. No lo sabía.
– ¿Qué pusiste?
– Una lata de vichyssoise. Nunca me había gustado fría, así que pensé, voy a ponerla en el microondas uno o dos minutos. Retumbó, siseó, chisporroteó y murió. Pensé, no me extraña que la sirvan fría, pero creí que era la sopa. Nunca relacioné la lata con los ruidos-. Sus hombros se hundieron y suspiró-. Primero, los fettuccine. Ahora, esto. No sé, Tommy.
Dio vueltas al anillo en su dedo. Él la rodeó con un brazo y besó su sien.
– ¿Por qué me quieres? -preguntó Helen-. No tengo remedio ni solución.
– Yo no diría eso.
– Estropeo tu cena. Destruyo tus ollas.
– Tonterías -dijo Linley, y la volvió hacia él.
– Casi hice saltar por los aires la cocina. Señor, estarías más seguro con el IRA.
– No seas absurda.
La besó.
– Si me abandonaran a mis propios recursos, supongo que quemaría esta casa y todo Howenston. ¿Te imaginas qué horror? ¿Lo has intentado?
– Aún no, pero lo haré. Por un momento.
La volvió a besar y la atrajo más hacia sí. Examinó su boca y labios con la lengua. Ella se adaptó a él con toda naturalidad, y Lynley se maravilló de la naturaleza milagrosa y antípoda de la heterosexualidad. Ángulo por curva, áspero por suave, duro por blando. Helen era un prodigio. Era todo cuanto él deseaba. Y en cuanto hubiera comido algo, se lo demostraría.
Helen deslizó los brazos alrededor de su cuello. Movió los dedos con languidez entre su pelo. Apretó las caderas contra las suyas. Lynley notó al mismo tiempo calor en las ingles y ligereza en la cabeza, cuando dos apetitos entablaron una dura pugna por controlar su cuerpo.
No recordaba la última vez que había logrado tomar una comida equilibrada y energética. Habían transcurrido, como mínimo, treinta y seis horas, ¿no? Había comido un solo huevo hervido y una tostada por la mañana, pero apenas contaban, teniendo en cuenta el número de horas que habían pasado desde entonces. Tenía que comer algo. El pollo y las alcachofas aguardaban sobre la encimera. Tardaría menos de cinco minutos en recalentarlo. Cinco más para devorarlo. Tres para lavar los platos si no quería dejarlos a Denton. Sí. Quizá era lo mejor. Comida. En menos de quince minutos estaría fresco como una rosa, fuerte como un buey, afinado como un violín. Gruñó. Jesús. ¿Qué le estaba pasando a su mente? Necesitaba sustancia. Ya. Por que si no comía, no podría…
Las manos de Helen resbalaron por su pecho, desabrochándolo todo a su paso. Llegaron a sus pantalones y aflojaron el cinturón.
– ¿Denton se ha ido a la cama, cariño?:-susurró contra su boca.
¿Denton? ¿Qué tenía que ver Denton con lo que fuera?
– No bajará a la cocina, ¿verdad?
¿La cocina? ¿De veras pretendía…? No. No. No podía referirse a eso.
Oyó el ruido de la cremallera al bajar. Tuvo la impresión de que un velo de gasa negra caía sobre sus ojos. Pensó en la posibilidad de morir de hambre. Entonces, la mano de Helen encontró algo y la sangre que quedaba en su cabeza fue a concentrarse en otro lugar.
– Helen-dijo-, hace horas que no como. La verdad, no sé si seré capaz de…
– Tonterías. -Helen aplastó la boca contra la suya-. Creo que lo harás muy bien.
Lo hizo.
OLIVIA
He tenido calambres en las piernas. He dejado caer cuatro lápices durante los últimos veinte minutos, y no he tenido energías para recogerlos. Saco otro de la lata. Sigo escribiendo e intento ignorar cómo ha evolucionado mi caligrafía durante estos últimos meses.
Chris entró hace un momento. Se quedó detrás de mí. Apoyó las manos sobre mis hombros y masajeó mis músculos como a mí me gusta. Apoyó la mejilla sobre mi cabeza.