– No has de escribirlo todo de una sentada -dijo.
– Eso es justo lo que he de hacer.
– ¿Por qué?
– No preguntes. Ya lo sabes.
Me dejó sola. Ahora está en el cuarto de trabajo, preparando una jaula para Félix.
– Dos metros de largo -me dijo-. La mayoría de la gente no sabe la cantidad de espacio que necesita un conejo.
Suele trabajar con música, pero tanto la radio como el estéreo están apagados, porque quiere que piense y escriba con claridad. Yo también lo deseo, pero el teléfono suena y le oigo descolgarlo. Oigo el tono suave que adopta su voz, tierno alrededor de los bordes, como el coñac si el coñac estuviera compuesto de sonidos. Intento no hacer caso del «Sí… No… Ningún cambio real… No podré… No… No, no es eso…». Un silencio largo y terrible, después del cual dice «Lo comprendo», con una voz que me hiere con su dolor. Espero oír más, palabras reveladoras susurradas como «amor», como «deseo», «añoranza», «si pudiera», sonidos reveladores, como suspiros. Me esfuerzo por oír incluso mientras recito el alfabeto al revés en mi mente para bloquear su voz. Le oigo decir «Solo paciencia», y las palabras se vuelven borrosas ante mis ojos. El lápiz resbala y cae al suelo. Cojo otro.
Chris entra en la cocina. Enchufa la tetera. Saca una taza del aparador, té de la despensa. Apoya las manos sobre la encimera y agacha la cabeza, como si estuviera examinando algo.
Noto que el corazón me late en la garganta y quiero decir, «Ve con ella. Puedes ir, si quieres», pero no lo digo porque tengo miedo de que lo haga.
La tetera hierve y se desconecta. Chris vierte el agua.
– ¿Quieres una taza, Livie?
– Sí.
– ¿Oolong?
– No. ¿Tenemos Gunpowder?
Busca la lata en un aparador.
– No sé cómo lo soportas -dice-. A mí solo me sabe a agua.
– Se necesita un paladar sutil. Algunos gustos son más delicados que otros.
Se vuelve. Nos miramos unos segundos. Nos decimos en silencio todo lo que no nos atrevemos a decir en voz alta.
– He de terminar esa jaula -dice por fin-. Félix necesita un sitio donde dormir esta noche.
Asiento, pero noto la cara tensa. Cuando pasa a mi lado, su mano roza mi brazo y tengo ganas de asirla y apretarla contra mi mejilla.
– Chris -digo, y se para detrás de mí. Respiro y duele más de lo que suponía-. Creo que voy a estar ocupada en esto unas cuantas horas más. Si quieres salir…, sacar a pasear a los perros o… ir al pub…
– Supongo que los perros están bien -dice en voz baja.
Contemplo esta libreta de rayas amarilla, la tercera desde que empecé a escribir.
– Ya no puede faltar mucho -digo.
– Tómatelo con calma.
Vuelve al trabajo.
– Dime, hijo -dice a Félix-, ¿quieres que tu nuevo alojamiento esté orientado hacia el este o el oeste?
Empieza el martilleo, golpes rápidos, uno-dos para cada clavo. Chris es fuerte y hábil. No comete errores.
Solía preguntarme por qué me había recogido.
– ¿Fue el impulso de un capricho momentáneo? -le preguntaba.
Para mí, carecía de sentido ligar con una puta, invitarla a dos tazas de café y un rollo de primavera, llevarla a casa, ponerla a trabajar en carpintería y acabar invitándola a quedarse, cuando él no tenía la menor intención (por no mencionar el deseo) de tirársela. Al principio, pensé que tenía la intención de ser mi chulo. Pensé que debía pagarse una adicción y esperé a que aparecieran las agujas, las cucharas y los paquetes de polvos.
– ¿De qué va todo este rollo? -pregunté.
– ¿Qué rollo? -preguntó el, y paseó la vista alrededor de la barcaza, como si mi pregunta se refiriera a ella.
– Este lugar. Tú. Yo.
– ¿Tiene que ir de algo?
– Un tío y una tía. Suelen estar juntos por algo, diría yo.
– Ah. -Empujó con el hombro una tabla y ladeó la cabeza-. ¿Dónde habrá ido a parar el martillo?
Y se puso a trabajar, y yo también.
Mientras terminábamos la barcaza, dormíamos en dos sacos, a la izquierda de la escalera, en el extremo opuesto a los animales. Chris dormía en ropa interior. Yo, en pelotas. A veces, por la mañana, apartaba las sábanas y me acostaba de lado para que mis pechos parecieran más llenos. Fingía dormir y esperaba a que algo sucediera entre ambos. Le sorprendí mirándome una vez. Vi que sus ojos resbalaban poco a poco a lo largo de mi cuerpo. Tenía una expresión pensativa en la cara. Ya está, pensé. Me estiré para arquear mi espalda, un movimiento seductor, como sabía por experiencia.
– Tienes una musculatura notable, Livie -dijo-. ¿Haces ejercicio con regularidad? ¿Corres?
– Joder -dije-. Sí, supongo que puedo correr si es preciso.
– ¿Muy deprisa?
– ¿Cómo quieres que lo sepa?
– ¿Cómo te desenvuelves en la oscuridad?
Apoyé la mano sobre su pecho.
– Depende para qué sea.
– Correr. Saltar. Trepar. Esconderse.
– ¿Como para jugar a la guerra?
– Algo por el estilo.
Introduje los dedos bajo sus calzoncillos. Me cogió la mano.
– Vamos a verlo -dijo.
– ¿Qué?
– Si eres buena en algo, además de esto.
– ¿Eres marica? ¿Es eso? ¿La tienes pequeña? ¿Por qué no quieres hacerlo?
– Porque eso no va a ocurrir entre nosotros. -Enrolló el saco y se levantó. Cogió los tejanos y la camisa. Se vistió en menos de un minuto, de espaldas a mí y con el cuello doblado, para ofrecerme su nuca, donde parecía más vulnerable-. No has de ser así con los hombres. Hay otras formas de ser.
– Ser ¿qué?
– Lo que eres. Valiosa. Lo que sea.
– Ah, vale.
Me incorporé en la cama, envuelta con la manta. A través de las pilas de tablas y el marco sin acabar del interior de la barcaza, vi a los animales al otro extremo. Toast estaba despierto y mordisqueaba una pelota de goma, al igual que un pachón al que Chris llamaba Jam. Una de las ratas estaba corriendo en la rueda de ejercicios de su jaula. Producía un sonido raro, como el rat-a-tat-tat de una ametralladora en la distancia.
– Continúa -dije.
– ¿Con qué?
– Con el sermón que tantas ganas tenías de darme, pero ve con cuidado, porque yo no soy como ellos. -Extendí el brazo hacia los animales-. Puedo marcharme cuando me dé la gana.
– ¿Por qué no lo haces?
Le traspasé con la mirada. No pude responder. Tenía un estudio en Earl's Court. Tenía clientes habituales. Tenía oportunidades diarias de ampliar mi negocio callejero. Mientras quisiera hacer cualquier cosa y probarlo todo, tendría una fuente de ingresos constante. ¿Por qué me quedé?
En aquel tiempo, pensé que lo hacía para demostrarle lo que era bueno. Antes de que esto termine, desgraciado, te arrastrarás a mis pies con tal de poder lamerme el tobillo.
Y para lograr eso, tenía que quedarme con él en la barpaza, claro.
Cogí mis ropas, tiradas en el suelo entre los sacos. Me vestí. Doblé mi manta. Me pasé la mano por el pelo para peinarlo.
– De acuerdo -dije.
– ¿Qué?
– Te lo enseñaré.
– ¿Qué?
– Lo rápido que puedo correr, y todo lo que te de la gana.
– ¿Trepar?
– Bien.
– ¿Arrastrarte?
– Bien.
– ¿Deslizarte sobre el estómago?
– Comprobarás que soy una experta en eso.
Se ruborizó. Fue la primera y única vez que conseguí avergonzarle. Apartó con el pie un trozo de madera.
– Livie -dijo.
– No iba a cobrarte -dije.
Suspiró.
– No es porque seas una puta. No tiene nada que ver con eso.
– Ya lo creo que sí. Para empezar, no estaría aquí si no fuera una puta.
Subí a cubierta. Chris se reunió conmigo. El día era gris, y soplaba el viento. Las hojas volaban sobre la superficie del camino de sirga. En aquel momento, las primeras gotas de lluvia empezaron a levantar pequeñas explosiones en el canal.